—Un caballero de lo más divertido; es casi un placer limpiar lo que va dejando. Si no he entendido mal, comerá afuera, señor. Así se lo he advertido al señor Collins y al señor Partridge; querían tomar sus meriendas aquí, con usted.
—Sí, Lunt, comeré afuera.
Aquel almuerzo —al que habían sido invitados varios estudiantes más— fue el principio de una nueva época en mi vida. Acudí con cierta aprensión. El terreno me era extraño, y en mis oídos sonaba una voz advirtiéndome, en el tono que usaría Collins, que sería más elegante declinar la invitación. Pero en aquellos días yo iba en busca del amor, y me presenté lleno de curiosidad y de la aprensión —no reconocida por mi parte—, de que, allí, por fin, descubriría esa puerta baja escondida en el muro que otros, lo sabía, habían descubierto antes que yo, que llevaba a un jardín secreto y encantado, en alguna parte oculto, sin que ninguna ventana del corazón de aquella ciudad gris se asomara a él.
Sebastian residía en el Christ Church College, en la parte alta de Meadow Buildings. Estaba solo cuando llegué, y pelaba un huevo de chorlito que había cogido de un gran nido de musgo del centro de la mesa.
—Los acabo de contar —dijo—. Había cinco para cada uno y sobraban dos, así que me los estoy comiendo. Hoy tengo un apetito inexplicable. Confié sin reservas en Dolbear and Goodall y me siento tan drogado que empiezo a creer que todo lo de anoche no fue más que un sueño. Por favor, no me despiertes.
Era fascinante, de una belleza epicena que durante la extrema juventud canta el amor a viva voz y languidece al soplo del primer viento frío.
Su salón estaba atestado de un extraño revoltijo de objetos —un armonio de caja gótica, un pie de elefante que hacía de papelera, un cimborrio de frutas de cera, dos jarrones de Serves desmesuradamente grandes, dibujos enmarcados de Daumier— que parecían todavía más incongruentes al lado de los austeros muebles del College y la gran mesa de comedor. La repisa de la chimenea estaba cubierta de tarjetas de invitación de famosas anfitrionas londinenses.
—El bestia de Hobson ha puesto a Aloysius en la otra habitación —dijo—. Quizá sea lo mejor, ya que no le habría tocado ningún huevo de chorlito. ¿Sabías? Hobson odia a Aloysius. Ojalá tuviera un fámulo como el tuyo. Fue encantador conmigo esta mañana; otros se hubieran mostrado más severos.
Llegaron los comensales. Eran tres etonianos de primer año, jóvenes amables, elegantes y distantes, que habían asistido a un baile en Londres la noche anterior y hablaban de él como si se tratara del funeral de un pariente cercano pero no muy querido. Lo primero que cada uno de ellos hizo al entrar en la habitación fue irse directamente a los huevos de chorlito; luego advirtieron la presencia de Sebastian y, por último, la mía, con una educada falta de curiosidad que parecía significar: «Ni dormidos se nos ocurriría ser tan insolentes como para insinuar que no nos conoces».
—Los primeros este año —comentaron—. ¿Dónde los consigues?
—Me los manda mamá desde Brideshead. Los chorlitos empiezan a poner pronto en su casa.
Cuando ya se habían acabado todos los huevos y estábamos comiendo la langosta Newburg, llegó el último invitado.
—Querido —dijo—, no he podido escaparme antes. Estaba almorzando con mi ab-b-bsurdo tutor. Le extrañó mucho que me marchara tan de prisa. Le dije que tenía que ir a cambiarme para el f-f-fútbol.
Era alto, esbelto, atezado, de grandes ojos insolentes. Los demás llevábamos ásperos trajes de
tweed
y zapatos claveteados. El vestía un suave traje color chocolate de llamativas rayas blancas, zapatos de ante y una espectacular corbata de lazo. Mientras entraba en la habitación se quitó unos guantes de color limón. Medio francés, medio yanqui, medio, quizá, judío; totalmente exótico.
No necesitaba que me dijeran que se trataba de Anthony Blanche, el esteta
par excellence
de la universidad, la peor reputación desde Chewell Edge hasta Somerville. Me lo habían señalado a menudo cuando paseaba por la calle con su inconfundible paso de pavo real; había oído su voz en el George, desafiando las convenciones; y ahora, al conocerlo, bajo el hechizo de Sebastian, me descubrí disfrutando vorazmente de su presencia.
Después de comer salió al balcón provisto de un megáfono que había surgido misteriosamente de entre el
bric-à-brac
de la habitación de Sebastian, y con entonación lánguida recitó pasajes de
La tierra perdida
a la multitud enjerseyada y embufandada que se dirigía al río. Desde los arcos venecianos sollozaba:
Yo, Tiresias, que me he anticipado a todo sufrimiento
decreté desde este mismo d-diván o l-lecho
yo, que me senté al pie de la muralla de Tebas
y caminé entre los más í-ínfimos de entre los muertos…
Y luego, entrando ágilmente en la habitación:
—¡Se han quedado de piedra! Para mí, todos los remeros son Grace Darlings.
