Retorno a Brideshead (16 page)

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Authors: Evelyn Waugh

Tags: #Clásico, Religión, Otros

BOOK: Retorno a Brideshead
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Estaba con lady Marchmain cuando los conocí a ambos, y pensé entonces que ella no podía haber encontrado nada más disímil de sí misma que aquel oportunista intelectual, ni mejor espejo para sus encantos. No era propio de su manera de ser irrumpir visiblemente en la vida de nadie, pero hacia el fin de semana, Sebastian dijo con cierta amargura:

—Mamá y tú parecéis carne y uña.

Y advertí que, en efecto, me estaba dejando atraer hacia su intimidad en rápidas e imperceptibles etapas, porque ella se impacientaba con cualquier relación que tardara en estrecharse. Al término de su visita, yo había prometido pasar las vacaciones en Brideshead, excepto el día de navidad.

Un lunes por la mañana, una o dos semanas más tarde, estaba esperando en la habitación de Sebastian a que él volviera de una reunión con su tutor, cuando entró Julia, seguida por un hombre macizo a quien presentó como «el señor Mottram» y a quien llamaba «Rex». Según dijeron, llegaban en coche después de un fin de semana en una casa de campo. Rex Mottram, con su gabán largo, era de trato cordial y rebosaba confianza en sí mismo; Julia, con su abrigo de piel, fría y algo cohibida, se dirigió directamente a la chimenea y se agachó tiritando junto a las llamas.

—Esperábamos que Sebastian nos invitara a almorzar —dijo—. Si él nos falla, siempre podríamos probar con Boy Mulcaster, pero pensé que comeríamos mejor con Sebastian, no sé por qué. Tenemos muchísima hambre. Los Chasm no nos han dado absolutamente nada de comer durante todo el fin de semana.

—Tanto Boy como Sebastian van a almorzar conmigo. Venid vosotros también.

Así, sin ningún reparo, se unieron al grupo en mis habitaciones. Aquél fue uno de los últimos agasajos que di a la manera de antes. Rex Mottram se esforzó todo lo posible por causar una buena impresión. Era un tipo bien parecido, de pelo moreno que le crecía hasta bien entrada la frente y pobladas cejas negras. Hablaba con un atractivo acento canadiense. Se sabía rápidamente lo que él quería que se supiera sobre su persona: que era un hombre afortunado con el dinero, miembro del Parlamento, jugador, buen muchacho; que jugaba al golf regularmente con el príncipe de Gales y se tuteaba con «Max
[10]
», «F. E.
[11]
», «Gertie» Lawrence, Augustus John y Carpentier; con todo aquél, por lo visto, que saliera por casualidad en la conversación. De la universidad dijo:

—No, nunca he estado aquí. Sólo sirve para empezar a vivir tres años más tarde que los demás.

Al parecer, su vida empezó durante la guerra, en la que consiguió la cruz militar al servicio del Canadá. Al terminar la contienda era ayudante de campo de un popular general.

No debía tener más de treinta años cuando le conocimos, pero a nosotros, en Oxford, nos pareció muy viejo. Julia le trataba —como parecía tratar a todo el mundo— con ligero desprecio, aunque también con gesto posesivo. Durante el almuerzo le envió a buscar cigarrillos al coche y, una o dos veces cuando él se excedía, Julia le disculpaba diciendo: «No olvidéis que es un colonial». El contestaba con una risa estrepitosa.

Cuando se hubieron marchado pregunté quién era.

—Oh, un conocido de Julia —dijo Sebastian.

Una semana más tarde, quedamos un poco sorprendidos al recibir un telegrama de él en el que nos invitaba a nosotros y a Boy Mulcaster a cenar en Londres la noche siguiente, con motivo de «una fiesta de Julia».

—Creo que él no conoce a nadie joven —comentó Sebastian—; todos sus amigos son viejos y acartonados carcamanes de la City y la Cámara de los Comunes. ¿Iremos?

