—Bueno, Orme-Herrick es un gran amigo mío, pero yo no iría corriendo a su lecho de muerte una cálida tarde de domingo. No creo que lady Orme-Herrick se alegrara mucho de verme. Sin embargo, veo que no te asaltan tales dudas. Te echaré de menos, mi querido muchacho, pero tampoco hace falta que regreses precipitadamente para complacerme.
Un espíritu menos ansioso que el mío se habría tranquilizado con la vista de la estación de Paddington aquella tarde de domingo de agosto en que el sol atravesaba los oscuros cristales del techo, los puestos de periódicos estaban cerrados y unos cuantos pasajeros caminaban sin prisas por delante de los mozos.
El tren estaba casi vacío. Hice que me colocaran la maleta en el rincón de un compartimiento de tercera clase, y fui a sentarme en el vagón restaurante.
—Primer servicio de cena después de Reading, señor; a las siete, aproximadamente. ¿Puedo servirle alguna cosa?
Pedí ginebra con vermut y me lo sirvieron cuando el tren abandonaba la estación. Los cuchillos y tenedores empezaron a tintinear mientras el brillante paisaje desfilaba por la ventanilla. Pero mi ánimo no estaba propicio para serenas contemplaciones. Al contrario, el miedo iba fermentando en mi mente e iba sacando a la superficie, en grandes y turbias burbujas, imágenes de catástrofe: una escopeta cargada descuidadamente apoyada contra una verja, un caballo encabritado que cae por tierra, un estanque sombrío con una estaca sumergida, la rama de un olmo que se cae de repente una tranquila mañana, un coche en una curva sin visibilidad… el catálogo completo de las amenazas de la vida civilizada desfiló para obsesionarme. Incluso llegué a imaginar a un maníaco homicida haciendo muecas desde las sombras, con un caño de plomo balanceándose en su mano. Los campos de trigo y los frondosos bosques se sucedían rápidamente, difusos en el atardecer dorado, y la vibración de las ruedas repetía con monotonía en mis oídos: «Demasiado tarde. Demasiado tarde. Está muerto. Está muerto. Está muerto».
Cené y luego cambié de tren para coger la línea local. Atardecía cuando llegué a Melstead Carbury, mi destino.
—¿A Brideshead, señor? Pase, lady Julia le está esperando.
Estaba sentada al volante de un descapotable. La reconocí en el acto; habría sido imposible confundirla.
—¿Charles Ryder? Suba.
Su voz era la de Sebastian; su manera de hablar también.
—¿Cómo está?
—¿Sebastian? Oh, perfectamente. ¿Ha cenado? ¿Sí? Seguro que de mala manera. Comerá algo en casa. Sebastian y yo estamos solos, así que decidimos esperarle.
—¿Qué le ha ocurrido?
—¿No se lo dijo? Supongo que pensaría que usted no iba a venir si se lo contaba. Se rompió un hueso del tobillo, un hueso tan pequeño que ni siquiera tiene nombre. Pero ayer le hicieron una radiografía y le dijeron que no se moviera durante un mes. Para él ha sido una catástrofe porque ha estropeado todos sus planes. Ha estado insoportable… Todos los demás se han ido. Intentó que yo me quedara. Bueno, me imagino que conoce su exasperante propensión a lo patético. Estuve a punto de acceder, y luego dije: «Debe haber
alguien
a quien puedas recurrir»… Replicó que todo el mundo estaba fuera u ocupado, y que además no deseaba la presencia de nadie. Pero por fin accedió a intentar dar con usted y yo le prometí que me quedaría si usted fallaba, así que ya puede imaginarse cuánto le aprecio en estos momentos. Es realmente muy noble por su parte haberse apresurado a venir desde tan lejos.
Pero en sus palabras yo advertía —o me parecía advertir— un sutil matiz de desprecio, inspirado por mi disponibilidad. —Pero, ¿cómo se lo hizo?