Seguimos sorbiendo Cointreau mientras el más afable y distante de los etonianos cantaba «Al hogar… le trajeron su guerrero muerto», acompañándose al armonio.
Eran las cuatro cuando nos despedimos.
Anthony Blanche fue el primero en marcharse. Se despidió formalmente de cada uno de nosotros, sazonando su saludo con algún halago. A Sebastian le dijo:
—Querido, me gustaría dejarte el cuerpo acribillado de agudas flechas como si fuera un a-a-alfiletero.
Y a mí:
—Me parece verdaderamente espléndido que Sebastian te haya descubierto. ¿Dónde te ocultas? Voy a entrar en tu madriguera para acosarte como una vieja co-co-comadreja.
Los demás se marcharon poco después. Me levanté para irme con ellos, pero Sebastian me retuvo.
—Toma un poco más de Cointreau. —Me quedé. Después dijo—: Tengo que ir al jardín botánico.
—¿Por qué?
—Para ver la hiedra.
Parecía una razón tan válida como cualquier otra, y le acompañé. Me cogió del brazo mientras caminábamos al abrigo de los muros de Merton.
—Nunca he estado en el jardín botánico —dije.
—¡Oh, Charles, cuánto tienes que aprender! Hay un arco precioso y más variedades de hiedra de las que creí que existieran. No sé lo que haría sin el jardín botánico.
Cuando finalmente regresé a mi alojamiento y lo encontré exactamente igual a como lo había dejado por la mañana, percibí una atmósfera insípida que antes no me había molestado. ¿Dónde estaba el fallo? Sólo los narcisos dorados parecían de verdad. ¿Era el biombo, quizá? Lo volví de cara a la pared. Ya estaba mejor.
Fue el fin del biombo. A Lunt nunca le había gustado, y a los pocos días se lo llevó a un misterioso escondite que tenía debajo de las escaleras, lleno de cubos y fregonas.
Ese día empezó mi amistad con Sebastian y, de este modo, llegamos a aquella mañana de junio cuando, tumbado a su lado, la sombra de los altos olmos, miraba cómo el humo iba elevándose hasta el ramaje.
Pronto reanudamos la marcha, y una hora después sentimos hambre. Nos detuvimos en una hostería que era granja al mismo tiempo y comimos huevos con
bacon
, nueces a la vinagreta y queso; bebimos cerveza en un umbrío salón en compañía del tictac de un viejo reloj envuelto en sombras y de un gato que dormía cerca del hogar apagado.
Proseguimos y llegamos a nuestro destino a primera hora de la tarde; portales de hierro forjado y dos clásicos e idénticos pabellones de guardas frente al prado comunal de la aldea, una avenida, más portales, los terrenos abiertos del parque, una curva en el camino… y, de repente, se extendió ante nosotros un paisaje desconocido y secreto. Nos hallábamos en la entrada de un valle y, a nuestros pies, a media milla de distancia, brillantes, grises y doradas a través del boscaje, se irguieron la cúpula y columnas de una vieja mansión.
—¿Y bien? —dijo Sebastian, deteniendo el coche.
Más allá de la cúpula se veían embalses de agua escalonados; a su alrededor, suaves colinas los protegían y ocultaban.
—¿Y bien?
—¡Vaya sitio para vivir! —exclamé.
—Tienes que ver el jardín que hay delante de la casa y la fuente. —Se inclinó hacia adelante y puso el coche en marcha—. Ahí vive mi familia.
Incluso entonces, absorto como estaba en la contemplación, las palabras que dijo me produjeron un sentimiento de desaliento, un momentáneo escalofrío de mal agüero: no dijo «Esta es mi casa», sino «Ahí vive mi familia.»
—No te preocupes —prosiguió—, están todos fuera. No estarás obligado a conocerlos.
—Pero si me encantaría…
—Pues no podrás. Están en Londres.
Pasamos por delante de la casa y nos detuvimos en un patio lateral.
—Está todo cerrado. Es mejor que entremos por aquí. —Y entramos por el ala de la servidumbre, por pasillos pavimentados con grandes losas de piedra y techos abovedados como los de una fortaleza—. Quiero que conozcas a Nanny Hawkins. Para eso hemos venido.
Subimos por unas escaleras sin alfombrar, de madera de olmo mil veces fregada, recorrimos más pasillos con suelo de anchas tablas de madera, cubierto en el centro con una estrecha tira de droguete, luego corredores con piso de linóleo, pasando por delante de los huecos de infinidad de escaleras menores y multitud de hileras de cubos carmesíes y dorados para incendios, hasta llegar a una última escalera en cuya cima había un pequeño portalón. La cúpula no era tal cosa; había sido diseñada para ser vista desde abajo, como las cúpulas del castillo de Chambord. Su tambor no era más que un piso adicional repleto de habitaciones rebajadas. Allí estaban las dependencias de los niños.
