Se sentó frente a mí e inclinó su incipiente calvicie sobre el plato.
—Bueno, Bridey, ¿qué hay de nuevo?
—Pues la verdad es que tengo una noticia que datos —dijo—. Pero puede esperar.
—Dínosla ahora.
Hizo una mueca que yo creí que significaba «no delante de los criados», y preguntó:
—¿Cómo va la pintura, Charles?
—¿Qué pintura?
—La que estás haciendo.
—He comenzado un esbozo de Julia, pero la luz ha estado muy difícil todo el día.
—¿De Julia? Pensaba que ya lo habías hecho. Me figuro que supone un cambio, algo mucho más difícil.
Su conversación abundaba en largas pausas, durante las cuales su mente parecía permanecer inmóvil. Asombrosamente, siempre reanudaba el diálogo en el punto exacto en el que había dejado de hablar. Ahora, tras un largo minuto, dijo:
—El mundo está lleno de temas diferentes.
—Eso es muy cierto, Bridey.
—Si yo fuera pintor, elegiría un asunto totalmente distinto cada vez. Cosas que tuvieran mucha acción, como…
Otra pausa. Yo me preguntaba qué iba a decir. ¿La Carga de la Brigada Ligera? ¿La regata de Henley? Y entonces nos sorprendió diciendo:
—…como Macbeth.
Había algo increíblemente absurdo en la idea de Bridey como pintor de cuadros de acción. El era casi siempre absurdo, y, sin embargo, de alguna manera, su lejanía y su inmovilismo vital le prestaban cierta dignidad. Aún era medio niño y ya medio anciano; no parecía existir en él la más mínima chispa de vida contemporánea. Poseía una especie de rectitud compacta y una impermeabilidad, una indiferencia hacia el mundo, que imponían respeto. Aunque a menudo nos reíamos de él, nunca llegó a ser del todo ridículo; incluso a veces resultaba temible.
Hablamos de las noticias sobre Europa central hasta que, de repente, interrumpiendo aquel tema estéril, Bridey preguntó:
—¿Dónde están las joyas de mamá?
—Esto era suyo —dijo Julia—, y esto. Cordelia y yo tenemos todas sus cosas personales. Las joyas de la familia están en el banco…
—Hace tanto tiempo que no las he visto… En realidad, me parece que nunca las he visto todas. ¿Qué hay? Si no recuerdo mal, unos rubíes bastante famosos.
—Sí, un collar. Mamá lo llevaba a menudo. ¿No te acuerdas? Y también las perlas; siempre las guardaba en casa. Pero la mayoría de las cosas vegetaban en el banco año tras año. Hay unas piezas feísimas de diamantes, recuerdo, y un collarín de diamantes victoriano que nadie se atrevería a llevar ahora. Hay un montón de excelentes gemas. ¿Por qué?
—Me gustaría echarles un vistazo un día de éstos.
—Oye, ¿papá no las irá a empeñar, verdad? ¿No habrá vuelto a meterse en líos?
—No, no, nada de eso.
Bridey comía con lentitud y abundancia. Julia y yo le observábamos por entre las velas. De pronto dijo: —Si yo fuera Rex…
Parecía obsesionado con tales suposiciones: «Si yo fuera el arzobispo de Westminster», «si yo fuera el director de la compañía de ferrocarriles», «si yo fuera actriz», como si se debiera a un simple capricho del destino que no fuera ninguna de estas cosas, y como si una mañana fuera a despertar descubriendo que el error había sido reparado.
—Si yo fuera Rex, procuraría vivir en mi propio distrito electoral.
—Rex dice que no hacerlo le ahorra cuatro días de trabajo a la semana.
—Lamento que no esté aquí. Tengo algo que anunciar. —Bridey, no seas tan misterioso. Dilo ya.
Hizo otra vez la mueca que acaso significaba: «no delante de los criados». Más tarde, cuando ya habían servido el oporto y nos encontramos los tres solos, Julia dijo:
—Yo no me voy hasta que haya oído la noticia.
