Retorno a Brideshead (20 page)

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Authors: Evelyn Waugh

Tags: #Clásico, Religión, Otros

BOOK: Retorno a Brideshead
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Llegué a Paddington y al volver a casa encontré a Sebastian y desaparecieron todos mis presentimientos trágicos porque él estaba tan alegre y libre como cuando le conocí.

—Cordelia te manda su cariño muy especial.

—¿Tuviste «una pequeña charla» con mamá?

—Sí.

—¿Te has pasado a su bando?

El día anterior habría contestado: «No hay dos bandos». Aquel día, sin embargo, le dije:

—No; estoy contigo. Sebastian
contra mundum
.

Aquélla fue la primera y última conversación que mantuvimos sobre el tema.

Pero las sombras estaban cercando a Sebastian. Regresamos a Oxford y los alhelíes florecieron de nuevo bajo mis ventanas, los castaños alegraban las calles y los viejos muros rociaban los adoquines de lascas que se desprendían por el calor. Pero no era como antes: en el corazón de Sebastian reinaba un frío invernal.

Pasaban las semanas. Buscamos alojamiento y hallamos unas habitaciones en una casita tranquila y cara de Merton Street, cerca de la pista de tenis.

Cuando me encontré con Samgrass, con quien no tratábamos mucho últimamente, se lo conté. Estaba en la librería Blackwell's, al lado de una mesa donde se exhibían libros en alemán recién publicados, e iba apartando una pequeña pila de los que le interesaba comprar.

—¿Así que vas a compartir vivienda con Sebastian? —preguntó—. Entonces ¿sigue estudiando?

—Supongo que sí. ¿Por qué no habría de seguir?

—No lo sé; tenía la impresión de que posiblemente lo iba a dejar, pero no sé por qué. Siempre me equivoco en esta clase de cosas. Me gusta la calle Merton.

Me enseñó los libros que iba a comprar, pero como yo no sabía nada de alemán, no me interesaron. Al marcharme me dijo:

—No quisiera que me considerases un entrometido, pero yo no tomaría una decisión definitiva en cuanto a Merton Street hasta estar completamente seguro.

Le conté la conversación a Sebastian.

—Sí, hay una conspiración. Mamá quiere que vaya a vivir con monseñor Bell.

—¿Por qué no me lo dijiste?

—Porque
no
pienso ir a vivir con monseñor Bell.

—Aun así me lo podías haber dicho. ¿Cuándo empezó todo esto?

—Huy, desde hace tiempo. Mamá es muy lista, ¿sabes? Se dio cuenta de que había fracasado contigo. Imagino que fue la carta que le escribiste después de leer el libro sobre el tío Ned.

—Pero si apenas hablaba de ello…

—Por eso precisamente. Le hubieras servido de algo si hubieras hablado muchísimo sobre ello. El tío Ned es como una prueba, ¿entiendes?

Pero, por lo visto, lady Marchmain no se había rendido del todo, ya que algunos días más tarde recibí una nota suya que decía: «Pasaré el martes por Oxford y espero veros a Sebastian y a ti. Me gustaría verte a solas cinco minutos antes de verle. ¿Es demasiado pedir? Iré a tu casa alrededor de las doce».

Se presentó, en efecto, y admiró mis habitaciones:

—…Mis hermanos Simon y Ned estuvieron aquí ¿sabes? Ned ocupaba cuartos que daban sobre el jardín. Yo quería que Sebastian también hubiera venido a este College, pero mi marido estuvo en Christ Church y, como sabes, fue él quien tomó las decisiones sobre la educación de Sebastian.

Admiró mis dibujos.

—A todo el mundo le encantan tus pinturas de la salita del jardín. Nunca te perdonaremos si no las acabas.

