»Me enseñó a no confiar nunca en los viejos afables… o en los colegiales encantadores, ¿en cuál de los dos?
»¿Tomamos otra botella de este vino u otra cosa? Mejor algo diferente: un poco de borgoña, ¿qué te parece? ¿Lo ves, Charles? Entiendo
todos
tus gustos. Debes venir a Francia conmigo y beber sus vinos. Iremos a la vendimia. Te llevaré a pasar unos días a Vincennes. He hecho las paces con ellos, y el duque tiene el mejor vino de Francia; él y el príncipe de Portallon… También te llevaré allí. Creo que los encontrarás divertidos y, naturalmente, tú vas
a encantarles
. Quiero presentarte a muchos de mis amigos. Le he hablado a Cocteau de ti, y está deseando conocerte. Entiéndelo, mi querido Charles, tú eres esa cosa tan rara: un artista. ¡Oh, sí, no te hagas el modesto! Detrás de ese exterior frío, británico y flemático, eres un artista. He visto esos dibujitos que tienes escondidos en tu habitación. Son
exquisitos
. Y tú, mi querido Charles, si me lo permites, tú
no
eres un exquisito, nada en absoluto. Los artistas no son exquisitos. Yo sí lo soy; Sebastian, en cierto modo, lo es también, pero el artista es un tipo eterno, sólido, decidido, observador… y, debajo de todo esto, apasionado, ¿eh, Charles?
»Pero ¿quién os reconoce? El otro día estaba hablando de ti con Sebastian, y dije: "Tú sabes que Charles
es un artista
. Dibuja como un joven Ingres". Y ¿sabes lo que dijo Sebastian? "Sí, Aloysius también hace dibujos muy bonitos. Pero, claro, su estilo es un poco más moderno."
Tan
encantador,
tan
divertido…
»Claro que quienes tienen encanto en verdad no necesitan tener cabeza. Stephanie de Vincennes me fascinó hace cuatro años. Fíjate, querido ¡si hasta usaba yo el mismo esmalte de uñas de los pies que ella! Empleaba sus palabras y encendía los cigarros del mismo modo que ella, e imitaba su voz al hablar por teléfono, de manera que el duque mantenía largas e íntimas conversaciones conmigo, creyendo que era ella. Fue eso, en gran parte, lo que le inspiró la idea, tan pasada de moda, de recurrir a las pistolas y los sables. Mi padrastro pensaba que era una excelente educación para mí. ¡Creía que así yo perdería lo que llamaba mis "costumbres inglesas"! Pobre hombre, es muy sudamericano… ¡Nunca oí a nadie hablar mal de Stephanie, excepto al duque; y
ella
, querido, es indudablemente una cretina!
Anthony había perdido su tartamudeo al sumirse en las aguas profundas de su viejo romance. Pero, a la hora del café y los licores, el defecto volvió a aflorar momentáneamente a la superficie.
—Chartreuse Verde d-d-de verdad, fabricado antes de la expulsión de los monjes. Al circular por la lengua tiene cinco gustos diferentes. Es como tragar un espectro. ¿Te gustaría que Sebastian estuviera con nosotros? Claro que te gustaría. ¿Me gustaría a mí? Me lo pregunto. ¡Cómo vuelven siempre nuestros pensamientos a ese manojo de encantos! Creo que me debes estar hipnotizando, Charles. Te traigo aquí, me gasto una suma considerable, querido, para hablarte sólo de mí mismo, y resulta que no hablo más que de Sebastian. Es extraño, porque en el fondo, no hay ningún misterio en él, aparte del hecho de haber nacido en una familia
tan siniestra
.
»No recuerdo si conoces a su familia. Me figuro que nunca permitirá que la conozcas. Es demasiado listo. Son francamente
horrendos
. ¿Nunca habías pensado que hay algo con un toque de horror alrededor de Sebastian? ¿No? Quizá sean imaginaciones mías. Será simplemente por lo mucho que, a veces, se parece a su familia.
