—Es el lugar perfecto para enterrar una hucha llena de oro —dijo Sebastian—. Me gustaría enterrar un objeto precioso en cada lugar donde haya sido feliz y, cuando sea viejo, feo y triste, volver para desenterrarlo y recordar.
Era mi tercer trimestre en la universidad, pero no considero iniciada mi vida en Oxford antes de mi primer encuentro con Sebastian, que se había producido, por casualidad, a mediados del trimestre anterior. Pertenecíamos a Colleges distintos y procedíamos de diferentes escuelas. Podría haber consumido mis tres o cuatro años de universidad sin haberlo conocido nunca, de no haberse dado la casualidad de que se emborrachó una noche en mi College y de que mis habitaciones se hallaban en la planta baja y daban al patio principal.
Mi primo Jasper me había advertido de los peligros de estas habitaciones cuando llegué por primera vez. El fue el único que me consideró digno de recibir algunos detallados consejos. Mi padre no me ofreció ninguno. En aquella ocasión, como en todas, evitó mantener una conversación seria conmigo. Sólo se refirió al tema cuando faltaban menos de dos semanas para empezar las clases; entonces me dijo, con cierta timidez y bastante malicia:
—He estado hablando de ti. Me encontré con tu futuro director en el Athenaeum Club, aquí en Londres. Yo quería hablar de las ideas etruscas acerca de la inmortalidad y él quería hablar de conferencias culturales para las clases trabajadoras, así que encontramos un justo medio y acabamos hablando. de ti. Le pregunté qué cantidad debería darte como asignación. Me contestó: «Trescientas al año; en ningún caso debes darle más; es lo que recibe la mayoría de los estudiantes». Lo consideré una respuesta deplorable. Yo recibí más que la mayoría de los estudiantes cuando estuve en Oxford y, si no recuerdo mal, no hay ningún otro lugar en el mundo, ni época de la vida, en la que la diferencia de unos cientos de libras, en un sentido u otro, influya tanto en la importancia y popularidad de que uno goza. Acaricié el proyecto de darte seiscientas —dijo mi padre, con la voz gangosa que ponía cuando se divertía—, pero luego se me ocurrió que, si llegaba a oídos del director, podría parecerle una descortesía deliberada. Así que te daré quinientas cincuenta.
Le di las gracias.
—Sí, reconozco que es un detalle generoso por mi parte, pero todo sale del capital ¿sabes?… Supongo que éste es el momento adecuado para darte algún consejo. A mí nadie me dio jamás ninguno, excepto una vez tu primo Alfred. Fíjate, el verano antes de que yo ingresara en la universidad, tu primo Alfred se desplazó expresamente desde Boughton para darme un consejo. ¿Y sabes qué me aconsejó? «Ned», me dijo, «te ruego sólo una cosa: que lleves sombrero de copa
todos
los domingos mientras dure el curso. Se juzga a un estudiante por cosas de ese tipo, más que por cualquier otra». Y ¿sabes una cosa? —prosiguió mi padre, resollando profundamente—.
Siempre lo llevé
. Algunos lo hacían y otros no. Jamás noté la menor diferencia ni oí ningún comentario al respecto, pero yo
siempre llevaba puesto el mío
. Eso demuestra el efecto que puede producir un consejo juicioso, debidamente formulado en el momento preciso. Ojalá tuviera alguno que darte, pero no lo tengo. Mi primo Jasper compensó la falta. Era hijo del hermano mayor de mi padre, a quien se refería más de una vez con una expresión no totalmente burlona, como «la cabeza de la familia». Estaba en cuarto año y, en el curso anterior, había fracasado en la prueba de remo para formar parte del equipo de la universidad. Era secretario del Canning Club y presidente de la sala de asambleas de su College; un personaje influyente en la universidad. Me hizo una visita formal durante mi primer fin de semana y se quedó a tomar el té; se comió con entusiasmo una considerable cantidad de bollos de miel, tostadas de anchoas y tajadas de pastel de nueces traídas de Fuller's. Luego encendió su pipa y, recostado cómodamente en el sillón de mimbre, estableció las normas de conducta que yo debía observar. Su discurso abarcó la mayoría de los temas; aún hoy creo poder repetir gran parte de lo que dijo, palabra por palabra.
—¿Estudias historia? Una escuela perfectamente respetable. La peor es la de literatura inglesa y después la de filosofía y ciencias políticas. Debes sacar un primer puesto o un cuarto. Los grados intermedios no tienen ningún valor. Pretender un segundo puesto es perder el tiempo. Debes asistir a las mejores clases, Arkwright sobre Demóstenes, por ejemplo, sin tener en cuenta si corresponden a tu disciplina o no… En cuanto a la ropa, viste como vestirías en una casa de campo. No se te ocurra jamás llevar chaqueta de
tweed
ni pantalones de franela; siempre un traje. Y acude a un sastre de Londres: el corte es mejor y el crédito más largo… Clubs. Hazte socio del Carlton ahora mismo y del Grid al empezar tu segundo año. Si te interesa ser miembro de la Unión, y no es mala idea, fórjate primero una reputación
fuera
de ella, en el Canning o el Chatham, y empieza por artículos en la revista… Y no te acerques a Boar's Hill…
Encima de los tejados, frente a la ventana, el cielo que relucía se oscureció; añadí carbón al fuego y encendí la luz que destacó toda la respetabilidad de sus
plus-fours
hechos por un sastre de Londres y su corbata de remo Leander.