Finalmente salió a relucir el tema que la había traído. —Supongo que ya habrás adivinado lo que vengo a preguntarte. Te lo diré sin rodeos: ¿bebe mucho últimamente Sebastian? Era cierto que yo lo había adivinado; contesté:

—Si lo hubiera estado haciendo, no le habría contestado. Pero puedo decirle: «No».

—Te creo. ¡Gracias a Dios!

Y fuimos juntos a comer a Christ Church.

Aquella noche deparó a Sebastian el tercer desastre. Fue descubierto por el ayudante del decano a la una, totalmente ebrio, deambulando por el patio de su College, bajo la campana Tom.

Yo le había dejado taciturno pero completamente sobrio poco antes de las doce. Durante la siguiente hora se había bebido media botella de whisky él solo. No se acordaba mucho de nada cuando vino a contármelo a la mañana siguiente.

—¿Lo has hecho con frecuencia —le pregunté—, eso de beber tú solo después de marcharme yo?

—Un par de veces; quizá cuatro. Sólo ocurre cuando empiezan a atosigarme. Estaría perfectamente si me dejaran en paz.

—Ahora no te dejarán.

—Lo sé.

Ambos sabíamos que aquello era una crisis. Aquella mañana Sebastian no me inspiraba afecto. El lo necesitaba, pero yo no podía dárselo.

—En serio —dije—, que vayas a emprender una juerga en solitario cada vez que veas a un miembro de tu familia, es totalmente desesperanzador…

—Ah, sí —asintió Sebastian, con profunda tristeza—. Lo sé. Desesperanzador.

Pero mi orgullo estaba herido porque había quedado como un mentiroso y porque no era capaz de responder a su necesidad de comprensión.

—Bueno, ¿y qué te propones hacer?

—Nada. Ellos lo harán todo.

Y permití que se marchara sin consuelo.

Entonces toda la maquinaria empezó a ponerse otra vez en marcha y vi cómo todo lo ocurrido en diciembre iba repitiéndose. El señor Samgrass y monseñor Bell hablaron con el decano de Christ Church; Brideshead vino a pasar una noche en Oxford; las ruedas pesadas se ponían en marcha y las pequeñas giraban deprisa. Todo el mundo se compadecía de lady Marchmain, el nombre de cuyos hermanos resaltaba en letras de oro en el monumento a los caídos, la memoria de cuyos hermanos estaba todavía fresca en muchos corazones…

Acudió a verme y, aquí también, debo reducir a unas pocas palabras una conversación que nos llevó a través del parque y por encima del río hasta el norte de Oxford, donde ella pernoctaba en un convento de monjas que de alguna manera estaban bajo su protección.


Debe
creerme —le dije—. Cuando le conté que Sebastian no bebía le decía la verdad. Yo lo creía así.

—Sé que quieres ser un buen amigo.

—No lo digo por eso. Yo creía lo que le conté. Y hasta cierto punto sigo creyéndolo. Creo que se ha emborrachado dos o tres veces, no más.

—Es inútil, Charles. Lo único que esto significa es que ni tienes tanta influencia sobre él ni le conoces tanto como yo pensaba. No serviría de nada que tú y yo nos esforzáramos en creer lo que dice. Yo conozco a los borrachos. Uno de sus defectos más terribles es su capacidad para engañar. El amor a la verdad es lo primero que pierden. Después de aquel feliz almuerzo los tres juntos, cuando te marchaste, se mostró muy cariñoso conmigo, exactamente igual que cuando era niño, y yo accedí a todo lo que me pedía. Sabes que tenía mis dudas acerca de que compartiera habitaciones contigo, y estoy segura de que me entenderás. Tú sabes que todos te queremos mucho y no sólo por ser el amigo de Sebastian. Te echaríamos muchísimo de menos si alguna vez dejaras de venir a visitarnos. Pero quiero que Sebastian tenga toda clase de amigos, no sólo uno. Monseñor Bell me dice que nunca frecuenta a los demás católicos, que nunca va al Newman, que incluso apenas va a misa. Dios nos libre de que sólo conociera a católicos, pero debe conocer por lo menos a
algunos
. Es preciso tener una fe muy fuerte para quedarse totalmente solo, y la de Sebastian no es fuerte. Pero me sentí tan feliz el martes, que olvidé todas mis objeciones. Le acompañé a ver los cuartos que habíais escogido. Son encantadores. Y acordamos qué muebles podríais Ilevaros de la casa de Londres para mejorarlos. Y entonces, aquella mismísima noche, después de pasar el día conmigo… ¡No, Charles, no cabe dentro de la lógica de las cosas!