—No se lo va a creer: jugando al croquet. Se enfadó y tropezó con uno de los aros. Ya ve, una herida muy poco honorable.
Se parecía tanto a Sebastian que, sentado a su lado a la luz menguante del anochecer, me sentía confundido por una doble ilusión de familiaridad y extrañeza. Era como observar a través de un potente catalejo cómo se acerca un hombre desde lejos, estudiar cada detalle de su cara y ropas, tener la impresión de que sólo hace falta extender la mano para poder tocarle, hasta el punto de maravillarnos de que no nos oiga ni levante la cabeza si nos movemos, y luego, al verle sin ayuda del catalejo, acordarse de repente de que no somos para él más que un punto distante, escasamente humano. Yo la conocía, pero ella no me conocía a mí. Su cabello oscuro era apenas más largo que el de Sebastian; el viento se lo echaba hacia atrás, como al de su hermano. Los ojos que miraban la carretera oscura eran los de él, pero más grandes. La expresión de su boca pintada era menos amistosa. Llevaba en la muñeca una pulsera de pequeños amuletos, y en las orejas dos argollas de oro. Su abrigo de verano revelaba unas pulgadas de un vestido de seda estampado; las faldas se llevaban cortas en aquella época, y sus piernas, estiradas hacia los pedales del coche, eran largas y delgadas, asimismo acordes con la moda de entonces. Como el sexo era la diferencia palpable entre lo familiar y lo extraño, parecía llenar el espacio entre nosotros, de manera que me resultaba especialmente femenina, sensación que ninguna otra mujer me había inspirado con tanta intensidad.
—Me aterroriza conducir a esta hora del anochecer —dijo—. Al parecer, en casa no hay ahora nadie que sepa conducir un coche. Sebastian y yo estamos prácticamente acampando allí.
Espero que no haya venido con la esperanza de encontrar una tertulia fastuosa.
Se inclinó hacia delante para sacar una caja de cigarrillos de la guantera.
—No, gracias. —Enciéndame uno, ¿quiere?
Era la primera vez en mi vida que alguien me pedía eso y, al quitar el cigarrillo de mis labios y colocarlo entre los suyos, sentí un leve deseo sexual, que sólo yo percibí.
—Gracias. Usted ya ha estado aquí. Nanny me lo contó. A las dos nos pareció muy raro que no se quedaran a tomar el té. —Fue cosa de Sebastian.
—Por lo visto se deja manejar usted mucho por él. No debería consentirlo. A él no le conviene.
Ya habíamos salido de la carretera para adentrarnos en la propiedad. El color había desaparecido del bosque y del cielo. La casa parecía pintada en grisaille, excepto el cuadrado de luz dorada delante de las puertas centrales abiertas. Un criado esperaba para subir mi equipaje.
—Ya hemos llegado.
Me precedió al subir los escalones y entrar en el vestíbulo, arrojó su abrigo sobre una mesa de mármol y se agachó para acariciar a un perro que había venido a recibirla.
—No me extrañaría nada que Sebastian ya hubiera empezado a cenar.
En ese momento él apareció entre las columnas del fondo del vestíbulo, conduciendo una silla de ruedas. Llevaba pijama y batín, y un grueso vendaje en el pie.
—Bueno, querido, aquí tienes a tu compinche —anunció Julia, empleando otra vez un tono apenas perceptible de desprecio.
—Creí que te estabas muriendo —dije, consciente como era de que, en ese momento, desde mi llegada, la irritación y no el alivio se iba apoderando de mí, al verme privado de la gran tragedia que yo había anticipado.
—Yo también lo creí. El dolor era inaguantable: Julia, ¿crees que si se lo pidieras tú, Wilcox nos daría champaña esta noche?
—Aborrezco el champaña y el señor Ryder ya ha cenado.
—¿El
señor
Ryder? ¿
Señor
Ryder?
Charles
bebe champaña a todas horas. ¿Sabéis una cosa? Al ver este pie enorme envuelto en vendajes, no puedo quitarme de la cabeza la idea de que tengo gota y eso me da unas ganas terribles de beber champaña.
