—Está todo cerrado. Vinimos a ver a Nanny. El día del cumpleaños de la reina Alexandra la abren entera al público por un chelín. Bueno, ven a verla si quieres…
Me llevó por una puerta de bayeta que daba a un oscuro pasillo; entreví una cornisa dorada y la bóveda de yeso del techo; luego abrió una pesada puerta de caoba que giraba ágilmente sobre sus goznes y me llevó a un vestíbulo a oscuras. Los rayos de luz se colaban por las rendijas de los postigos. Sebastian quitó la barra que aseguraba uno de ellos y lo abrió de par en par: el suave sol de la tarde inundó la sala, revelando el suelo desnudo, las enormes chimeneas gemelas de mármol tallado, el techo abovedado cubierto de frescos de deidades y héroes clásicos, los espejos dorados, las pilastras de
scagliola
y los islotes de muebles tapados con sábanas. Sólo fue una visión fugaz, como lo que se vislumbra desde la parte superior de un autobús, de un salón de baile iluminado; y Sebastian volvió a cerrar rápidamente los postigos.
—Ya lo ves —dijo—, es así.
Su estado de ánimo había cambiado desde que nos habíamos bebido el vino bajo los olmos, desde que doblamos la curva de camino y dijo: «¿Y bien?».
—¿Ves? No hay nada que ver. Algunas cosas bonitas me gustaría enseñártelas un día; pero no ahora. Queda la capilla. Tienes que verla. Es un monumento al modernismo.
El último arquitecto que trabajó en Brideshead añadió una columnata y pabellones laterales. Uno de ellos era la capilla. Entramos por la puerta pública (había otra puerta que llevaba directamente a la casa); Sebastian mojó los dedos en la pila de agua bendita, se santiguó e hizo una genuflexión. Le imité.
—¿Por qué haces eso? —preguntó, irritado.
—Simplemente por cortesía.
—Pues por mí no hace ninguna falta que lo hagas. Querías hacer turismo; ¿qué te parece esto?
Todo el interior del pabellón había sido vaciado, sofisticadamente reamueblado y redecorado al estilo artesanal modernista de la última década del siglo XIX. Cubrían las paredes intrincados dibujos de vivos y brillantes colores: ángeles con túnicas de algodón estampado, rosas trepadoras, prados salpicados de flores, corderos saltarines, textos en escritura céltica, santos con armaduras… Había un tríptico de roble claro, tallado de manera que tenía la curiosa propiedad de parecer moldeado en plastilina. La lámpara del sagrario y todo el mobiliario metálico era de bronce batido a mano hasta dar la pátina de una piel picada de viruela. Una alfombra de color verde césped, salpicada de margaritas blancas y doradas, cubría las gradas que llegaban al altar.
—¡Caramba! —exclamé.
—Fue el regalo de boda de papá a mamá. Y ahora, si ya has visto bastante, vámonos.
Por el camino de entrada a la finca nos cruzamos con un RollsRoyce conducido por un chófer; en el asiento trasero entreví una vaga figura de muchacha que se volvió para mirarnos por la ventanilla.
—Julia —dijo Sebastian—. Hemos escapado justo a tiempo. Nos detuvimos para hablar con un hombre que iba en bicicleta. «El viejo Bat», dijo Sebastian.
Atravesamos las verjas de hierro forjado, pasamos por delante de los pabellones de los guardas, salimos a la carretera y emprendimos el camino de vuelta a Oxford.
—Lo siento —dijo Sebastian al cabo de un rato—. Me temo que no he sido muy amable esta tarde. Brideshead suele producirme este efecto. Pero tenía que llevarte a ver a Nanny.
«¿Por qué?», pensé, pero guardé silencio. La vida de Sebastian estaba gobernada por un código de imperativos semejantes: «
Tengo
que conseguir un pijama color rojo buzón»; «
tengo
que quedarme en la cama hasta que el sol penetre por las ventanas»; «¡es
preciso
que beba champaña esta noche!».
—Pues a mí me produjo el efecto opuesto —me limité a comentar.
Tras una larga pausa, con tono petulante, dijo:
—Yo no te hago preguntas todo el día acerca de
tu
familia.
—Ni yo sobre la tuya.
—Pero pareces curioso.
—Es posible. Eres tan misterioso con respecto a tu familia…
—Quisiera ser misterioso con respecto a todo.
—Quizá las familias despiertan en mí cierta curiosidad porque, verás… no sé mucho sobre el tema. Sólo quedamos mi padre y yo. Hubo una tía que me cuidó durante un tiempo, pero mi padre la obligó a marcharse al extranjero. A mi madre la mataron en la guerra.
—Oh… qué insólito.
—Fue a Servia con la Cruz Roja. Desde entonces mi padre se ha vuelto un poco raro. Vive solo en Londres, sin amigos, y mata el tiempo coleccionando curiosidades.
—No sabes de lo que te has librado —dijo Sebastian—. Nosotros somos muchísimos. Nos encontrarás en el
Debrett
[6]
.
