Era natural que Cordelia, con su experiencia en los hospitales, se hiciera cargo de su padre. Cuando vinieron los médicos aquel día, fue a ella a quien, instintivamente, dieron las instrucciones.
—Hasta que empeore —les dijo Cordelia—, podremos cuidarle el
valet
y yo. No queremos enfermeras en la casa hasta que no haya más remedio.
En aquella etapa de su enfermedad, los médicos no tenían nada que recomendar, excepto que se mantuviera cómodo y que ingiriese ciertos fármacos cuando se presentasen los ataques.
—¿Cuánto tiempo aguantará?
—Lady Cordelia, hay hombres que llevan una existencia activa a una edad muy avanzada, y a quienes los médicos dieron una semana de vida. He aprendido una cosa de la medicina; no profetizar nunca.
Aquellos dos hombres habían realizado un largo viaje para decir eso; el médico local estaba allí para acatar las mismas recomendaciones en términos técnicos.
Por la noche, lord Marchmain volvió al tema de su nueva nuera; nunca lo alejaba de su mente durante mucho tiempo, y encontraba el modo de expresarse mediante frases solapadas y maliciosas a lo largo del día. Ahora, relajado en medio de todas sus almohadas, habló de ella largo y tendido.
—Nunca me han conmovido mucho los sentimientos familiares hasta ahora, pero estoy profundamente consternado ante la idea de… de Beryl ocupando lo que una vez fue el lugar de mi madre en esta casa. ¿Con qué derecho va a instalarse tranquilamente aquí esa pareja de rústicos sin hijos mientras todo esto se derrumba a su alrededor? No os ocultaré mi antipatía hacia Beryl.
»Posiblemente, el hecho de habernos visto en Roma no fue muy acertado, en cualquier otra parte el encuentro hubiera resultado más feliz. Y, sin embargo, pensándolo bien ¿dónde podría haberla conocido sin sentir aversión? Cenamos en Ranieri; un pequeño restaurante, muy tranquilo, que he frecuentado durante años. Sin duda lo conocéis. Beryl parecía llenar el sitio entero. Yo, naturalmente, pagaba la cena, aunque al oír cómo insistía Beryl en que mi hijo comiera más, se podía haber pensado que el anfitrión era otro. Brideshead siempre fue un muchacho goloso; una esposa que cuide realmente de sus intereses debería tratar de frenarle. Pero bueno, es un asunto de poca importancia.
»Sin duda, ella había oído hablar de mí como de un hombre de vida irregular. Yo sólo puedo calificar de pícara su manera de comportarse conmigo. Un viejo licencioso, ése era su concepto de mí. Supongo que había conocido a viejos almirantes libertinos y creía saber cómo seguirles el juego… Ni siquiera soy capaz de reproducir aquí su conversación. Os pondré un ejemplo.
»Aquella mañana habían ido a una audiencia en el Vaticano; bendición del matrimonio creo, no presté mucha atención, y, según entendí, ya había pasado por eso, con otro marido y con otro papa. Ella contó, con cierta vivacidad, que aquella primera vez había ido junto con un grupo de parejas de recién casados, en su mayoría italianas; que algunas de las muchachas más humildes llevaban todavía su vestido de novia; el modo en que iban estimándose entre ellos y los novios mirando a las novias, comparando la propia con las demás, etcétera. Entonces dijo: "Esta vez, naturalmente, la audiencia ha sido privada, pero ¿sabe usted, lord Marchmain? Me he sentido como si fuera yo quien llevara al novio".
»Lo dijo con poca delicadeza. Todavía no he acabado de entender del todo lo que quería decir. ¿Hacía un juego de palabras con el nombre de mi hijo
[14]
? ¿O se refería a la evidente virginidad de él? Me inclino más bien por esto último. De todos modos, tuvo ocurrencias de ese tipo durante toda la velada.
»No creo que aquí se encuentre precisamente en su elemento, ¿no os parece? ¿A quién se la dejó? La propiedad sujeta a vínculo se acaba conmigo, ya sabéis. No se puede ni pensar en Sebastian, por desgracia. ¿Quién la quiere? ¿Quién? ¿A ti te gustaría, Cara? No, claro que no te gustaría. ¿Cordelia? Creo que se la voy a dejar a Julia y a Charles.
—Desde luego que no, papá; es de Bridey.
—¿Y de… Beryl? Convocaré a Gregson un día de éstos para hablar del asunto. Es hora de que ponga mi testamento al día; está lleno de anomalías y anacronismos… Me he encaprichado bastante con la idea de instalar a Julia aquí. Estás tan hermosa esta noche, querida mía; siempre tan hermosa… Mucho, mucho más apropiado.
Poco después hizo venir a su abogado de Londres, pero el día en que llegó, lord Marchmain tuvo un ataque y no quiso verle.
—Hay tiempo de sobra —dijo, entre un jadeo doloroso y otro—. Otro día, cuando me encuentre más fuerte.
Pero la elección de su heredero presidía constantemente sus pensamientos y, con frecuencia, se refería a una época futura cuando nosotros estuviéramos casados y en posesión de aquel patrimonio.