Cenamos en una habitación que llamaban el «salón pintado». Era un octógono espacioso, de un diseño posterior al resto de la casa. Las paredes estaban adornadas de guirnaldas que formaban medallones; decoraban la cúpula escenas pastorales, con grupos de gazmoñas figuras pompeyanas. Todo lo cual, junto con los muebles de caoba y bronce dorado, la alfombra, el candelabro colgante, asimismo de bronce, y los espejos, había sido diseñado con criterio unitario por una mano ilustre.
—Solemos comer aquí cuando estamos solos —explicó Sebastian—. Es muy acogedor.
Mientras cenaban, comí un melocotón y les referí la guerra con mi padre.
—Me encantaría conocerle —dijo Julia—. Y ahora, muchachos, voy a dejarlos solos.
—¿A dónde vas?
—A la habitación de los niños. He prometido a Nanny una última partida de damas.
Dio un beso a Sebastian en la coronilla y yo le abrí la puerta.
—Buenas noches, señor Ryder, y adiós. No creo que nos veamos mañana. Me marcho temprano. No sé cómo expresarle mi gratitud por haberme relevado como enfermera.
—Mi hermana está muy pomposa esta noche –comentó Sebastian en cuanto ella hubo salido.
—Creo que no le caigo muy bien.
—Creo que nadie le cae muy bien. Yo la quiero. Es tan parecida a mí.
—¿De verdad la quieres? ¿De verdad se te parece?
—En el físico, quiero decir, y en su manera de hablar. Yo no amaría a nadie que tuviera un carácter como el mío.
Tras acabar nuestros oportos, acompañé a Sebastian con su silla a través del vestíbulo de columnas hasta la biblioteca, donde estuvimos charlando esa noche y casi todas las del mes siguiente. Estaba situada en el lado d e la casa que daba a los lagos. Por las ventanas abiertas se veían las estrellas y la noche perfumada, el paisaje índigo y plata del valle iluminado por la luz de la luna, y se oía el rumor del agua que caía en la fuente.
—Lo pasaremos muy bien solos —dijo Sebastian.
A la mañana siguiente, mientras me afeitaba, vi a Julia desde la ventana de mi cuarto de baño con el equipaje en el asiento posterior del coche. Abandonó el patio y desapareció detrás de la colina, sin volver la mirada, y yo sentí una liberación y una paz semejantes a las que habría de conocer años más tarde, cuando, después de una noche de agitación, las sirenas anunciaban «Todo en calma».
La languidez de la juventud, única y quintaesenciada… ¡Qué pronto se pierde para siempre! Todos los demás atributos tradicionales de la juventud: el entusiasmo, los afectos generosos, las ilusiones, la desesperación —todos menos ése—, aparecen y desaparecen a lo largo de la vida. Forman parte de la vida misma. Pero la languidez, la relajación de los músculos todavía no agotados, la mente que busca la soledad y se entrega a la introspección, sólo pertenecen a la juventud y con ella mueren. Es posible que en las mansiones del Limbo los héroes disfruten compensaciones semejantes por haber perdido la Visión Beatífica; también es posible que dicha Visión tenga cierta afinidad remota con esa experiencia terrenal. Yo, por mi parte, creí estar muy cerca del Paraíso durante aquellos lánguidos días que pasé en Brideshead.
—¿Por qué le llaman «castillo» a esta casa? —Es lo que era hasta que lo trasladaron. —¿Qué estás diciendo?
—Pues eso. Teníamos un castillo a una milla de aquí, allí abajo, cerca del pueblo. Después nos encaprichamos con el valle, desmontaron el castillo, trajeron las piedras hasta aquí arriba y edificaron una casa nueva. Me alegro de que lo hicieran, ¿y tú?
—Si fuera mía nunca viviría en otra parte.