—Bueno —dijo Bridey, echándose hacia atrás en la silla y mirando fijamente su vaso—. Sólo tenéis que esperar hasta el lunes para verlo en blanco y negro en los periódicos. Me he comprometido en matrimonio. Espero que esto os alegre.
—Bridey. Pero qué… ¡qué emocionante! ¿Con quién?
—Oh, no la conocéis.
—¿Es bonita?
—No creo que se le pueda llamar exactamente bonita. «Bien parecida» es la palabra que me viene a la mente con respecto a ella. Es una mujer corpulenta.
—¿Gorda?
—No, corpulenta. Se apellida Muspratt; su nombre de pila es Beryl. La conozco desde hace mucho tiempo, pero hasta el año pasado tenía marido. Ahora es viuda. ¿Por qué te ríes?
—Lo siento. No es que sea cosa de risa. Sólo que es muy inesperado. ¿Es… es más o menos de tu edad?
—Sí, creo que sí. Tiene tres hijos, el mayor acaba de ingresar en Ampleforth. No es ni mucho menos una mujer rica.
—Pero, Bridey, ¿cómo la conociste?
—Su difunto marido, el almirante Muspratt, coleccionaba cajas de cerillas —dijo, con toda seriedad.
Julia se hallaba al borde de la risa; recobró el aplomo y preguntó:
—¿No irás a casarte con ella por sus cajas de cerillas?
—No, no; legaron la colección entera a la biblioteca municipal de Falmouth. Le tengo mucho afecto. A pesar de las adversidades, es una mujer muy alegre y le gusta mucho hacer teatro. Está vinculada con la Asociación Católica de Actores.
—¿Lo sabe papá?
—Recibí una carta de él esta mañana en la que me daba su consentimiento. Hace tiempo que me estaba diciendo que debería casarme.
Julia y yo advertimos simultáneamente que en nuestra primera reacción habían prevalecido la curiosidad y la sorpresa, y le felicitamos en tono más cariñoso, del que la burla estaba casi totalmente ausente.
—Gracias —dijo—, gracias. Creo que soy muy afortunado.
—Pero ¿cuándo vamos a conocerla? En serio, podrías haberla traído contigo.
No contestó: sorbía su oporto con la mirada perdida.
—Bridey, viejo zorro presumido —dijo Julia— ¿por qué no la has traído?
—Oh, no podía hacerlo, ya sabes.
—Y por qué no podías? Me muero de ganas de conocerla. Vamos a llamarla ahora mismo para invitarla. Pensará que somos muy raros si la dejamos sola en una ocasión así.
—Tiene a los niños —dijo Brideshead—. Además, es verdad, sí, eres muy rara, ¿no crees?
—¿Qué estás diciendo?
Brideshead levantó la cabeza, miró solemnemente a su hermana y prosiguió con la misma expresión, como si no hubiera dicho nada especialmente distinto de las frases precedentes.
—No la podía invitar, tal como están las cosas. No sería apropiado. Después de todo, aquí no soy más que un huésped. De momento, esta casa es de Rex. Lo que aquí ocurra es asunto suyo. Pero yo no podía traer a Beryl.
—No acabo de entender —dijo Julia, con cierta acritud. La burla cariñosa de antes había desaparecido; parecía alerta, casi asustada—. Naturalmente que Rex y yo queremos que venga.
—Oh, sí, no lo dudo. El problema es otro. —Acabó su oporto, llenó su vaso, y empujó la jarra hacia mí—. Debes comprender que Beryl es una mujer de severos principios católicos, reforzados por los prejuicios de la clase media, y me sería imposible traerla aquí. Me es totalmente indiferente si eliges vivir en pecado con Rex o con Charles, o hasta con ambos. Siempre he procurado no enterarme de los detalles de tu
ménage
, pero bajo ninguna circunstancia consentiría Beryl en ser tu invitada.