—¿Crees que realmente tiene intención de dejárnoslo? —le pregunté a Julia.
—Sí, creo que la tiene.
—Pero es monstruoso para Bridey.
—¿Lo es? No creo que sienta un cariño especial por la casa. Yo sí, y tú lo sabes. Beryl y él vivirían muchísimo más felices en una casa pequeña en cualquier otra parte.
—¿Tienes intención de aceptarla?
—Desde luego. Es de papá y puede dejársela a quien quiera. Creo que tú y yo podríamos vivir muy dichosos aquí.
Aquello abría una perspectiva nueva; esa perspectiva que uno adquiría al doblar la avenida, como la había visto la primera vez con Sebastian: el valle retirado, los lagos vertiendo sus aguas a otros situados más abajo, la vieja casa en primer plano, el resto del mundo abandonado y olvidado; un mundo dotado de su propia paz, amor y belleza. Tal vez ofreciera tal perspectiva el pináculo alto del templo, después de días de hambre en el desierto y noches perturbadas por los chacales: un sueño de soldado que pernocta en un vivaque en tierras extrañas. ¿Debía reprocharme que alguna vez me dejase seducir por la visión?
La enfermedad se arrastraba a lo largo de las semanas y la vida de la casa se iba adaptando a los altibajos de las fuerzas del enfermo. Hubo días en que lord Marchmain se vestía, se quedaba mirando por la ventana o se trasladaba del brazo de su
valet
de una chimenea a otra cruzando las habitaciones de la planta baja; días en que entraban y salían visitantes —vecinos y gente de la propiedad, hombres de negocios de Londres—, días en que se abrían paquetes de libros nuevos que luego se comentaban. Se colocó un piano en el salón chino. Una vez, a finales de febrero, un día inesperado de brillante sol, pidió un coche y llegó hasta el vestíbulo. Tenía puesto su abrigo de pieles, y estaba junto a la puerta principal. Entonces, de repente perdió todo interés por el paseo, y dijo:
—Ahora no. Más tarde. Algún día de este verano.
Volvió a cogerse del brazo de su criado, quien le llevó de regreso a su sillón. Una vez se le antojó cambiar de habitación e impartió órdenes detalladas para trasladarse al salón pintado; la
chinoiserie
, alegó, perturbaba su sueño —dejaba todas las luces encendidas por la noche—, pero luego se desalentó, anuló todo lo ordenado y se quedó en su habitación oriental.
Otros días la casa permanecía en silencio mientras él, incorporado en la cama sostenido por las almohadas, respiraba con dificultad; incluso entonces quería tenernos cerca; no soportaba estar solo ni de día ni de noche. Cuando no podía hablar, nos seguía con la mirada, y si alguien salía de la habitación, parecía ceder a la angustia. Cara, que a menudo se sentaba a su lado en la almohada durante horas, cogida de su brazo, le decía: «No te preocupes, Alex, ella volverá en seguida».
Brideshead y su mujer regresaron de su luna de miel y pasaron unas cuantas noches en la casa; fue durante un bache de días malos, y lord Marchmain se negó a permitirles que se le acercasen. Era la primera visita de Beryl, y habría sido muy insólito que ella no demostrara ninguna curiosidad por lo que casi había sido y ahora de nuevo prometía ser su hogar. Beryl actuaba con mucha naturalidad, e inspeccionó el lugar con bastante detenimiento durante los días que estuvo allí. En el extraño desorden causado por la enfermedad de lord Marchmain, la casa debió de parecerle susceptible de muchas mejoras. Hizo referencia un par de veces a la organización de establecimientos de tamaño similar en las diferentes residencias oficiales que había visitado. De día, Brideshead la llevaba a visitar a los arrendatarios; por las noches Beryl hablaba conmigo de pintura, con Cordelia de hospitales o con Julia de vestidos, con jovial seguridad en sí misma.
La sombra de la traición, el saber hasta qué punto eran precarias las justas esperanzas de ambos, era totalmente unilateral. Yo no me sentía cómodo con ellos, pero para Brideshead mi actitud no era en absoluto nueva; en el pequeño y esquivo círculo en que él solía desenvolverse, mi sentimiento de culpabilidad pasó inadvertido.
Por fin se hizo patente que lord Marchmain no quería verles.
Brideshead fue admitido sólo para despedirse; luego la pareja se marchó.
—No tenemos nada que hacer aquí —dijo Brideshead—, y la situación es muy penosa para Beryl. Volveremos si empeoran las cosas.
Las malas rachas se hicieron más prolongadas y frecuentes, y fue contratada una enfermera.
—Nunca he visto una habitación así —dijo ella—. Nada parecido en ninguna parte; no existen comodidades de ningún tipo.
Quería que trasladaran al paciente al piso superior, donde había agua corriente, un vestidor para ella y una cama «práctica», más estrecha, por la que pudiera «circular», cosa a la que estaba acostumbrada; pero lord Marchmain se negó a mudarse. En cuanto fue incapaz de distinguir las noches de los días, llegó una segunda enfermera. Los especialistas vinieron otra vez de Londres y prescribieron un tratamiento nuevo y algo audaz, pero su cuerpo parecía saturado de tantos medicamentos y no respondía a ellos. Luego ya no hubo buenas rachas; simplemente, breves fluctuaciones en el rápido curso de su declive.