Lo discutimos y, como nuestra vida en Oxford transcurría con tanta monotonía, decidimos ir.

—¿Por qué querrá que vaya Boy?

—Julia y yo le conocemos de toda la vida. Al verle almorzando contigo, habrá pensado que sois muy amigos.

Mulcaster no nos gustaba especialmente, pero los tres estábamos muy animados cuando, después de haber solicitado permiso de nuestros respectivos Colleges para pernoctar afuera, nos pusimos en camino hacia Londres en el coche de Hardcastle.

Íbamos a pasar la noche en Marchmain House. Fuimos allí a cambiarnos y, mientras nos vestíamos, bebimos una botella de champaña y pasamos de una a otra de nuestras habitaciones que estaban juntas en el tercer piso y parecían bastante desvencijadas en comparación con los esplendores de los pisos de abajo. Al bajar las escaleras nos cruzamos con Julia que subía a su habitación y todavía llevaba ropa de calle.

—Voy a llegar tarde —dijo—. Sería mejor que os adelantarais a casa de Rex, muchachos. Es maravilloso que hayáis venido.

—¿De qué fiesta se trata exactamente?

—Un espantoso baile de beneficencia en que me he visto comprometida. Rex insistió en dar una cena antes. Os veré allí. La casa de Rex no distaba mucho de Marchmain House y fuimos andando.

—Julia llegará tarde —dijimos—. Ahora mismo acaba de subir a vestirse.

—Eso significa una hora. Será mejor que tomemos un poco de vino.

Una mujer que nos fue presentada como «la señora Champion» dijo:

—Estoy segura de que ella preferiría que empezáramos, Rex. —Bueno, pero antes vamos a tomar un poco de vino.

—¿Por qué un Jeroboam, Rex? —protestó malhumorada.

Siempre lo quieres todo demasiado a lo grande.

—No será demasiado grande para nosotros —contestó él cogiendo la botella para descorcharla.

Había dos jóvenes de la misma edad que Julia, al parecer responsables de la. organización del baile. Mulcaster las conocía desde hacía mucho tiempo, y ellas le conocían a él, aunque me pareció advertir que eso no les causaba ningún placer especial. La señora Champion hablaba con Rex. Sebastian y yo, como siempre, bebíamos juntos.

Por fin llegó Julia, sin prisa, exquisita, impenitente.

—No deberíais haber permitido que me esperara —dijo—. Siempre su cortesía canadiense.

Rex Mottram era un anfitrión generoso y, al acabar la cena, los tres llegados de Oxford estábamos bastante borrachos. Mientras aguardábamos de pie en el vestíbulo a que bajaran las mujeres, Rex y la señora Champion se habían apartado un poco de nosotros para hablar en voz baja en tono áspero. Mulcaster propuso:

—¿Qué os parece si nos escabullimos de este espantoso baile y nos vamos a casa de Ma Mayfield?

—¿Quién es Ma Mayfield?

—Ya sabéis quién es Ma Mayfield Todo el mundo conoce a Ma Mayfield de Old Hundredth. Tengo una chica allí, una monada llamada Effie. Nunca me perdonaría si se enterara de que he venido a Londres sin ir a verla. Venid a conocer a Effie a casa de Ma Mayfield.

—De acuerdo —dijo Sebastian—, vamos a conocer a Effie a casa de Ma Mayfield.

—Tomaremos otra botella de champaña a cuenta del bueno de Mottram, nos escaparemos del puñetero baile e iremos al Old Hundredth. ¿Qué os parece?

No era difícil marcharse del baile. Las muchachas que Rex Mottram había reunido conocían a mucha gente y, después de bailar una o dos veces con ellas, nuestra mesa empezó a llenarse. Rex Mottram encargó más vino, luego más, y pronto los tres nos encontramos en la calle.

—¿Sabes dónde está ese sitio?

—Claro que lo sé. El número cien de Sink Street.

—¿Y eso dónde cae?