»Está Brideshead, un poco arcaico, salido de una caverna sellada hace siglos. Tiene una cara que parece obra de un escultor azteca que se hubiera propuesto hacer el retrato de Sebastian; es un intolerante ilustrado, un bárbaro ceremonioso, un lama atrapado por las nieves… Bueno, todo lo que quieras. Y Julia, ¿sabes cómo es ella? Sería imposible no saberlo. Su fotografía aparece con tanta regularidad en las revistas como los anuncios de Pastillas Beecham. La impecable belleza de un rostro del
quattrocento
florentino; cualquier otra persona con esas facciones sentiría la tentación de convertirse en artista; pero lady Julia, no. Es tan lista como… bueno, tan lista como Stephanie. Ni un ápice de artificio en ella. Es tan alegre, tan cumplida, tan sincera… Me pregunto si será incestuosa. Lo dudo; lo único que quiere es poder. Debería existir una Inquisición establecida especialmente para quemarla. Hay otra hermana, me parece que aún en la escuela. No se sabe nada de ella
todavía
, aparte de que su institutriz se volvió loca y se ahogó no hace mucho. Así que, como puedes ver, a Sebastian le queda muy poco que hacer aparte de ser simpático y encantador.
»Y si hablamos de los padres, se abre un pozo sin fondo. Querido, ¡
qué
pareja!
¿Cómo se las arregla lady Marchmain?
Es uno de los grandes interrogantes de la época. ¿La has visto? Muy, muy hermosa. Nada artificial: su pelo apenas empieza a volverse gris en elegantes mechones plateados. Nada de carmín. Muy pálida, unos ojos enormes: es extraordinario lo grandes que parecen y que tenga los párpados cubiertos de venas azules, donde cualquier otra tendría que haberse aplicado un toque de pintura. Perlas y algunas grandes alhajas relucientes, objetos de herencia engastados en antiguas monturas, y una voz tan suave como una oración e igualmente poderosa. Lord Marchmain… bueno, algo entrado en carnes quizá, pero
muy atractivo
, un magnífico sibarita, byroniano, aburrido, de una indolencia contagiosa, todo lo contrario del tipo de hombre a quien uno imagina fácilmente humillado. Y aquella monja de Reinhardt lo ha destrozado totalmente, querido. No se atreve a asomar su enorme cara morada por ninguna parte. Es el último caso auténtico e histórico de alguien acosado por la sociedad. Brideshead se niega a verle, a las muchachas no se les permite, Sebastian sí le visita, naturalmente, siempre tan encantador… Nadie más se acerca a él. Fíjate, el pasado mes de septiembre lady Marchmain se hospedaba en el Palazzo Fogliere de Venecia. A decir verdad, allí resultaba un poquitín ridícula. Nunca se acercaba al Lido, claro, pero siempre estaba navegando por los canales en góndola, con sir Adrian Porson… Qué ínfulas, querido… Parecía madame Récamier. Una vez me crucé con ellos, y el
gondolier
de los Fogliere, a quien yo, por supuesto, conocía, me guiñó el ojo, querido, pero de una manera… Ella acudía a todas las fiestas vestida con una especie de crisálida de finísima seda, como si fuera una actriz celta o una heroína de Maeterlinck; e
insistía
en ir a la iglesia. Bueno, como sabes, Venecia es precisamente la ciudad de Italia donde
nadie
ha ido jamás a la iglesia. En fin, se puso bastante en ridículo, y entonces, ¿quién aparece en el yate de los Malton? El pobre lord Marchmain. Había alquilado un pequeño palacio, pero ¿tú crees que le dejaron entrar? Lord Malton los puso a él y a su
valet
en una lancha, querido, y lo obligó, sin más, a tomar el vapor para Trieste. Ni siquiera iba acompañado por su amante. Ella estaba pasando sus vacaciones anuales. Nadie averiguó jamás cómo se enteraron de que lady Marchmain estaba en Venecia. ¿Y sabes una cosa? Durante una semana lord Malton se mostró esquivo, como si fuera
él
quien hubiese caído en desgracia. Y, en efecto, había caído. La
principesca
Fogliere dio un baile y no invitó a lord Malton ni a nadie de su yate, ni siquiera a los de Pañoses.
