Morreion, de pie al borde del farallón, inhaló los ponzoñosos vapores que brotaban del océano como si fueran un tónico.
—Mi memoria se activa —exclamó—. Recuerdo esta escena como si fuese ayer. Ha habido cambios, es cierto. Aquel pico de allá se ha visto erosionado hasta casi la mitad de su altura; el farallón en el que nos encontramos se ha elevado al menos una treintena de metros. ¿Tanto tiempo ha sido? Mientras erigía mis mojones y estudiaba mis libros los eones pasaban sin sentir. Sin mencionar el período inconcreto durante el que vagué por el espacio en un disco de sangre y materia estelar. Vayamos a Kaleshe; antiguamente era la guarida del archivolte Persain.
—¿Qué harás cuando encuentres a tus enemigos? —preguntó Rhialto—. ¿Están listos y a punto tus conjuros?
—¿Para qué necesito conjuros? —gruñó Morreion—. ¡Observa! —Apuntó con su dedo; un chorro de emoción brotó y fue a estrellarse contra un peñasco, haciéndolo pedazos. Apretó los puños; la pasión constreñida crujió como si estuviera estrujando reseco pergamino. Se dirigió a largos pasos hacia Kaleshe, con los magos apiñados detrás.
Los kalsh habían visto descender el palacio; un cierto número de ellos se habían reunido en la parte superior del farallón. Como los archivoltes, estaban revestidos de pálidas escamas azules. Cuerdas de osmio retenían las plumas negras de los hombres; las de las mujeres, sin embargo, de color verde, oscilaban y se agitaban libres mientras caminaban. Todos tenían dos metros de altura y eran tan delgados como lagartos.
Morreion se detuvo.
—¡Persain, adelántate! —gritó.
—No hay ningún Persain en Kaleshe —dijo un hombre.
—¿Qué? ¿No hay ningún archivolte Persain?
—Ninguno con ese nombre. El archivolte local es un tal Evorix, que se marchó a toda prisa a la vista de vuestro palacio peregrino.
—¿Quién custodia los archivos de la ciudad?
Otro kalsh dio un paso adelante.
—Yo soy ese funcionario que buscas.
—¿No conoces el nombre de Persain el archivolte?
—Conozco de oídas a un Persain que fue devorado por una arpía a finales del vigesimoprimer eón.
Morreion lanzó un gruñido.
—¿Se me ha escapado? ¿Qué hay de Xexamedes?
—Se fue de Jangk; nadie sabe dónde.
—¿Djorin?
—Vive, pero se mantiene recluido en un castillo perlino rosa al otro lado del océano.
—¡Ajá! ¿Qué hay de Ospro?
—Muerto.
Morreion lanzó otro gruñido abismal.
—¿Vexel?
—Muerto.
Morreion gruñó una vez más. Nombre a nombre, fue recorriendo la lista de sus enemigos. Sólo cuatro sobrevivían.
Cuando se dio la vuelta, su rostro estaba crispado y como extraviado; no pareció ver a los magos de la Tierra. Todas sus piedras escarlatas y azules habían perdido su color.
—Sólo cuatro —murmuró—. Sólo cuatro para recibir la descarga de toda mi fuerza… No es suficiente, ¡no es suficiente! ¡Son tantos los que se han librado! ¡No es suficiente, no es suficiente! ¡El equilibrio debe ser ajustado! —Hizo un gesto brusco—. Venid! Al castillo de Djorin!
Derivaron en el palacio cruzando el océano, mientras el gran globo rojo de Kerkaju seguía su camino encima y debajo de ellos. Una serie de acantilados de cuarzo y cinabrio moteados se alzaron ante ellos; en una prominencia que se adentraba en el mar se erguía un castillo con la forma de una gran perla rosada.
El palacio peregrino se posó en una zona plana; Morreion bajó los escalones y avanzó hacia el castillo. Una puerta circular de sólido osmio retrocedió; un archivolte de casi tres metros de altura, con plumas negras agitándose otro metro por encima de su cabeza, se adelantó.
—¡Haz salir a Djorin! —gritó Morreion—; ¡tengo un asunto que tratar con él!
—¡Djorin está dentro! ¡Hemos tenido un presentimiento! Tú eres el mono terrestre Morreion, del lejano pasado. Ve con cuidado: estamos preparados contra ti.
—¡Djorin! —gritó Morreion—. ¡Sal!
—Djorin no saldrá —afirmó el archivolte—. Como tampoco lo harán Arvianid, Ishix, Hercíamon o los demás archivoltes de Jangk que han acudido para combinar sus poderes contra los tuyos. Si quieres venganza, dirígete a los auténticos culpables; no nos molestes con tus insignificantes quejas. —El archivolte volvió a entrar en el castillo, y la puerta de osmio se selló a sus espaldas.
