Retorno a Brideshead (3 page)

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Authors: Evelyn Waugh

Tags: #Clásico, Religión, Otros

BOOK: Retorno a Brideshead
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Y yo sabía que esto era un reproche por haberme granjeado la animadversión del coronel.

Transmití las órdenes a los jefes de pelotón.

—Creo que no va a ser nada agradable decírselo a los muchachos —manifestó Hooper—, les va a fastidiar mucho. Parece que siempre nos elige a nosotros para los peores trabajos.

—Tú montarás guardia.

—Bien. Pero vamos a ver ¿cómo voy a localizar el perímetro en la oscuridad?

Poco después de haber bajado las cortinas negras, nos sobresaltó un ordenanza que caminaba lúgubremente a lo largo del tren, provisto de una carraca. Uno de los sargentos, que era hombre de mundo, anunció:
Deuxiéme service
.

—Nos atacan con gas de mostaza —dije—. Comprueben si las ventanas están bien cerradas.

Luego escribí un conciso informe explicando que no habíamos sufrido ninguna baja y que nada había quedado contaminado; que los hombres habían recibido órdenes de desinfectar el exterior del vagón antes de bajar del tren. Por lo visto, el informe dejó satisfecho al coronel y ya no volvió a molestarnos. Después de anochecer, todos dormimos.

Finalmente, muy tarde ya, llegamos al apeadero. El entrenamiento de seguridad en condiciones de servicio activo nos enseñaba que era preferible evitar las estaciones y los andenes. El desnivel entre el estribo del tren y el balasto de las vías propiciaba el desorden y las caídas en la oscuridad.

—A formar en la carretera, debajo del terraplén. Parece que la Compañía C se lo toma con mucha calma, como siempre, capitán Ryder.

—Sí, señor. Tenemos un pequeño problema con la lejía.

—¿La lejía?

—Para desinfectar el exterior de los vagones, señor.

—Ah. Muy concienzudo por su parte, no lo dudo. Déjenlo ya y dense prisa.

Mis hombres, soñolientos e irritados, estaban formando en la carretera. El pelotón de Hooper no tardó en alejarse, marcando el paso en la oscuridad. Encontré los camiones, organicé las hileras de hombres para pasar los pertrechos de mano en mano terraplén abajo, y los soldados se animaron un poco al ver que estaban haciendo algo que parecía tener una aparente finalidad. Trabajé con ellos durante la primera media hora; después lo dejé para ir al encuentro del segundo oficial de la compañía, que bajaba con el primer camión de vuelta.

—No está tan mal el campamento —dijo—; una gran casa particular con dos o tres lagos. Con un poco de suerte podremos cazar patos. El pueblo tiene una taberna y una estafeta de correos. No hay ninguna ciudad a varias millas a la redonda. He podido conseguir un barracón para nosotros dos.

A las cuatro de la madrugada terminamos el trabajo. Salí en el último camión; marchábamos por tortuosas veredas, y las ramas bajas de los árboles azotaban el parabrisas; no sé dónde dejamos la vereda para adentrarnos en una calzada, e ignoro asimismo cuándo llegamos a un espacio abierto en el que convergían dos calzadas y un círculo de linternas señalaba el emplazamiento de un montón de provisiones. Allí descargamos el camión y, por fin, fuimos conducidos por los guías hasta nuestros barracones bajo un cielo sin estrellas y una fina llovizna.

Dormí hasta que me despertó mi asistente. Me levanté fatigado, me vestí y afeité en silencio. Al alcanzar la puerta me acordé de preguntarle a mi segundo oficial:

—¿Cómo se llama este sitio?

Me lo dijo y, en ese mismo instante, fue como si alguien hubiera apagado la radio y una voz que había estado ensordeciendo días y días mis oídos, incesante, necia, hubiera callado de repente. Siguió un inmenso silencio, al principio total, pero, gradualmente, a medida que mis maltrechos sentidos recobraban sus fueros, se fue llenando de una multitud de sonidos dulces, naturales, y largamente olvidados. Tan familiar me era aquel nombre, tan mágico me resultaba su poder ancestral que, al conjuro de su mero sonido, los fantasmas de aquellos últimos años hechizados empezaron a desvanecerse.