Al decirlo, yo pensaba: «Esta es una frase que ha aprendido de uno de sus admiradores intelectuales».

—Bueno —dije—, ¿tiene algún remedio?

—En el College se están portando maravillosamente. Dicen que no le expulsarán si se va a vivir con monseñor Bell. No ha sido sugerencia mía sino del propio monseñor. Me pidió expresamente que te dijera que siempre serás muy bien recibido. No hay sitio para ti en el viejo palacio, pero imagino que tampoco te gustaría vivir allí.

—Lady Marchmain, si quiere que él se convierta en un alcohólico, por esa vía lo conseguirá. ¿No se da cuenta de que la idea de sentirse
vigilado
le sería fatal?

—Vaya, es inútil querer explicarlo. Los protestantes siempre piensan que los curas católicos son unos espías.

—No quería decir eso —intenté explicarme mejor, pero sin mucho éxito—. El tiene que sentirse libre.

—¡Pero si siempre ha sido libre hasta ahora, y no ha dado resultado!

Habíamos llegado a una encrucijada, a un punto muerto. Sin apenas intercambiar más palabras, la acompañé al convento y luego a Carfax en autobús.

Sebastian me estaba esperando en mi domicilio.

—Voy a mandar un cable a papá —dijo—. El no consentirá que me obliguen a vivir en casa de ese cura.

—Pero ¿y si lo ponen como condición para que puedas seguir estudiando?

—Pues no iré. ¿Me ves a mí haciendo de monaguillo dos veces por semana, tomando el té con tímidos católicos de primer año, cenando con el conferenciante de paso por el Newman, bebiendo una copa de oporto cuando haya invitados, con monseñor Bell pendiente de que no me sirvan demasiado? ¿Que hablen de mí cuando no estoy, y expliquen mi presencia como la de un beodo a quien se ha aceptado como huésped porque su madre es encantadora?

Le dije que no podría ser.

—¿Qué te parece si nos emborrachamos de verdad esta noche?

—Esta sí que es una ocasión en que no puede hacer el menor daño.


Contra mundum
?


Contra mundum
.

—Dios te bendiga, Charles. Ya no nos quedan muchas noches.

Y aquella noche, por primera vez desde hacía semanas, nos emborrachamos juntos, deliberadamente. Le acompañé hasta la puerta de entrada en el momento en que todas las campanas daban la medianoche, y volví tambaleándome a casa bajo un cielo estrellado que nadaba locamente entre las torres. Por último, me dormí vestido, cosa que no había hecho desde hacía un año.

Al día siguiente, lady Marchmain se marchó de Oxford en compañía de Sebastian. Brideshead y yo fuimos a sus habitaciones para decidir lo que había que mandarle y lo que dejaría allí.

Brideshead actuaba de forma tan solemne e impersonal como siempre.

—Es una lástima que Sebastian no conozca mejor a monseñor Bell. Descubriría que la convivencia con él puede resultar muy agradable. Yo viví con él durante mi último año. Mi madre está convencida de que Sebastian es un borracho acérrimo. ¿Lo es?

—Corre el riesgo de llegar a serlo.

—Creo que Dios prefiere los borrachos a mucha gente respetable.

—¡Por el amor de Dios! —protesté, porque aquella mañana tenía muchas ganas de llorar—. ¿Por qué mezclar a Dios en todo?

