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Authors: Katherine Neville

Tags: #Intriga, Policíaco

Riesgo calculado (18 page)

BOOK: Riesgo calculado
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Georgian cogió el pequeño cubo de cristal que le tendía y miró el billete de dólar a través de él. Al aumentar, pareció cobrar vida. Lo que a simple vista tenía el aspecto de un confuso mar de adornos verde salvia, surgió ante sus ojos como una miríada de floridos puntos, remolinos, rayas y sombras verdinegras de esmerada textura.

—Cuando observe la mitad izquierda del Gran Sello, donde está la pirámide de Egipto —le explicaba Kawabata—, ¡se dará cuenta de que el ojo místico masónico suspendido encima de halla rodeado de versos antiguos! Es este tipo de precisión el que se pretende lograr.

Georgian alzó la vista de la lupa.

—¿Qué vamos a imprimir? —preguntó.

—¿Por qué no su billete de dólar? —replicó Kawabata, sonriendo y cogiendo el billete de debajo de la lupa—. Pero, hagámoslo más interesante. Como se trata de un mero ejercicio, simulemos que el dólar se imprime en varios colores, como los billetes de algunos países.

Con un rotulador, coloreó cuidadosamente el ojo místico de rojo, de modo que parecía haber pasado una noche insomne sobre la pirámide. —Así podré mostrarle algunas técnicas de grabado más complejas. Los jóvenes de hoy en día suelen tener mucha prisa por llegar a algún sitio, sin saber realmente adónde van. Pero el grabado no puede hacerse con prisas. El grabado es como la ceremonia del té; debe realizarse paso a paso, y cada paso a su debido tiempo. Entonces despliega sus secretos para ti, como una flor abriéndose.

Kawabata la llevó al cuarto oscuro que había junto a su estudio y allí le mostró, paso a paso, los laboriosos procesos requeridos para poner un ocultador a las placas fotográficas, cubrir las planchas de grabado con una emulsión fotosensible, preparar los baños de ácido y controlar con cuidado el tiempo necesario para cada etapa de la operación. Era similar al revelado de negativos y el proceso de impresión, pero Kawabata destacaba la importancia de cuidar extremadamente cada detalle preciso, de lograr un nivel de limpieza y esmero mucho mayor que el requerido para hacer una fotografía de primera calidad.

—Para mezclar un color —explicó Kawabata cuando hubieron aclarado y secado cuidadosamente la última placa fotográfica—, aunque se trate sólo del negro, es preciso sentirlo en el alma. Ahora vamos a mi estudio para meditar.

—¿Meditar? —preguntó Georgian, desconcertada.

—Un maestro grabador siempre debe meditar antes de preparar el color —afirmó Kawabata—, para conseguir que las vibraciones de su alma estén en armonía con el universo.

Georgian no se dio cuenta de lo tarde que era cuando terminaron el grabado. Ella y Kawabata estaban sentados en la amplia sala de estar donde habían tomado antes el té. La joven sorbía un sake de ciruela caliente y sostenía entre los dedos el billete perfecto de un dólar de color rojo y verde. Se sentía como si acabara de licenciarse en una carrera de diez años como maestra grabadora.

—Señor Kawabata —dijo, soñolienta a causa de la fatiga y de los efectos del sake caliente—. No tengo palabras para expresar lo que esta tarde ha significado para mí. Me voy a ir derecha a casa para empezar a practicar todo lo que me ha enseñado.

—¿Tiene una prensa para trabajar?

—No, pero supongo que podré comprar una. ¿No habrá anuncios de prensas a la venta en los periódicos?

—Todas esas prensas nuevas tienen mezcladores automáticos de color. Son muy buenas si lo que quiere es imprimir en serie. Pero, para una artista como usted, creo que sería preferible utilizar una prensa de estilo más antiguo que permite hacerlo todo manualmente. Así podrá mezclar los colores y alcanzar la perfección. No destruirá los delicados matices del grabado.

—¿Dónde puedo encontrar una prensa así? —preguntó Georgian.

—Tengo una aquí que puedo prestarle o venderle, señorita Heyer. ¿Cómo va a volver a casa? Quizá podamos meterla en un taxi grande. Y creo que dos personas podrían bajarla hasta el sendero de entrada. Si no tiene que subir cinco pisos cuando llegue a su destino…

El teléfono estaba sonando y Lelia lo buscaba por entre las pilar de cojines del sofá. Por fin consiguió desenterrarlo y respondió sin resuello:


¿Aló? ¿Aló
? —Tras unos segundos, exclamó—: ¡Oh, no! ¡Oh,
merde
!
Oui
, está aquí. Sí, haré que vaya enseguida. Pero estás
complètement fou, mi chéri
.

—Lo que no consigo imaginar —decía Tor, que llegaba de la cocina con las manos llenas de masa enharinada— es cómo consigue siempre que las uvas se hinchen en el
strudel
, si las pone entre dos capas de masa… ¿Qué ocurre?

Lelia estaba delante de él, mirándolo con la cara descompuesta.

—Es Chorchione —contestó, volviendo a poner el auricular en su sitio con un suspiro—. Tiene que ir a recogerla.

—¿Dónde demonios está? —dijo él, limpiándose las manos en el trapo que llevaba atado alrededor de la cintura—. Son casi las cinco y tenía que haber vuelto a mediodía. ¿Algo ha salido mal?