—No trates a los profesores como si fueran maestros; trátalos igual que al vicario de tu pueblo… Descubrirás que pasas la mitad de tu segundo año quitándote de encima a las amistades indeseables que hiciste durante el primero… Cuidado con los anglocatólicos, todos son sodomitas con acento desagradable. Es más, manténte lejos de todos los grupos religiosos; sólo traen problemas…
Y por fin, cuando ya se iba, dijo:
—Una cosa más. Cambia de habitaciones. —Eran espaciosas, con ventanas muy profundas y paneles pintados del siglo XVIII; para un estudiante de primer año, era una suerte haberlas conseguido—. He visto arruinarse la carrera de más de uno por tener habitaciones en la planta baja que dan al patio principal —dijo mi primo con profunda gravedad—. La gente empieza a dejarse caer por aquí. Te dejan las togas y vienen a recogerlas antes de ir a clase; empiezas por ofrecerles jerez. Cuando te das cuenta, has abierto un bar gratuito a todos los indeseables del College.
Me parece que nunca, al menos conscientemente, seguí ninguno de estos consejos. Desde luego no cambié de habitaciones; en verano se llenaban de la fragancia de los alhelíes que crecían bajo las ventanas.
Retrospectivamente, es fácil dotar a nuestra juventud de una falsa precocidad o una falsa inocencia; hacer trampas con las fechas que indican cada año los progresos de nuestra estatura en el marco de la puerta; me gustaría pensar —y a veces lo hago— que decoré aquellas habitaciones con telas Morris y grabados Arundel, y que tenía las estanterías repletas de tomos del siglo XVII y novelas francesas del Segundo Imperio encuadernados en tela tornasolada y cuero de Rusia. Pero no era verdad. La tarde de mi llegada colgué con orgullo una reproducción de
Los girasoles
de Van Gogh encima de la chimenea y coloqué un biombo, decorado con un paisaje provenzal por Roger Fry, que había comprado a bajo precio cuando quebraron los talleres Omega. También clavé en la pared un cartel de McKnight Kauffer y hojas de poemas ilustrados que adquirí en la Librería Poética, y, lo que más me duele recordar, deposité entre dos velas negras, sobre la repisa de la chimenea, una figura de porcelana de Polly Peachum. Mis libros eran escasos y corrientes —
Visión y diseño
de Roger Fry, un ejemplar de
Un muchacho de Shropshire
, editado por la Medici Press,
Victorianos eminentes
, algunos volúmenes de
Poesía georgiana
,
Calle siniestra
y
Viento del Sur
—, y mis primeras amistades encajaban muy bien en este escenario: Collins, antiguo alumno de Winchester, profesor en estado embrionario, hombre de lecturas serias y humor pueril; y un pequeño círculo de intelectuales de mi propio College que se mantenían dentro de un ambiente cultural medio, entre los extravagantes «estetas» y los estudiosos proletarios que huroneaban ferozmente en busca de datos en sus pensiones de Iffley Road y Wellington Square. Fui adoptado por este grupo durante mi primer año; me proporcionó el tipo de compañía del que había disfrutado durante el sexto año en la escuela, y para el cual me había preparado dicho curso. Pero incluso en los primeros días, cuando el simple hecho de estar viviendo en Oxford, con mis propias habitaciones y mi propio talonario de cheques, eran fuente de emoción, intuía que esto no era todo lo que Oxford tenía para ofrecer.
Al acercarse Sebastian, esas figuras grises parecieron desvanecerse silenciosamente en el paisaje de fondo hasta desaparecer por completo, como ovejas en la neblina de las tierras altas. Collins me había expuesto la falacia de la estética moderna: «…Todo el argumento de la Forma Significante se sostiene o se derrumba por el
volumen
. Si reconoces que Cézanne representa una tercera dimensión en sus lienzos bidimensionales, entonces tienes que admitir el destello de lealtad en la mirada del perro de Landseer»… Pero no se me abrieron los ojos hasta que Sebastian, volviendo distraídamente las páginas de
Arte
de Clive Bell, leyó: «¿Puede alguien sentir el mismo tipo de emoción ante una mariposa o una flor que el que se siente ante una catedral o un cuadro?» «Sí. Yo lo siento.»
Conocía de vista a Sebastian mucho antes de mi primer encuentro con él. Era inevitable que ocurriese, ya que, desde su primera semana en Oxford, era el estudiante que más se destacaba de su año en razón de su belleza, que era impresionante, y de las excentridades de su conducta, que parecían no tener límites. Le vi por primera vez en la puerta de la barbería Germer y, en aquella ocasión, me impresionó mucho menos su físico que el hecho de que llevara un gran oso de peluche en brazos.