—Lo siento. Me olvidé. Pero ¿sabes que tu pregunta es realmente muy divertida?

—¿Ah, sí?

—Para mí, sí. Aunque para ti no lo sea.

—No, para mí, no lo es. Me parece que sin vuestra religión Sebastian tendría la posibilidad de ser un hombre feliz y sano.

—Es discutible —replicó Brideshead—. ¿Crees que volverá a necesitar esta pata de elefante?

Aquel atardecer atravesé el patio para ver a Collins. Estaba solo con sus libros, trabajando a la luz menguante que entraba por la ventana abierta.

—Hola —me saludó—. Entra. No te he visto en todo el trimestre. Me temo que no tengo nada que ofrecerte. ¿Por qué has abandonado a tus elegantes amigos?

—Soy el hombre más solitario de Oxford. Han expulsado a Sebastian Flyte.

Más tarde le pregunté qué pensaba hacer durante las vacaciones de verano. Me lo dijo; parecía espantosamente aburrido. Luego le pregunté si tenía habitaciones para el próximo trimestre. Sí, me contestó, un poco lejos pero muy cómodas. Las compartiría con Tyngate, el secretario de la Union, sociedad de debates del College.

—Queda una habitación vacía. Barker iba a venir, pero ahora que ha presentado su candidatura a presidente de la Union, piensa que debe vivir más cerca de la universidad.

Los dos teníamos la idea de que quizá yo pudiera ocupar aquel cuarto.

—¿Dónde te vas a alojar?

—Iba a vivir con Sebastian Flyte en Merton Street. Pero todo eso se ha venido abajo.

Ambos seguimos sin sugerir la solución y el momento pasó. Cuando me marché, me dijo:

—Espero que encuentres a alguien para Merton Street.

—Espero que encuentres a alguien para Iffley Road.

Y jamás volví a dirigirle la palabra.

Sólo quedaban diez días del trimestre; los pasé de cualquier manera y volví a Londres, como había hecho en circunstancias tan diferentes un año antes, sin ningún proyecto.

—Aquel amigo tuyo tan bien parecido —preguntó mi padre—, ¿no viene contigo?

—No.

—Llegué a pensar que había adoptado esta casa como hogar. Lo siento, me caía bien.

—Padre, ¿tienes algún interés especial en que me licencie?

—¿Que si yo tengo algún interés especial? Por todos los santos, ¿por qué iba yo a querer tal cosa? A mí no me serviría de nada. Por lo que veo, a ti tampoco te sirve de mucho.

—Es precisamente lo que he estado pensando. Pensaba que quizá sería una pérdida de tiempo volver a Oxford.

Hasta ese momento mi padre había dedicado un escaso interés a lo que yo estaba diciendo, pero ahora dejó el libro, se quitó las gafas y me miró fijamente.

—Te han expulsado —dijo—. Mi hermano me previno de que podría ocurrir.

—No, no me han expulsado.

—Pero, entonces, ¿a qué viene todo esto? —preguntó irritado. Volvió a colocarse las gafas y buscó lo que estaba leyendo en la página—. Todo el mundo se queda al menos tres años. Conocí a un estudiante que tardó siete años en licenciarse en teología.

—Sólo he pensado que si no voy a dedicarme a una profesión en la que es precisa la licenciatura, quizá sería mejor empezar ya lo que tengo la intención de hacer. Y mi intención es ser pintor.

Pero aquel día mi padre no reaccionó ante mi propuesta.

La idea, sin embargo, parecía haber tomado cuerpo en su mente, y la siguiente vez que hablamos del asunto ya se había asentado firmemente en su ánimo.

—Cuando seas pintor —me dijo un domingo durante el almuerzo— necesitarás un taller.

—Sí.

—Bueno, aquí no hay ningún taller. Ni siquiera hay una habitación adecuada para adaptarla. No voy a permitir que pintes en la galería.

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