Salí aturdido del barracón. Había escampado, pero las nubes se cernían, bajas y densas, sobre nuestras cabezas. Era una mañana tranquila y el humo de las cocinas del campamento ascendía en línea recta hacia el cielo plomizo. Un camino para carros, bien cuidado antaño, luego invadido por la hierba y ahora convertido en un cenegal, contorneaba la colina y se perdía de vista tras el recodo; a cada lado del camino se extendía el fortuito desorden de planchas de hierro ondulado del que surgían los traqueteos y voces, los silbidos y berridos, la algarabía zoológica del batallón que iniciaba un nuevo día. A lo lejos, veía un exquisito paisaje familiar, obra de la mano del hombre. Era un lugar recogido, en el regazo de un valle sinuoso. Nuestro campamento se alzaba a lo largo de una ligera pendiente. Enfrente, el prado aún inviolado llegaba hasta el horizonte próximo, y en medio corría un riachuelo: se llamaba Bride y nacía a menos de dos millas, en una granja llamada Bridesprings, adonde tantas veces habíamos ido a merendar. Más abajo, el arroyo se volvía río caudaloso, antes de que sus aguas desembocaran en las del Avon. El cauce había sido represado para formar tres lagos: uno de ellos no era más que una charca entre los juncales, pero los otros, más espaciosos, reflejaban las nubes y las solemnes hayas de sus márgenes. Los bosques eran de robles y hayas: los robles, grises y desnudos; las hayas, ligeramente salpicadas del verde de las yemas que comenzaban a aflorar. Las arboledas formaban un cuadro sencillo y cuidadosamente diseñado, gracias a los claros y los amplios espacios verdes —¿seguirían pastando los corzos allí?—; y para que la vista no deambulara sin rumbo fijo, en el borde del lago se alzaba un templo dórico y un arco cubierto de hiedra se tendía sobre la presa inferior. Todo había sido concebido y plantado siglo y medio atrás, para que nuestra época pudiera contemplar el esplendor de su madurez. Desde donde estaba, un manchón verde me ocultaba la casa, pero yo sabía muy bien cómo y dónde se alzaba, cómo reposaba entre los limeros, cual un ciervo apostado sobre los helechos.

Hooper se acercó y me saludó con su tan imitado pero inimitable saludo. Traía la cara gris de la guardia nocturna y aún no se había afeitado.

—La Compañía B nos ha relevado. He mandado a los muchachos a que se laven un poco.

—Bien.

—La casa está allí, al doblar la esquina.

—Sí.

—El cuartel general de la brigada llega la semana que viene. Esta casa es un barracón de primera. He estado husmeando un poco. Demasiados adornos, diría yo. Y una cosa muy rara: hay una especie de templo católico anexo a la casa. He mirado dentro y estaban oficiando alguna ceremonia; no había más que un sacerdote y un anciano. Me sentí un poco fuera de lugar. Es más tu mundo que el mío.

Debía parecerle que no le escuchaba y, con un último esfuerzo para despertar mi interés, dijo:

—También hay una espantosa fuente delante de las escaleras, descomunal, hecha de rocas y de todo tipo de animales de piedra. Nunca habrás visto nada igual.

—Sí, Hooper, la he visto. He estado antes aquí.

Desde las profundidades de la mazmorra de mi vida, mis palabras parecían volver enriquecidas hacia mí.

—Ah, bueno. Entonces sabes perfectamente cómo es. Voy a arreglarme un poco.

Había estado antes allí… Lo conocía todo muy bien.

Libro Primero: Et in Arcadia ego
1

«He estado antes aquí», dije; había estado, en efecto, primero con Sebastian, más de veinte años atrás, un día claro de junio, con las cunetas rebosantes de lechosas reinas de los prados y el aire cargado de todos los perfumes del verano. Era un día de especial esplendor y, a pesar de que había estado allí tantas veces y con tan distintos estados de ánimo, fue aquella primera visita la que mi corazón evocaba ahora, en la última.

Aquel día también había llegado sin saber adónde iba. Era la semana de las regatas universitarias. Oxford —hoy sumergido, arrasado, irrecuperable como Lyonnesse
[3]
, por la velocidad con que las aguas lo han inundado—, Oxford, entonces, era todavía una ciudad de acuatinta. Los hombres paseaban y conversaban por sus calles espaciosas y tranquilas como en los tiempos de Newman; sus nieblas otoñales, sus primaveras grises y el esplendor excepcional de sus días de verano —como, por ejemplo, aquél—, cuando los castaños estaban en flor y las campanas repicaban claras y sonoras sobre los gabletes y las cúpulas, exhalaban la suave atmósfera de siglos de juventud. Era esa quietud claustral la que prestaba resonancia a nuestra risa y la preservaba, alegremente, a pesar del clamor momentáneo. Allí, durante la semana en que se celebraban las regatas, ponía la nota discordante una multitud turbulenta de mujeres, varios centenares, que gorjeaban y revoloteaban por los adoquines, subían y bajaban los escalones, visitaban los monumentos y buscaban diversión, bebían cócteles de clarete y comían emparedados de pepino; eran paseadas en batea por el río, y conducidas en manada a las barcazas de los Colleges
[4]
; en la revista estudiantil
Isis
y en la Union
[5]
, las recibían con un súbito derroche de jocunda algarabía, del todo enfadoso, a lo Gilbert y Sullivan, y con peculiares efectos corales en las capillas de los Colleges. Los ecos de las intrusas retumbaban en todos los rincones y en mi propio College ya no era sólo un eco sino un alboroto por demás escandaloso. Íbamos a celebrar un baile. El patio principal, cuadrangular, sobre el que yo vivía, se había pavimentado con madera y techado con un toldo; la portería estaba rodeada de palmeras y azaleas; y lo peor de todo era que el profesor cuyas habitaciones estaban situadas encima de las mías, un hombrecito relacionado con el departamento de ciencias naturales, había cedido sus habitaciones para guardarropa de señoras y, a menos de seis pulgadas de mi puerta de roble, colgaba un letrero proclamando el atropello.