—Ese joven —dijo el barbero cuando me senté— era lord Sebastian Flyte. Un caballero
muy
entretenido.
—Eso parece —dije con frialdad.
—Es el segundo hijo del marqués de Marchmain. Su hermano, el conde de Brideshead, acabó sus estudios el año pasado. Ahora bien, era
muy
diferente, un caballero muy tranquilo, casi como un anciano. ¿A que no adivina usted lo que quería lord Sebastian? Un cepillo de pelo para su osito; con cerdas muy duras; no, me ha dicho, para
cepillarlo
sino para amenazarle con una azotaina cuando se porte mal. Se ha llevado uno muy bonito, de marfil, y va a hacer grabar «Aloysius» en el dorso; es el nombre del oso.
Era evidente que aquel hombre, que había tenido tiempo de sobra para llegar a cansarse de las extravagancias estudiantiles, había quedado cautivado. Sin embargo, yo mantenía una actitud de censura que no llegaron a atemperar las ocasiones posteriores en que vi a Sebastian paseando en simón y cenando en el elegante restaurante George, con bigote postizo, a pesar de que Collins, que por entonces estaba leyendo a Freud, disponía de un arsenal de términos técnicos que explicaban cualquier comportamiento.
Cuando por fin nos conocimos, las circunstancias tampoco fueron propicias. Era poco antes de medianoche, a principios de marzo. Yo había invitado a los intelectuales del College a una velada de clarete caliente con especias. El fuego ardía con furia, el aire de la habitación rebosaba de humo y olor a especias, y mi mente se hallaba cansada de la metafísica. Abrí las ventanas de par en par y desde el exterior me llegó el sonido ya familiar de risas beodas y pasos inestables. Una voz dijo: «Espera». Otra: «Vamos». Otra más: «Hay tiempo… Puertas… última campanada». Y otra voz, más clara que las demás: «¿Sabéis una cosa? Es algo increíble. Me encuentro fatal. Tengo que dejaros un momento». Entonces apareció en mi ventana la cara que yo reconocí como la de Sebastian, pero muy distinta a como la había visto antes, vital y radiante de alegría. Me miró un momento con los ojos extraviados y entonces, inclinándose hacia adelante hasta meterse dentro de la habitación, vomitó.
Era frecuente que las cenas acabaran de esa forma. (Incluso el criado del College recibía una propina convenida para tales ocasiones.) Todos estábamos aprendiendo a beber, merced a pruebas y errores. Además había cierto orden descabellado y simpático en la elección de una ventana abierta hecha por Sebastian, en un momento de extrema necesidad. Pero, con todo, el encuentro no dejaba de ser poco propicio.
Sus amigos le acompañaron al portal y, poco después, su anfitrión, un afable etoniano de mi mismo año, volvió para disculparse. El también estaba achispado; sus explicaciones fueron repetitivas y, finalmente, lacrimógenas.
—Los vinos eran demasiado variados —dijo—; no tuvo la culpa ni la calidad ni la cantidad. Fue la mezcla. Entenderlo es llegar al fondo de la cuestión. Comprenderlo es perdonarlo.
—Sí —convine, pero a la mañana siguiente afronté los reproches de Lunt con cierto sentimiento de culpa.
—¿Todo
esto
sólo por un par de jarras de clarete caliente entre cinco? —dijo Lunt—. Ni siquiera fue capaz de llegar a la ventana. Los que no saben beber, más vale que se abstengan.
—No fue ninguno de mis invitados. Fue alguien de otro College.
—Bueno, fuera quien fuese, recogerlo es igual de desagradable.
—Encontrarás cinco chelines en el aparador.
—Ya los he visto. Gracias, pero prefiero mil veces quedarme sin el dinero y no tener que limpiar estas cosas
ninguna
mañana.
Cogí mi toga y lo dejé trabajando. En aquella época aún asistía a las clases, y eran más de las once cuando volví al College. Encontré la sala atiborrada de flores; parecían ser —y eran— todas las existencias del día de un quiosco de flores, repartidas entre todos los recipientes imaginables por la habitación. Lunt estaba envolviendo furtivamente con papel de estraza las últimas en llegar, con intención de llevárselas a casa.
—Lunt, ¿
qué
es todo esto?
—El caballero de anoche, señor, le ha dejado una nota.
La nota estaba escrita con lápiz de dibujo
conté
en una hoja entera de mi papel de dibujo favorito, Whatman H. P.: «Estoy muy arrepentido. Aloysius se niega a hablar conmigo hasta asegurarse de que me has perdonado, de modo que te ruego aceptes mi invitación a almorzar conmigo hoy. Sebastian Flyte». Era típico de él, pensé, dar por supuesto que yo sabía dónde vivía; lo cierto es que sí lo sabía.