Morreion se mantuvo inmóvil. Mune el Mago avanzo y dijo:
—Les haré salir en un parpadeo con el Extractor Azul de Houlart. —Aulló el conjuro en dirección al castillo, sin ningún resultado. Rhialto intentó un conjuro de Pululaciones Cerebrales, pero la magia fue absorbida; Gilgad utilizó a continuación su Golpe Galvánico Instantáneo, que se estrelló inofensivamente en la nacarada superficie rosa.
—Es inútil —dijo Ildefonse—. Sus piedras IOUN absorben la magia.
Entonces se activaron los archivoltes. Se abrieron tres puertas; brotaron simultáneamente tres conjuros, que fueron interceptados por las piedras IOUN de Morreion, que pulsaron momentáneamente con gran brillo.
Morreion avanzó tres pasos. Apuntó con su dedo; la fuerza golpeó la puerta de osmio. Crujió y se agitó, pero se mantuvo firme.
Morreion apuntó su dedo al frágil nácar rosa; la fuerza pareció deslizarse sobre la superficie y se perdió.
Morreion apuntó entonces a los pilares de piedra que sostenían el castillo. Estallaron en fragmentos. El castillo se inclinó, rodó y cayó por el acantilado. Golpeó de saliente en saliente, aplastándose y quebrándose, y golpeó con un gran chapoteo contra la superficie del océano Mercurial, donde fue atrapado por la corriente y arrastrado al mar abierto. Los archivoltes reptaron fuera por las grietas y treparon a su parte superior. Fueron saliendo uno tras otro, hasta que su peso acumulado hizo girar la perla sobre sí misma, arrojándolos al mar Mercurial, donde se hundieron hasta las caderas. Algunos intentaron nadar hasta la orilla, otros se tendieron horizontales sobre su espalda y se impulsaron con sus manos. Una ráfaga de viento capturó la burbuja rosa y la envió rodando sobre si misma mar adelante, arrojando a los pocos archivoltes que habían quedado como una rueda sacude sus gotas de agua al girar. Una bandada de arpías de Jangk se alzó de la orilla para envolver y devorar a los archivoltes que tenían a mano; los otros se dejaron arrastrar por la corriente hacia mar abierto, donde se perdieron de vista.
Morreion se volvió lentamente a los magos de la Tierra. Su rostro era gris.
—Ha sido un fracaso —murmuró—. No ha servido de nada.
Caminó a pasos lentos hacia el palacio. Se detuvo en seco en los escalones.
—¿Qué quiso decir con «los verdaderos culpables»?
—Una forma de hablar —respondió rápidamente Ildefonse—. Vayamos al pabellón; nos refrescaremos con un poco de vino. Al menos has completado tu venganza. Y ahora… —Su voz murió mientras Morreion subía los peldaños. Una de las brillantes piedras azules perdió su color. Morreion se envaró como asaltado por un repentino dolor. Se volvió en redondo para mirar de mago en mago. —Recuerdo un rostro de un hombre calvo, con mechones de pelo colgando de sus mejillas. Era un hombre robusto… ¿Cuál era su nombre?
—Estos acontecimientos están muy lejos en el pasado —dijo el diabolista Shrue—. Será mejor que te los saques de la cabeza.
Otra de las piedras azules se volvió opaca; los ojos de Morreion parecieron captar la luminosidad que habían perdido.
—Los archivoltes llegaron a la Tierra. Los conquistamos. Suplicaron por sus vidas. Todo esto lo recuerdo… El jefe de los magos exigió el secreto de las piedras IOUN. ¡Ah! ¿Cuál era su nombre? Tenía la costumbre de tironear de los mechones negros de su pelo… Un hombre apuesto, un gran petimetre, casi puedo ver su rostro, le hizo una proposición al jefe de los magos. ¡Ah! ¡Ahora todo empieza a estar claro! —Las piedras azules fueron opacificándose una a una. El rostro de Morreion brilló con un fuego blanco. La última de las piedras azules se volvió pálida.
Morreion habló con voz suave, una voz delicada, como si saboreara cada palabra.
—El nombre del jefe de los magos era Ildefonse. El petimetre era Rhialto. Recuerdo cada detalle. Rhialto propuso que yo fuera a averiguar el secreto; Ildefonse juró protegerme, como si fuese su propia vida. Confié en ellos; confié en todos los magos de la cámara: Gilgad estaba allí, y Hurtiancz, y Mune el Mago, y Perdustin. Todos mis queridos amigos, que se unieron en un solemne voto de convertir a los archivoltes en rehenes para garantizar mi seguridad. Ahora sé quienes fueron los culpables. Los archivoltes lucharon conmigo como enemigos. Mis amigos me enviaron y nunca volvieron a pensar en mí. Ildefonse…, ¿qué tienes que decir, antes de ir a aguardar durante veinte eones en un lugar que conozco muy bien?
—Vamos, no tienes que tomarte las cosas tan en serio —dijo Ildefonse con rostro ceñudo—. Todo ha ido bien y ha terminado bien; de nuevo estamos felizmente reunidos, ¡y el secreto de las piedras IOUN es nuestro!