¿Cómo se las arregla lady Marchmain?
Ha convencido al mundo entero de que lord Marchmain es un monstruo. ¿Y cuál es la verdad? Que estuvieron casados unos quince años, creo, y entonces lord Marchmain se fue a la guerra. Nunca volvió y se unió a una bailarina de singular talento. Existen miles de casos similares. Ella se niega a concederle el divorcio porque es muy piadosa. Bueno, de eso también ha habido precedentes. Por regla general, esta situación provoca simpatía hacia el adúltero, pero en el caso de lord Marchmain no es así. Podrías pensar que el viejo calavera la había torturado, robado su patrimonio, echado de casa, comido a sus hijos asados y rellenos, que se había ido de juerga engalanado con todas las flores de Sodoma y Gomorra; y en vez de eso ¿qué hizo? Engendró cuatro hijos espléndidos, le dejó el castillo de Brideshead y Marchmain House, en St. James, y todo el dinero que pudiera necesitar para sus gastos, mientras él cenaba tranquilamente en Larue, con su pechera inmaculada, en compañía de una atractiva dama de teatro de mediana edad, al estilo eduardiano más convencional del mundo. Y ella, entretanto, mantiene una cuadrilla de prisioneros esclavizados y extenuados para su único y exclusivo placer.
Les chupa la sangre
. Se pueden ver las marcas de sus dientes en los hombros de Adrian Porson cuando se baña en el mar. Y él, querido, fue el más grande, el
único
poeta de nuestro tiempo. Hay cinco o seis personajes más, de todas las edades y todos los sexos, que la siguen por todas partes como fantasmas. Una vez que ella les ha clavado los dientes en la carne no pueden escapar. Es brujería. No hay otra explicación.
»Comprenderás ahora que no le podemos reprochar a Sebastian que a veces parezca algo insulso… pero tú no se lo reprochas ¿verdad, Charles…? Con un ambiente familiar tan siniestro, ¿qué podía hacer sino convertirse en una persona sencilla y encantadora, sobre todo no siendo ninguna lumbrera? De esto no cabe duda, ¿verdad? A pesar de lo mucho que le queremos.
»Dímelo con toda franqueza: ¿le has oído decir a Sebastian
algo
que al cabo de cinco minutos no hayas olvidado por completo? ¿Sabes? Cuando le oigo hablar, me recuerda aquel dibujo, en cierto modo nauseabundo, de
Bubbles
. La conversación debería ser como un juego malabar: arriba las pelotas y los platos, unos encima de otros, hacia dentro y hacia fuera, sólidos objetos que brillan a la luz de los focos y caen estrepitosamente si no los coges a tiempo. Pero cuando habla nuestro querido Sebastian es como una pequeña y esférica pompa de jabón que sale de una vieja pipa de arcilla en cualquier dirección, flotando durante un segundo con los colores del arco iris, y luego… ¡puf! desaparece y no queda nada, nada en absoluto.
Y Anthony habló entonces de las auténticas experiencias de un artista, del reconocimiento, críticas y estímulos que debe esperar de sus amigos, de los riesgos que debe correr en búsqueda de emociones, de esto y de lo otro, mientras yo me iba sintiendo cada vez más amodorrado y dejaba vagar un poco mis pensamientos. Luego volvimos a casa en coche, pero mientras cruzábamos el puente Magdalen, sus palabras remitían al tema central de la cena:
—Bueno, querido, no dudo por un momento de que lo primero que harás mañana por la mañana será ir corriendo a ver a Sebastian para contarle
todo
lo que he dicho sobre él. Y te diré dos cosas. Una, que eso no hará cambiar en absoluto los sentimientos de Sebastian hacia mí. Y dos —y te ruego que lo recuerdes a pesar de que está clarísimo que te he aburrido mortalmente—, que inmediatamente empezará a hablar de su divertido osito. Buenas noches. Que sueñes con los angelitos.