El más indignado era mi propio criado.

—Se ruega a aquellos caballeros que no vayan acompañados por señoritas que coman afuera estos días, en la medida en que les sea posible —anunció, desolado—. ¿Comerá usted aquí?

—No, Lunt.

—Dicen que es para dar un respiro a los criados. ¡Pues vaya respiro! Tengo que comprar un
alfiletero
para el guardarropa de señoras. ¿Para qué querrán bailar? No le veo el aliciente. Hasta ahora nunca ha habido baile durante las regatas. La fiesta que conmemora la fundación del College es otra cosa, ya que cae en vacaciones, pero durante las regatas… como si no tuvieran bastante con merendar y pasear en barca. Si quiere mi opinión, señor, la culpa de todo eso la tiene la guerra. No hubiéramos llegado hasta este punto de no ser por ella.

Estábamos en 1923 y para Lunt, como para tantos otros, las cosas no volverían a ser nunca como en 1914.

—Unas copas por la noche —prosiguió, mitad dentro y mitad fuera de la habitación, como era su costumbre— o invitar a comer a un par de caballeros, eso sí tiene sentido. Pero bailar, no. Todo eso empezó cuando los hombres volvieron de la guerra. Eran demasiado viejos y no sabían cómo comportarse ni querían aprender. Esa es la verdad. Y hasta hay algunos que van a bailar con gente de la ciudad en la sala de reuniones de los masones; pero ya verá, a ésos los cogerán los prefectos… Bueno, aquí llega lord Sebastian. No debería estar aquí de palique cuando faltan alfileteros…

Entró Sebastian: pantalones de franela gris tórtola, camisa
crepe
de Chine blanca, corbata Charvet —mi corbata, advertí— con diseño de sellos de correos.

—Charles ¿qué demonios está pasando en tu Colegio? ¿Hay una función de circo? He visto de todo menos elefantes. Hay que reconocer que de repente Oxford se ha vuelto
muy
extraño. Anoche había mujeres por todas partes. Debes largarte ahora mismo, ponerte a salvo. He conseguido un automóvil, una cesta de fresas y una botella de Chateau Peyraguey, un vino que nunca has probado, así que no presumas. Con las fresas es divino.

—¿Adónde vamos?

—A ver a un amigo.

—¿A quién?

—Se llama Hawkins. Coge dinero por si acaso vemos algo que queramos comprar. El automóvil es propiedad de un estudiante llamado Hardcastle. Devuélvele los pedazos si me mato; no conduzco muy bien.

Al otro lado del portal, al otro lado del jardín de invierno que una vez había sido la portería del College, nos aguardaba un descapotable Morris-Cowley de dos plazas. El oso de peluche de Sebastian estaba sentado ante el volante. Lo colocamos entre los dos —«Vigila que no se maree»— y arrancamos. Las campanas de St. Mary daban las nueve. Estuvimos a punto de chocar con un clérigo, con sombrero de paja negro y barba blanca, que pedaleaba tranquilamente por el lado ilícito de High Street, pasamos la encrucijada de Carfax y la estación, y pronto nos encontramos en la carretera de Botley y en campo abierto; en aquellos días se llegaba en seguida al campo.

—¿Verdad que
es
muy temprano? —comentó Sebastian—. Las mujeres se deben estar todavía haciendo lo que se hagan las mujeres antes de bajar a desayunar. La indolencia ha sido su perdición. Allá vamos. Dios bendiga a Hardcastle.

—Quienquiera que sea.

—El creyó que venía con nosotros. La indolencia también ha sido su perdición. Bueno, es verdad que le dije a las
diez
. Es un tipo de lo más sombrío que estudia en mi College. Lleva una doble vida. Al menos, me imagino que la lleva. Es imposible que siga siendo Hardcastle, día y noche, siempre lo mismo, sin morirse ¿no te parece? Dice que conoce a mi padre, y no puede ser.

—¿Por qué no?

—Nadie conoce a papá. Es un leproso social. ¿No te habías enterado?

—Es una lástima que ninguno de los dos sepamos cantar —dije.

Dejamos la carretera principal al llegar a Swindon y, a medida que ascendía el sol en el cielo, nos adentramos entre muros de piedras encajadas y casas de cantería. Faltaba poco para las once cuando Sebastian, sin avisar, se metió por un camino de carros y nos detuvimos. Comimos las fresas y bebimos el vino sobre un montículo cubierto de hierba mordisqueada por las ovejas, bajo un grupo de olmos (y, tal como había prometido Sebastian, la combinación de vino y fresas resultaba deliciosa), encendimos gruesos cigarros turcos y nos tendimos de espaldas sobre la hierba. La mirada de Sebastian estaba fija en las hojas de los árboles; la mía, en su perfil, mientras el humo gris azulado ascendía, sin que ningún viento lo estorbara, hacia las sombras verdiazules del follaje. Nos envolvía la dulce fragancia del tabaco, mezclada con los no menos dulces aromas del verano a nuestro alrededor, y los vapores del dorado, exquisito vino parecían elevarnos a un dedo de la hierba y dejarnos suspendidos en el aire.

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