Julia se levantó.
—Cretino pomposo. Eres, eres… —dijo; se contuvo y se dirigió a la puerta.
Al principio pensé que le había sobrevenido un ataque de risa; luego, al abrirse la puerta, vi consternado que estaba llorando. Vacilé. Pasó rápidamente por delante de mí sin siquiera mirarme.
—Es posible que haya dado la impresión de que yo fuera a contraer un matrimonio de conveniencia —prosiguió Brideshead, plácidamente—. No puedo hablar en nombre de Beryl; sin duda, la seguridad de mi posición ha ejercido cierta influencia sobre ella. Incluso ha confesado que en efecto así es. Pero en lo que a mí respecta, me mueve una atracción ardiente.
—Bridey, ¿cómo demonios has podido ofender a Julia de ese modo?
—No he dicho nada ofensivo. No hacía más que referirme a un hecho bien conocido por ella.
Julia no estaba en la biblioteca. Subí a su habitación, pero tampoco estaba allí. Aguardé un momento junto a su tocador atiborrado de cosméticos, y entonces, por las ventanas abiertas, mientras la luz crepuscular se extendía desde la terraza hasta la fuente que en aquella casa nos proporcionaba siempre consuelo y refresco, avisté brevemente su falda blanca contra las piedras. Era casi de noche. La hallé en el refugio más oscuro, sentada en un banco de madera de la ensenada de setos de boj que rodeaban la fuente. La tomé entre mis brazos y apretó su cara contra mi corazón.
—¿No tienes frío aquí afuera?
No contestó, aunque se estrechó aun más contra mí, con el cuerpo estremecido por el llanto.
—Amor mío, ¿qué pasa? ¿Por qué te ha herido tanto? ¿Qué importa lo que diga ese viejo idiota?
—No me importa. No importa. Sólo que ha sido tan inesperado… No te burles de mí.
En los dos años que duraba nuestro amor, que parecían toda una vida, nunca la había visto tan trastornada ni me había sentido tan impotente para ayudarla.
—¿Cómo se atreve a hablarte de ese modo? Viejo hipócrita insensible…
Pero ése no era el modo de consolarla.
—No, no es eso. Tiene toda la razón. Saben perfectamente bien lo que hacen, Bridey y su viuda. Lo tienen todo escrito en blanco y negro; lo compraron por un penique a la puerta de la iglesia. Ahí lo puedes comprar todo por un penique, en blanco y negro, y nadie se molesta en averiguar si lo has pagado; sólo una viejecita con una escoba al otro lado de la iglesia, trajinando unto a los confesionarios, y una mujer joven que enciende una vela delante de los Siete Dolores. Eches o no un penique en el cepillo, recoges tu folleto de la mesa. Ahí lo tienes, en blanco y negro.
»Y lo tienes todo en una sola palabra, además, una palabra terminante, mortal, que abarca toda una vida.
»
Vivir en pecado
; no simplemente obrar mal, como hice cuando me fui a América; hacer mal sabiendo que está mal, dejar de hacerlo, olvidarlo. No es eso lo que ellos quieren decir. No es lo que Bridey compró por un penique. El quiere decir exactamente lo que viene escrito en blanco y negro.
»
Vivir en pecado
, con el pecado, siempre el mismo, como un niño subnormal, criado con todos los mimos, protegido del mundo. "Pobre Julia", dicen. "No puede salir, tiene que ocuparse de su pecado. Es una lástima que no muriera al nacer, pero es tan fuerte… Los niños así siempre lo son. Julia cuida tan bien de su pequeño, loco pecado…"
«Hace una hora», pensé, «bajo el sol poniente, estaba aquí sentada, dando vueltas al anillo en el agua y contando los días de felicidad; ahora, bajo las primeras estrellas y el último murmullo gris del día, ¡todo este misterioso torrente de pena!» ¿Qué nos había sucedido en el salón pintado? ¿Qué sombra había oscurecido la luz de las velas? Dos frases groseras y una expresión trillada.