—Por cada dolor que he sufrido, tú deberás sufrir veinte —dijo Morreion—. Rhialto también, y Gilgad, y Mune, y Herark, y todos los demás.
—Vermoulian, haz que se alce el palacio. Regresemos por el mismo camino por el que hemos venido. Pon doble fuego al incienso.
Rhialto miró a Ildefonse, que se encogió de hombros.
—Inevitable —dijo Rhialto. Evocó el conjuro de la Estasis Temporal. El silencio se adueñó de la escena. Todas las personas quedaron inmóviles como otros tantos monumentos.
Rhialto ató los brazos de Morreion a sus costados con fuertes tiras de tela. Ató juntos sus tobillos, y cubrió con una banda la boca de Morreion, para impedirle pronunciar ningún sonido. Encontró una red y, capturando las piedras IOUN, las atrajo hasta la cabeza de Morreion. en estrecho contacto con su cuero cabelludo. Tras pensarlo un poco, ató otra banda sobre los ojos de Morreion.
No podía hacer más. Disolvió el conjuro. Ildefonse cruzaba ya el pabellón. Morreion se agitaba y se contorsionaba, incrédulo. Ildefonse y Rhialto lo tendieron sobre el suelo de mármol.
—Vermoulian —dijo Rhialto—, ten la bondad de llamar a tus sirvientes. Haz que traigan una carretilla y trasladen a Morreion a una habitación oscura. Necesita un poco de descanso.
Rhialto encontró su casa tal como la había dejado, con excepción del poste indicador, que estaba completo. Satisfecho, se dirigió a una de sus habitaciones de atrás. Allá abrió un hueco en el subespacio y metió en él la red de piedras IOUN que llevaba consigo. Algunas brillaban con un azul incandescente; otras en un tono entremezclado escarlata y azul; el resto resplandecía con un rojo profundo, un rosa, un rosa y verde, un verde pálido y un lavanda pálido.
Rhialto agitó pesaroso la cabeza y cerró la dimensión sobre las piedras. Regresó a su sala de trabajo, localizó a Puiras entre los minúsculos y lo devolvió a su tamaño normal.
—De una vez por todas, Puiras, me he dado cuenta de que ya no necesito tus servicios. Puedes unirte a los minúsculos, o coger tu paga y marcharte.
Puiras lanzó un rugido de protesta.
—¡He desgastado mis dedos hasta casi el hueso! ¿Es éste todo el agradecimiento que recibo?
—No siento deseos de discutir contigo; de hecho, he contratado ya a tu reemplazo.
Puiras observó al alto hombre de ojos vacuos que había entrado en la sala de trabajo y caminaba vacilante de un lado para otro.
—¿Es ese tipo? Le deseo suerte. Dadme mi dinero; ¡y nada de vuestro oro mágico, que luego se convierte en arena!
Puiras tomó su dinero y se marchó. Rhialto se dirigió a su nuevo sirviente:
—Como primera tarea, puedes limpiar el desastre del aviario. Si encuentras cadáveres, échalos a un lado; ya me encargaré yo de ellos. Luego, las baldosas del gran salón…
John Holbrook Vance, conocido por su pseudónimo Jack Vance, nació en San Francisco el 28 de agosto de 1916. Creció en San Francisco y, posteriormente, en una granja cerca de Oakley, en el delta del río Sacramento. Abandonó temprano sus estudios para trabajar en una conservera y en una draga, pero los retomó para estudiar Ingeniería, Física, Periodismo e Inglés en la Universidad de Berkeley. Durante este periodo trabajó como electricista en los astilleros de Pearl Harbour.
En 1940 comienza a escribir sus primeros libros. Se graduó en 1942 y sirvió durante la guerra en la marina mercante. En 1946 se casa con Norma Ingold y viven con su hijo en una casa construida por Vance. Realizaron numerosos viajes alrededor del mundo, viviendo en sitios como Tahití, Italia o una casa-barco en Cachemira.
Gran amigo de Frank Herbert y Poul Anderson, los tres compartieron una casa-bote en el delta del río Sacramento. Los Vance y los Herbert vivieron juntos en Mexico una temporada.
Trabajó como marino, tasador, ceramista y carpintero antes de poder dedicarse por completo a la escritura en 1970.
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Tiempo-luz: concepto intraducible e incluso incomprensible. En este contexto, el término implica un rastro a través del continuo crónico, perceptible mediante un aparato sensor adecuado.
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[2]
Los asociados más conscientes de Eshmiel han especulado a menudo que Eshmiel utilizaba este medio para simbolizar las Grandes Polaridades que permean el universo, al tiempo que afirmaba la infinita variedad derivada de la simplicidad aparente. Estas personas sonsideraban el mensaje de Eshmiel profundo pero optimista, aunque el propio oEshmiel se negó siempre a emitir un análisis.
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