—Muy cerca de Leicester Square. Mejor ir en coche.

—¿Por qué?

—Siempre es mejor llevar coche propio en una ocasión como ésta.

No impugnamos el razonamiento y ahí estuvo nuestro error.

El coche se encontraba en la entrada de Marchmain House, a cien metros del hotel donde se celebraba el baile. Mulcaster condujo y, después de algunos tropiezos, nos llevó a Sink Street sanos y salvos. Un conserje al lado de un portal oscuro y un hombre de mediana edad que vestía un frac al otro lado, con la cara vuelta hacia la pared, refrescándose la frente contra los ladrillos, nos indicaron que habíamos llegado.

—No entren, les van a envenenar —aconsejó el hombre de mediana edad.

—¿Socios? —preguntó el conserje.

—Mi nombre es Mulcaster. Vizconde Mulcaster.

—Bueno, pruebe adentro —concedió el conserje—. Quizá le conozcan.

—Le robarán, envenenarán, infectarán y le volverán a robar —dijo el hombre de mediana edad.

En el portal había una ventanilla iluminada.

—¿Socios? —preguntó una mujer corpulenta con traje de noche.

—¡Esta sí que es buena! —exclamó Mulcaster—. A estas alturas debería conocerme.

—Sí, querido —asintió la mujer, sin la menor muestra de interés—. Diez chelines cada uno.

—Oh, vamos, nunca me han hecho pagar.

—Es posible, querido. Estamos a tope esta noche, así que son diez chelines. Los que vengan después de vosotros tendrán que pagar una libra. Estáis de suerte.

—Déjeme hablar con la señora Mayfield.

—Yo soy la señora Mayfield. Diez chelines cada uno.

—Vaya, Ma, no te reconocí con ese traje tan espléndido. Me conoces ¿verdad? Soy Boy Mulcaster.

—Sí, encanto. Diez chelines cada uno.

Pagamos, y el hombre que hasta entonces se había interpuesto entre nosotros y la puerta interior se hizo a un lado para dejarnos pasar. En el interior hacía calor y el local rebosaba de gente, porque el Old Hundredth estaba a la sazón en el apogeo de su fama. Encontramos una mesa y pedimos una botella que el camarero cobró antes de abrir.

—¿Dónde está Effie esta noche? —preguntó Mulcaster. —¿Effie qué?

—Effie, una de las muchachas que siempre está aquí. Una morena y muy bonita.

—Aquí trabajan muchas chicas. Algunas son morenas y otras rubias. Supongo que algunas podrían considerarse bonitas. No tengo tiempo para conocerlas a todas por su nombre.

—Voy a ver si la encuentro —dijo Mulcaster.

Cuando se hubo ido, dos muchachas se acercaron a la mesa y nos observaron con curiosidad.

—Vámonos —aconsejó una a la otra—, estamos perdiendo el tiempo. Son maricas.

Pronto volvió Mulcaster triunfante en compañía de Effie a quien, sin que nadie lo pidiera, un camarero sirvió inmediatamente un plato de huevos con
bacon
.

—Es el primer bocado que pruebo en toda la noche —explicó—. Lo único bueno de aquí es el desayuno. Te entra un hambre terrible andando por ahí sin hacer nada…

—Son seis chelines más —anunció el camarero.

Tras saciar el hambre, Effie se limpió los labios dándose suaves golpecitos y nos miró.

—A ti te he visto aquí muchas veces ¿verdad? —me preguntó.

—Me temo que no.

—¿Pero a ti sí te he visto? —interrogó a Mulcaster.

—Eso espero. ¿No habrás olvidado nuestra nochecita de septiembre?

—No, querido, claro que no. Eres el muchacho de la Guardia que se cortó el dedo del pie ¿verdad?

—Vamos, Effie, no te burles.