Estaba de mejor humor. Cuanto más nos alejábamos de Brideshead más parecía librarse de su desazón… de la inquietud e irritabilidad apenas insinuadas que se habían apoderado de él. Avanzábamos de espaldas al sol y parecíamos estar persiguiendo nuestra propia sombra.
—Son las cinco y media. Llegaremos a Godstow a tiempo para cenar, tomar una copa en el Trout, dejarle el coche a Hardcastle y volver andando por la orilla del río. ¿No crees que será lo mejor?
Este es el relato de mi primera visita relámpago a Brideshead. ¡Cómo iba a saber yo entonces que un capitán de infantería de mediana edad un día la recordaría con lágrimas en los ojos!
Hacia el final de aquel trimestre de verano recibí la última visita y Gran Reprimenda de mi primo Jasper. Acababa de librarme de las clases; la tarde anterior había hecho el último examen de Introducción a la Historia. El traje pardusco y corbata blanca de Jasper indicaban que aún estaba pasando los exámenes finales; tenía además el aire fatigado, pero resentido, de quien teme no haber dado de sí todo lo que podía frente al tema del orfismo de Píndaro. Sólo el deber lo había traído a mis habitaciones aquella tarde, a pesar de la molestia que significaba para sí mismo y casualmente para mí, a punto como estaba, cuando me cogió en la puerta, de salir para ocuparme de los últimos preparativos de una cena que daba aquella noche: Formaba parte de una serie de fiestas cuyo objetivo era consolar a Hardcastle: una de las tareas que nos había tocado última mente a Sebastian y a mí, desde que, al dejar su coche a la intemperie, le metimos en un grave aprieto con los prefectos de la universidad.
Jasper no quiso sentarse; no se trataba de una charla amistosa. Se quedó de pie, de espaldas a la chimenea y, según sus propias palabras, me habló «como lo haría un tío».
—…He intentado dar contigo varias veces en estas últimas semanas. Es más, tengo la impresión de que me estás evitando expresamente. Si es así, Charles, la verdad es que no me sorprende.
»Puedes pensar que no es de mi incumbencia —prosiguió—, pero en cierto sentido me siento responsable. Sabes tan bien como yo que desde que tu… bueno, desde la guerra, tu padre no ha estado del todo en sus cabales; vive en un mundo aparte. No quiero quedarme de brazos cruzados viendo los errores que estás cometiendo cuando una simple advertencia en el momento oportuno podría evitarlos.
»Ya suponía que durante tu primer año ibas a cometer errores. Todos lo hacemos. Yo me adherí a una asociación por demás indeseable, que organizó una acción de proselitismo entre los recolectores de lúpulo durante las vacaciones de verano. Pero tú, mi querido Charles, seas o no consciente de ello, has ido a caer directamente en el
peor grupo de toda la Universidad
. Puedes pensar que no me entero de lo que pasa en los Colleges, porque resido en la ciudad; pero he oído rumores. La verdad es que oigo demasiados rumores. He descubierto que me he convertido en motivo de burla en el Dining Club. Y luego está ese Sebastian Flyte de quien por lo visto eres inseparable. Quizá sea un buen tipo, no lo sé. Su hermano Brideshead era correctísimo. Pero ese amigo tuyo tiene un aspecto algo extraño y ha conseguido que se hable mucho de él. Reconozco que son una familia rara. Sabrás que los Marchmain han vivido separados desde la guerra. Fue algo sorprendente, porque todo el mundo estaba convencido de que formaban una pareja perfecta. Pero lo cierto es que él se marchó a Francia con su cuerpo de voluntarios de caballería y después de la guerra no volvió. Así sin más. Fue igual que si le hubieran matado. Ella es católica, de modo que no puede divorciarse, o no
quiere
, supongo. En Roma puedes conseguir lo que quieras por dinero y son inmensamente ricos. Es posible que Flyte sea un buen tipo, pero
Anthony Blanche
… ése sí que no admite la menor excusa.
—A mí tampoco me cae especialmente bien —le dije.
—Bien, siempre está rondando por aquí, y a los elementos más severos del College no les gusta en absoluto. En Christ Church no le soportan. Anoche estuvo otra vez en Mercurio. Ni una sola de esas personas que frecuentas tiene el menor peso en sus respectivos Colleges, y eso es una prueba decisiva. Creen que porque disponen de mucho dinero para despilfarrar pueden hacer lo que se les antoje.
»Y otra cosa. No sé qué asignación te ha fijado mi tío, pero no me costaría creer que estás gastando el doble. Todo
esto
… —dijo, señalando con un amplio movimiento de la mano las pruebas de desenfreno que le rodeaban. Era verdad; despojado de sus austeros ropajes invernales, y por etapas no especialmente lentas, mi salón poseía ahora un avío más suntuoso—. ¿
Esto
está pagado? [la caja de cien Partagás sobre el aparador] ¿Y
esto
? [una docena de libros nuevos, de contenido frívolo, encima de la mesa] ¿Y aquello? [un jarrón y copas de Lalique], ¿y
ese
objeto particularmente repugnante? [una calavera recién adquirida en la facultad de Medicina que, en medio del ancho jarrón de rosas, constituía en aquel momento la principal decoración de mi mesa. Llevaba el lema
Et in Arcadia ego
grabado en la frente].