Llamaron a Brideshead. Eran las vacaciones de pascua y Beryl estaba ocupada con sus hijos. Vino solo, y tras guardar silencio unos minutos al lado de su padre, que, recostado, permaneció mirándole, él abandonó la habitación y, uniéndose a los demás en la biblioteca, dijo:
—Papá debe ver a un sacerdote.
No era la primera vez que se planteaba el tema. Los primeros días que siguieron a la llegada de lord Marchmain, el párroco (después de cerrarse la capilla se había edificado una iglesia y una rectoría en Melstead) acudió por pura cortesía. Cordelia se desembarazó de él con excusas y disculpas, pero cuando se hubo marchado, dijo: «Todavía no. Papá no quiere verle todavía».
Julia, Cara y yo estuvimos presentes en aquella ocasión; todos teníamos algo que decir; empezamos a hablar y lo pensamos mejor. Nunca se aludió al asunto entre los cuatro, pero Julia, a solas conmigo, dijo: «Charles, veo que se avecinan graves problemas religiosos».
—¿Ni siquiera pueden dejarle morir en paz?
—Ellos tienen un concepto muy diferente de la «paz».
—Sería un ultraje. Nadie ha demostrado tan claramente durante toda la vida lo que piensa de la religión. Ahora resulta que cuando su espíritu divague y no tenga fuerzas para resistirse, alegarán que se arrepintió en su lecho de muerte. Hasta ahora he sentido cierto respeto por la Iglesia. Si hacen una cosa así sabré que lo que todos los estúpidos murmuran sobre la fe es totalmente cierto, que todo es superstición y puras mañas. –Julia no dijo nada—. ¿No estás de acuerdo? —Julia seguía sin decir nada—. ¿No estás de acuerdo?
—No lo sé, Charles. De verdad que no lo sé.
Y aunque ninguno de nosotros hablaba de ello, percibí que la pregunta flotaba en el aire, creciendo a lo largo de las semanas que duró la enfermedad de lord Marchmain; lo sentí cuando Cordelia se alejaba en su coche de madrugada para oír misa y cuando Cara empezó a acompañarla. Era una nubecilla del tamaño de un puño que iba inflándose hasta formar una tormenta sobre nosotros.
Y Brideshead, con sus maneras torpes y despiadadas, nos planteaba ahora el problema.
—Oh, Bridey, ¿crees que él querría? —.preguntó Cordelia.
—Yo me encargaré de que lo haga —respondió Brideshead—. Traeré mañana al padre Mackay.
Las nubes seguían acumulándose, sin estallar todavía; ninguno de nosotros habló. Cara y Cordelia volvieron a la habitación del enfermo; Brideshead buscó un libro para leer, lo halló y nos dejó solos.
—Julia —dije—, ¿cómo podemos evitar este disparate?
No respondió durante algún tiempo; y luego dijo:
—¿Por qué hemos de hacerlo?
—Lo sabes tan bien como yo. Es… es simplemente un incidente indecoroso.
—¿Quién soy yo para oponerme a esos incidentes? —preguntó con tristeza—. De todas maneras, ¿qué daño puede hacer? Vamos a preguntárselo al médico.
Consultamos con el médico, que dijo:
—Es difícil saberlo. Es posible que le alarme, naturalmente; por otra parte, he conocido casos en que ha producido un maravilloso efecto balsámico sobre el paciente; incluso lo he visto actuar como un verdadero estimulante. No hay duda de que suele ser de gran consuelo para la familia. Creo que realmente es algo que lord Brideshead debe decidir. Ahora bien; no existe motivo inmediato de inquietud. Lord Marchmain está hoy muy débil; es posible que mañana vuelva a estar más fuerte. ¿No es lógico esperar un poco?
—No nos ha ayudado mucho —dije a Julia, cuando se hubo marchado el médico.
—¿Ayudar? No entiendo exactamente por qué te empeñas tanto en que mi padre no reciba los últimos sacramentos.
—No es más que brujería e hipocresía…
—¿Lo es? Pues ha sido así durante casi dos mil años. No entiendo por qué te enfureces de repente ahora. —Levantó la voz; en los últimos meses cedía prontamente a la ira—. Por el amor de Dios, escribe una carta a
The Times
; súbete a un cajón y pronuncia un discurso en Hyde Park; organiza una manifestación contra el «papado», ¡pero no vengas a aburrirme con tus protestas! ¿Qué más nos da a ti o a mí que mi padre hable con su párroco?
Conocía aquellos feroces humores de Julia, como el que le sobrevino en la fuente a la luz de la luna, e intuía vagamente su origen; yo sabía que no podían aplacarse con palabras. Tampoco hubiera podido responderle, porque la respuesta a su pregunta aún carecía de forma; era el sentimiento de que el destino de más de un alma estaba en juego; de que la nieve empezaba a abalanzarse desde lo alto de la pendiente.