La vieja nodriza de Sebastian estaba sentada frente a la ventana abierta. A sus pies se extendían la fuente, los lagos, el templo y, en la lejanía, sobre la última estribación, un reluciente obelisco. Las manos abiertas sobre el regazo sostenían sin fuerza un rosario. Estaba dormida. Las largas horas de trabajo en la juventud, la autoridad de los años maduros y el reposo y seguridad de la vejez habían impreso su huella en la cara serena y arrugada.
—Vaya —dijo, despertándose—; esto sí que es una sorpresa.
Sebastian la besó.
—¿Quién ha venido contigo? —preguntó, mirándome—. No creo conocerle.
Sebastian nos presentó.
—Habéis llegado en el momento justo. Julia va a pasar aquí el día. ¡Cómo se divierten todos en Londres! Esto es bastante aburrido cuando no hay nadie. Sólo quedan la señora Chandler, dos de las muchachas y el viejo Bert. Y luego todos se irán de vacaciones, en agosto vendrán a limpiar la caldera, y tú te vas a Italia a ver a Su Señoría, y los demás por ahí; hasta octubre las cosas no volverán a la normalidad. Bueno, supongo que Julia tiene que divertirse igual que las otras jovencitas, aunque nunca he llegado a entender por qué siempre prefieren ir a Londres en lo mejor del verano, cuando el jardín está en flor… El padre Phipps estuvo aquí el jueves y le dije exactamente lo mismo —añadió, como si de esta manera su opinión hubiera adquirido autoridad sacerdotal.
—¿Dices que Julia está aquí?
—Sí, cariño, debes haberte cruzado con ella al llegar. Ha venido a la reunión de las Mujeres Conservadoras. Pidieron a la señora que viniera, pero no se encuentra bien. Julia no tardará; se marchará antes del té, apenas pronuncie el discurso.
—Me temo que también nos cruzaremos con ella al marchar.
—No hagas eso, hijo; se llevará una gran sorpresa al verte, aunque tenga que quedarse para el té. Se lo he dicho, es lo que más les gusta a las Mujeres Conservadoras. Bueno, ¿qué noticias me traes? ¿No levantas la cabeza de los libros?
—Me temo que no es mucho lo que estudio, Nanny.
—Ya, todo el día jugando al cricket, me imagino, igual que tu hermano. Pero él encontraba tiempo para estudiar. No ha venido aquí desde navidad, pero supongo que vendrá a la feria agrícola. ¿Viste aquel artículo sobre Julia en el periódico? Me lo ha traído para que lo lea. Claro que es mucho más bonita que en la fotografía, pero lo que escriben de ella está muy bien. «La encantadora hija de Lady Marchmain presentada en sociedad esta temporada… inteligente, además de guapa… la más popular de las debutantes.» Bueno, no es más que la pura verdad, aunque es una pena que se cortara el pelo; lo tenía precioso, exactamente igual que la señora. Le dije al padre Phipps que cortárselo así no era natural. Me dijo: «Las monjas lo hacen», y le contesté: «Pero bueno, padre, no querrá convertir a lady Julia en una monja… ¡Qué cosas se le ocurren!».
Sebastian y la anciana siguieron charlando. Era una habitación encantadora, cuyos extraños contornos se adaptaban a la forma de la cúpula. El papel de las paredes tenía un dibujo de lazos y rosas. En un rincón había un caballo de balancín, y encima de la chimenea colgaba una oleografía del Sagrado Corazón. Un ramo de cortadera y aneas ocultaba el hogar sin leña. Sobre la cómoda estaba distribuida la colección de pequeños regalos que le habían traído los niños en diversas ocasiones, todo meticulosamente limpio: conchas y pedazos de piedra tallados, cuero repujado, madera pintada, porcelana, lignito de encina, plata damasquinada, alabastro, coral, recuerdos de muchas vacaciones…
Luego la niñera dijo:
—Toca el timbre, hijo, y tomaremos el té. Normalmente bajo a tomarlo con la señora Chandler, pero hoy lo tomaremos aquí arriba. La muchacha que suele ayudarme se ha ido a Londres con los demás. La nueva acaba de llegar de la aldea. Al principio no sabía hacer nada, pero se está desenvolviendo muy bien. Toca el timbre.
Pero Sebastian dijo que teníamos que irnos.
—¿Y Julia? Se va a disgustar
muchísimo
cuando se entere. Le hubieras dado una sorpresa
tan
grande…
—Pobre Nanny —dijo Sebastian cuando salimos del cuarto de los niños—. Lleva una vida tan aburrida… Pensaría en serio en llevármela a vivir conmigo a Oxford, si no fuera porque siempre estaría tratando de mandarme a la iglesia. Tenemos que apresurarnos antes de que vuelva mi hermana.
—¿De quién te avergüenzas, de ella o de mí?
—Me avergüenzo de mí mismo —declaró gravemente Sebastian—. No quiero que te relaciones con los miembros de mi familia. Son tan demencialmente encantadores. Me han ido quitando cosas durante toda mi vida. Una vez que se apoderen de ti gracias a su terrible encanto, te convertirán en amigo
suyo
, no mío, y no lo voy a permitir.
—De acuerdo —dije—. Me doy por satisfecho. ¿Pero tampoco se me permite seguir viendo la casa?