—Eso es lo malo, Charles, que no es mía. Ahora mismo sí lo es, pero normalmente está llena de bestias rapaces. ¡Ojalá fuera siempre como ahora…! Siempre verano, siempre sin gente, la fruta siempre madura, y Aloysius de buen humor…
Es así como me gusta recordar a Sebastian, tal como era aquel verano, cuando vagábamos a solas por aquel palacio encantado: Sebastian bajando a toda velocidad en su silla de ruedas por los senderos del huerto, bordeados de boj, a la búsqueda de fresas alpinas e higos calientes, o impulsándose a través de los invernaderos, de un perfume a otro, de un clima a otro, para cortar un racimo de uvas moscatel o elegir una orquídea para nuestro ojal. Sebastian exagerando cómicamente las dificultades, mientras iba cojeando hasta las antiguas habitaciones de los niños, donde nos sentábamos uno al lado del otro sobre la raída alfombra floreada, con el contenido del armario de juguetes desparramado a nuestro alrededor y Nanny Hawkins bordando plácidamente en un rincón diciendo: «Sois tal para cual; un par de niños. ¿Es eso lo que os enseñan en la universidad?».
Sebastian tendido al sol, de espaldas sobre un banco del patio de columnas mientras que yo, acomodado en una silla dura, me esforzaba por dibujar la fuente.
—¿La cúpula también es de Iñigo Jones? Parece posterior.
—¡Oh, Charles, no seas tan turista! ¿Qué importa cuándo se hizo, si es bonita?
—A mí me interesan esas cosas.
—Pues es una lástima; pensaba que ya te habías curado de todo eso… Ese señor Collins… la culpa es suya.
Vivir entre aquellas paredes constituía una excelente educación estética: vagar de una habitación a otra, de la biblioteca de estilo Soane al salón chino, deslumbrante con sus pagodas doradas y sus afables mandarines, su papel pintado y sus adornos Chippendale en relieve; ir desde el saloncito pompeyano a la inmensa sala de paredes cubiertas de tapices que se conservaba en el mismo estado que doscientos cincuenta años atrás; sentarnos hora tras hora a la sombra, contemplando la terraza.
La terraza representaba la culminación del proyecto de la casa. Se erguía por encima de los lagos sobre macizos baluartes de piedra, de manera que, desde las escaleras del vestíbulo, parecía sobrevolarlos y a uno le daba la impresión de que desde las balaustradas sería posible dejar caer una piedrecita en el lago más cercano, a nuestros pies. Los dos brazos de la columnata rodeaban la terraza; más allá, las alamedas de limeros se extendían hasta perderse en las colinas arboladas. Parte de la terraza estaba pavimentada y el resto cubierta de arriates de flores y arabescos de setos de boj enano. Otros setos de boj, más densos y altos, formaban un amplio óvalo recortado por nichos e interrumpido por estatuas; en el centro, dominando todo aquel espléndido panorama, se erguía la fuente, una fuente de las que uno espera encontrar en una
piazza
del sur de Italia; una fuente que, en efecto, fue descubierta allí hacía un siglo por un antepasado de Sebastian; descubierta, comprada, importada y reedificada en una tierra extraña aunque no hostil.
Sebastian insistió en que la dibujara. Era un tema francamente ambicioso para un aficionado: un cuenco ovalado con una isla de rocas esculpidas en el centro. Sobre las rocas crecía una pétrea y convencional vegetación tropical y frondosos helechos silvestres ingleses, a través de los cuales corrían una docena de riachuelos en forma de falsos manantiales. Alrededor de ellos jugueteaban fantásticos animales tropicales: camellos, jirafas y un exuberante león, todos ellos vomitando agua. Sobre las rocas, hasta la altura del frontón, se alzaba un obelisco egipcio de arenisca roja… y sin embargo, por una extraña casualidad —el asunto superaba con creces mis posibilidades— logré plasmar el modelo gracias a algunas sabias omisiones y astutos trucos, consiguiendo un eco nada desdeñable de Piranesi.