Estaba fuera de sí; su voz, ora ahogada en mi pecho, ora clara y angustiada, me trasmitió palabras sueltas y frases entrecortadas.
—Pasado y futuro; los años en que intenté ser una buena esposa, envuelta en el humo de los habanos, mientras las fichas repiqueteaban sobre la mesa de chaquete y el «muerto» de la mesa de los hombres rellenaba los vasos; cuando traté de llevar a su hijo dentro de mí, destrozada por algo ya muerto, olvidándole a él, encontrándote a ti, los dos últimos años a tu lado, todo el futuro contigo, todo el futuro contigo o sin ti, la guerra que llega, la guerra que termina: pecado.
»Una palabra que viene de tan lejos, de Nanny Hawkins cosiendo junto a la chimenea y la lamparilla consumiéndose ante el Sagrado Corazón. Cordelia y yo con el catecismo, en la habitación de mamá, antes del almuerzo de los domingos. Mamá acarreando mi pecado a la iglesia, en la capilla, doblegada bajo su peso y el velo de encaje negro; mamá en Londres, saliendo furtivamente de casa antes de que encendieran las chimeneas; llevándolo con ella por las calles vacías, donde aguardaban los caballos del lechero, con las patas delanteras sobre la acera. Mamá agonizando con mi pecado que le devoraba las entrañas mucho más cruelmente que su propia enfermedad mortal.
»Mamá muriendo por ello; Cristo muriendo por ello, clavado de manos y pies; colgado encima de la cama en la habitación de los niños; colgado año tras año en el cuartito oscuro, con su mantel de hule, en la iglesia de Farm Street; colgado en la iglesia oscura donde sólo la vieja mujer de la limpieza levanta el polvo y una sola vela se consume; colgado para siempre; sin conocer la fría sepultura y las ropas mortuorias extendidas sobre la piedra. Nada de óleos ni especias en una cueva oscura; siempre el sol de mediodía y el ruido de los dados jugándose la túnica sin costura.
»No hay retorno al pasado; todos los caminos están cerrados; los santos y los ángeles montan guardia en las paredes; desechado, abandonado, pudriéndose; el viejo con erisipela que todas las noches sale, blandiendo un palo ahorquillado para remover las basuras, esperando encontrar algo que meter en su saco, algo vendible, se aleja con una mueca de asco.
»Muerto y sin nombre, como la niña que envolvieron y se llevaron antes de que yo la hubiera visto.
Sus palabras fueron cesando entre lágrimas. No pude hacer nada. Yo navegaba a la deriva en un mar extraño. Mis manos, sobre los hilos dorados de su túnica, estaban frías, mis ojos secos; mi espíritu se hallaba tan lejos de ella en aquel momento en que ella se agarraba fuertemente a mí en la oscuridad, como hacía años, cuando le había encendido el cigarrillo en el camino desde la estación; tan lejos como cuando no pensaba en ella, en los secos y vacíos años transcurridos en la vieja rectoría y en la selva.
Las lágrimas brotan de las palabras; ya silenciosa, pronto dejó de llorar. Se enderezó, apartándose de mí, cogió mi pañuelo, se estremeció y se puso en pie.
—Bueno —dijo, con voz casi normal—. Bridey sabe lanzar zambombazos ¿verdad?
La seguí hasta la casa y hasta su habitación; se sentó delante del espejo.
—Teniendo en cuenta que acabo de sufrir un ataque de histeria, no presento tan mal aspecto.
Sus ojos eran demasiado grandes y brillantes, sus mejillas muy pálidas, con dos puntos encendidos donde, de muchacha, solía ponerse un toque de colorete.
—La mayoría de las mujeres en este estado tienen aspecto de haber pescado un resfriado. Será mejor que te cambies de camisa antes de bajar. Está manchada de lágrimas y de carmín.