—Tienes razón, aquello fue otra noche ¿no? Ya sé… Estabas con Bunty aquella vez que vino la policía y todos nos escondimos donde guardan los cubos de basura…

—A Effie le encanta tomarme el pelo ¿verdad, Effie? Está molesta porque hace tiempo que no he venido a verla ¿no es así?

—Lo que tú digas. Pero sí es cierto que te he visto antes en alguna parte.

—Deja de burlarte.

—No pretendía burlarme. En serio. ¿Quieres bailar?

—Ahora no.

—Gracias a Dios. Esta noche me aprietan los zapatos de una manera espantosa.

Pronto Mulcaster y ella entablaron una absorbente conversación. Sebastian se echó hacia atrás en su asiento y me dijo:

—Voy a pedir que vengan aquellas dos.

Las dos mujeres sin pareja que nos habían mirado antes se acercaban de nuevo a nuestra mesa. Sebastian les sonrió, se levantó para invitarlas, y ellas tampoco tardaron en ponerse a comer con entusiasmo. Una de ellas tenía cara de calavera, la otra de niña enfermiza. Al parecer, la calavera me tocaba a mí.

—¿Qué os parece una fiestecita? —propuso ella—. Sólo nosotros seis en mi casa.

—Con mucho gusto —dijo Sebastian.

—Cuando entrasteis, pensamos que erais maricas.

—Es nuestra extrema juventud…

La calavera emitió una risita.

—Eres muy simpático.

—La verdad es que sois un encanto —dijo la enfermiza—. Sólo tengo que avisarle a la señora Mayfield que salimos.

Todavía era temprano, poco más de medianoche, cuando salimos a la calle. El conserje intentó convencernos de que cogiéramos un taxi.

—Yo cuidaré de su coche, señor. Yo que usted no conduciría; se lo digo en serio.

Pero Sebastian se sentó al volante y las dos mujeres se instalaron una encima de la otra a su lado para indicarle el camino. Effie, Mulcaster y yo nos acomodamos detrás. Creo que aplaudimos cuando arrancó el coche.

No fuimos muy lejos. Cogimos Shaftesbury Avenue e íbamos en dirección a Piccadilly cuando, por muy poco, evitamos una colisión de frente con un taxi.

—¡Por el amor de Dios! —exclamó Effie—. Mira por dónde vas. ¿Nos quieres matar a todos?

—Muy descuidado ese hombre —comentó Sebastian.

—Tu manera de conducir es muy peligrosa —le reconvino la calavera—. Además, deberíamos ir por el otro lado de la calle.

—Es verdad —admitió Sebastian, pasando bruscamente al otro lado.

—Oye, para. Prefiero ir a pie.

—¿Que pare? Desde luego.

Frenó y el coche se detuvo bruscamente de costado en medio de la calzada. Dos policías se aproximaron a paso ligero.

—Dejadme salir de aquí —dijo Effie y, dando un salto consiguió escapar corriendo.

Los demás nos vimos atrapados.

—Lo siento si estoy estorbando el tráfico, agente —se excusó Sebastian, pronunciando con cuidado—, pero la dama insistió en que parase para poderse apear. Era imposible negárselo. Como habrán observado, tenía mucha prisa. Cosa de los nervios ¿sabe?

—Déjame hablar a mí —intervino la calavera—. Vamos, sea bueno, guapo. Los muchachos no quieren molestar a nadie. Les meteré en un taxi y procuraré que lleguen a casa sin contratiempos.

Los policías nos miraron detenidamente para formarse un juicio sobre nosotros. Incluso es muy posible que todo hubiera salido bien, de no haber terciado Mulcaster.

—Vamos a ver, buen hombre —dijo—. No hay ninguna necesidad de decir que ha visto algo. Acabamos de estar en el local de Ma Mayfield. Imagino que ella les pagará una buena suma para mantener los ojos cerrados. Bueno, pues también pueden hacer la vista gorda en este caso y no van a perder nada.

Aquello resolvió cualquier duda que pudieran tener los policías. Poco después estábamos metidos en el calabozo.

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