Pero dormí muy mal. Una hora después de haberme echado en la cama, rendido por el sueño, volví a despertarme sediento, inquieto, con calor y frío alternativamente, excitado hasta un punto inhabitual en mí. Es cierto que había bebido mucho, pero la zozobra de aquella noche poblada de fantasmas no podían explicarla ni el brebaje, ni el Chartreuse, ni el Mavrodaphne Trifle, ni siquiera el hecho de que había estado inmóvil y en silencio durante la velada en vez de despejarnos, como normalmente hacíamos, brincando y saltando. Ningún sueño vino a distorsionar con formas terroríficas las imágenes de la velada. Permanecí tumbado, despierto y lúcido. Me repetía a mí mismo las palabras de Anthony, recordaba mentalmente su acento, y el énfasis y la cadencia de su hablar, mientras debajo de mis párpados cerrados veía su cara pálida, iluminada por la luz de las velas, tal como la había visto frente a mí durante la cena. En un momento, en el transcurso de las horas de la oscuridad, saqué los dibujos guardados en mi sala de estar, me senté junto a la ventana abierta y los miré uno a uno. En el patio todo estaba negro e inmóvil; las campanas sólo se despertaban cada cuarto de hora y cantaban por encima de los gabletes. Bebí agua de Seltz, fumé y me atormenté hasta que la luz del nuevo día y una suave brisa matinal me hicieron volver a la cama.
Al despertar, Lunt estaba de pie en el umbral.
—Le he dejado dormir. Me ha parecido que no tenía intención de ir a la iglesia.
—Tenías toda la razón.
—La mayoría de los estudiantes de primer año y bastantes de segundo y tercero han ido. Es por el nuevo capellán. –Nunca había habido una comunión colectiva…; sólo comulgaban los que querían, y había oficios religiosos de mañana y de tarde.
Era el último domingo del trimestre; el último del año. Cuando iba a darme un baño, el patio se fue llenando de estudiantes con toga y sobrepelliz que se dirigían tranquilamente de la capilla al comedor. Al volver a mi habitación, les hallé fumando en pequeños grupos. Jasper había venido en bicicleta desde la ciudad para estar con ellos.
Bajé la vacía calle Broad para ir a desayunar, como a menudo hacía los domingos, en un salón de té frente a Balliol. Las campanas de todas las iglesias resonaban en el aire, y el sol que proyectaba largas sombras sobre los espacios abiertos disipó mis temores nocturnos. La sala estaba silenciosa como una biblioteca. Algunos estudiantes solitarios de Balliol o Trinity, calzados con zapatillas, levantaron la cabeza cuando entré y luego volvieron a enfrascarse en sus periódicos del domingo. Comí los huevos revueltos y la mermelada amarga con ese entusiasmo que, en la juventud, sigue a una mala noche. Encendí un cigarrillo y me quedé sentado, mientras uno por uno los estudiantes de Balliol y de Trinity pagaban sus cuentas y salían arrastrando los pies para atravesar la calle hasta sus respectivos Colleges. Salí cuando eran casi las once. Durante mi paseo cesaron las campanadas, y por toda la ciudad sonó la que anunciaba, con un toque uniforme, el inicio del servicio religioso.
Parecía que las únicas personas que habían salido aquella mañana iban a la iglesia: estudiantes y graduados, amas de casa y tenderos, todos caminando a ese paso tan inequívocamente británico que tienen los que se dirigen a la iglesia, que no es un deambular ni apresurado ni ocioso. En la mano, forrados de piel de cordero negro y celuloide transparente, los libros litúrgicos de media docena de sectas opuestas, camino de St. Bernabas, St. Columba, St. Aloysius, St. Mary, Pusey House, Blackfriars, y Dios sabe a dónde más… A las iglesias de estilo normando restauradas, a las góticas recobradas, a las disfrazadas de Venecia y de Atenas; todos, a la luz del sol veraniego, acudían a los templos de su culto. Únicamente cuatro orgullosos infieles proclamaron su desacuerdo: cuatro hindúes que salían de Balliol con pantalón de franela blanca y chaqueta de sport recién planchados, con turbantes blancos como la nieve, y en sus manos rechonchas y oscuras, cojines de alegres colores, un cesto de comida y
Plays Unpleasant
de Bernard Shaw, en dirección al río.