—Sí —dije, contento de ser inocente de al menos uno de los cargos—. La calavera la tuve que pagar al contado.
—Es imposible que estés haciendo nada. No es que todo esto importe mucho, si estuvieras haciendo algo por tu carrera en otros aspectos, pero ¿lo estás haciendo? ¿Has hablado en la Asociación de Debates o en alguna de las otras asociaciones? ¿Tienes alguna relación con las publicaciones de la universidad? ¿Te interesa, siquiera, participar en la Sociedad Dramática? ¡Y
tu ropa
! —prosiguió mi primo—. Cuando ingresaste, recuerdo haberte aconsejado que te vistieras como lo harías en una casa de campo. Tu indumentaria actual parece uña desafortunada conjunción entre la ropa adecuada para una fiesta de gente de teatro de Maidenhead y el atuendo para un concurso coral en un jardín de suburbio.
»Y en cuanto a la bebida: nadie piensa mal de un estudiante que coja una buena curda un par de veces al trimestre; es más, en ciertas ocasiones tiene que hacerlo. Pero tengo entendido que se te ve constantemente borracho a media tarde.
Calló. Ya había cumplido con su deber. Las complejidades del aula de exámenes recobraban prioridad en su mente.
—Lo siento, Jasper —dije—. Entiendo que esto te debe resultar incómodo. Pero ocurre que me
gusta
esa mala compañía. Me
gusta
emborracharme a la hora de comer y, aunque todavía no he llegado a gastar el doble de mi asignación, lo haré indudablemente antes de que termine el curso. Acostumbro beber una copa de champaña a esta hora. ¿Te apetece tomarla conmigo?
Y así mi primo Jasper desesperó de mí y, lo supe más tarde, escribió a su padre sobre el tema de mis excesos; éste, a su vez, escribió a
mi
padre, que no tomó cartas en el asunto ni se preocupó especialmente, en parte porque no tragaba a mi tío desde hacía casi sesenta años, y en parte porque, como dijera Jasper, vivía en un mundo distinto desde la muerte de mi madre.
De este modo esbozó Jasper a grandes rasgos los aspectos más prominentes de mi primer año. Puede añadirse algún detalle de la misma índole.
Me había comprometido con anterioridad a pasar las vacaciones de pascua con Collins y, aunque hubiera incumplido mi palabra sin el menor remordimiento y dejado solo a mi antiguo amigo a la menor insinuación de Sebastian, tal insinuación no llegó a producirse. Por consiguiente, Collins y yo pasamos juntos unas semanas baratas e instructivas en Rávena. Sobre aquellas tumbas enormes soplaba el viento helado del Adriático. En la habitación de hotel, concebida para una época más cálida, yo escribía largas cartas a Sebastian y todos los días pasaba por la oficina de correos a recoger su contestación. Llegaron dos, cada una de ellas desde una dirección diferente, pero en ninguna daba noticias concretas de sí mismo, porque escribía en un estilo de remota fantasía que me dejaba desasosegado: «Mamá y dos poetas de su séquito han cogido serios resfriados de cabeza, así que aquí estoy. Están celebrando la fiesta de San Nicodemo de Tiatira, a quien martirizaron clavándole una piel de cabra en la coronilla; por eso es el patrón de los calvos. Díselo a Collins, que estoy seguro de que será calvo mucho antes que nosotros. Hay demasiadas personas aquí, pero ¡gracias a Dios!, una lleva una trompetilla de sordo y eso me mantiene de buen humor. Y ahora tengo que intentar pescar un pez. Estás demasiado lejos para mandártelo, o sea que te guardaré la espina…». Collins tomaba apuntes para hacer una pequeña tesis que ponía de relieve la inferioridad de los mosaicos originales con respecto a su fotografía. Allí fue donde se plantó la semilla de lo que llegaría a ser la cosecha de su vida. Cuando, muchos años después, apareció el primer grueso volumen de su todavía inacabado trabajo sobre el arte bizantino, me emocioné al encontrar mi nombre entre las dos páginas de agradecimientos preliminares: «…a Charles Ryder, con la ayuda de cuyos ojos perspicaces vi por primera vez el mausoleo de Gala Placidia y San Vital…».
A veces me pregunto si, de no haber sido por Sebastian, hubiera seguido el mismo camino que Collins, dando vueltas en la noria cultural. En su juventud, mi padre quiso ingresar en All Souls y, tras un año de ardua competición, fue rechazado
[7]
; más tarde tendría otros éxitos y honores, pero aquel primer fracaso le dejó la marca y, por su intermedio, también a mí, de modo que llegué a la universidad con la equivocada opinión de que allí estaba el objetivo lógico y preciso de una vida racional. Es indudable que yo también habría fracasado, pero, de haber sido así, quizá podría haberme escabullido en pos de una vida académica menos solemne en cualquier otra parte. Sí, hubiera sido concebible, pero no, creo yo, probable, porque el ardiente manantial de anarquía que brotaba de profundidades donde no había tierra firme, y emergía a la luz del sol formando un arco iris al enfriarse, tenía una fuerza tal que ni las rocas podían reprimir.