Oui
. Está esperando en el ferry de Staten Island a que usted vaya a recogerla.

—¿Por qué no coge el metro para venir? —preguntó Tor.

—Está en el embarcadero del ferry en Staten Island —replicó Lelia.

—Entonces, ¿por qué no coge el ferry y luego el metro?

—Porque,
mon cher ami
, no encuentra a nadie que la ayude a subir y bajar del ferry con su prensa.

Fusiones

El dinero en sí no puede crecer.

ARISTÓTELES

VIERNES, 4 DE DICIEMBRE

No vi ni a Georgian ni a Tor en toda la semana. Habían llevado con gran secreto y misterio su plan, pero me aseguraron que me lo contarían todo durante la cena del viernes por la noche, antes de que regresara a San Francisco. Mientras tanto, yo tenía mi propio trabajo por hacer.

Nueva York estaba lleno de bancos y mi secretario, Pavel, a quien le encantaba poner conferencias, había telefoneado a un gran número de ellos para simular mi itinerario. Pese a haber montado las visitas y aquellos departamentos de seguridad con objeto de encubrir mi escapada para ver a Tor, ahora que éste era mi rival en una apuesta y no ya mi consejero, tanto las reglas como los intereses habían cambiado. Y, puesto que me encontraba en Nueva York, empollar un poco de seguridad no me haría ningún daño.

El señor Peacock, de la United Trust, estaba casi al final de mi lista, pero no tenía nada nuevo que decirme, de modo que me las arreglé para librarme de la cita que tenía con él para almorzar. Necesitaba estar un tiempo a solas para pensar. Pero cuando acudí a la última cita concertada, me encontré con una gran sorpresa.

Debía de haber cien mil personas en Nueva York que se apellidaran Harris, de modo que me sorprendió descubrir que el Harris que estaba a cargo de la seguridad del Citibank era uno de mis antiguos amigos, ¡los Bobbesy Twins!

Diez años antes, la última vez que lo había visto, estaba algo gordo, iba despeinado, llevaba los faldones de la camisa por fuera y ceniza de cigarrillo esparcida por el vientre. Era evidente que el tiempo y el dinero habían obrado en su favor.

Cuando se levantó de su elegante mesa de palisandro para saludarme, me fijé en sus sienes plateadas y bien peinadas, su chaqueta deportiva cachemira, su corbata de reps y el soporte lleno de costosas pipas extranjeras que adornaba la mesa.

—¡Harris! —exclamé, cuando rodeó la mesa para abrazarme calurosamente—. ¿Qué rábanos haces trabajando aquí? Cuando hablé con Charles la semana pasada estabas en el centro de cálculo…

Harris se llevó un dedo a los labios y miró por el cristal de la puerta de su despacho.

—Mal negocio si se enteran —me advirtió—. Aquí me consideran algo así como un alto funcionario. Vamos a ver, ¿tienes planes para almorzar? Podríamos ir a comer y charlar a alguna parte.

Así pues, Harris cogió su abrigo de piel de camello y su pañuelo de seda con flecos y nos fuimos al Four Seasons; una leve mejora con respecto a la pista de petanca donde solíamos cenar en otros tiempos.

El edificio que albergaba el Centro Científico de Cálculo no había cambiado demasiado en los últimos diez años, como descubrí cuando fuimos allí en taxi después de comer. Estaba ennegrecido como si lo hubiera chamuscado un incendio. Los hilos de cobre del corazón de Charles debían de estar ya verdes, pensé, si aún mantenían las ventanas abiertas para «enfriarlo» con el humo de las fábricas de Queens.

Los británicos del estilo de los Bobbsey Twins siempre se llamaban por el apellido. En su caso resultaba un poco confuso, ya que tenían el mismo. Como
teckies
que eran, habían resuelto el problema atribuyéndose mutuamente un subíndice: Harris Sub Uno y Harris Sub Dos. Y así seguía yo pensando en ellos.

Cuando entramos en el centro de cálculo, Harris estaba de pie, de espaldas a nosotros y ocupado con una máquina dotada de muchas partes móviles y que parecía llenar y doblar sobres. El ruido era ensordecedor.

La habitación parecía algo más limpia que en el pasado. Charles Babbage estaba en el centro de la misma, apoltronado y feliz como un pachá supervisando su harén. Lo habían pintado de un alegre color azul celeste y ostentaba una vieja gorra de béisbol de los Brooklyn Dodgers colgada en la parte superior de la consola. A pesar del disfraz, resultaba fácilmente reconocible.

—¡Caramba, si es Verity Banks! —exclamó Harris, cuando se dio la vuelta y me vio—. Charles, mira, chaval, ¡tu madre está aquí!

—¡Apaga esa máquina infernal! —bramó Harris1—. No puedo oír ni mis pensamientos.

Harris, apagó el rellenador de sobres y se acercó a nosotros con una sonrisa radiante. También él tenía un aspecto magnífico, con su chaqueta de tweed con coderas de piel y un suéter de cuello vuelto de varios colores. Se había dejado crecer una barba canosa y parecía el vivo retrato de un hacendado.

—Por lo que veo, a los dos os ha ido muy bien —le dije—. Tenéis buen aspecto y, si no me equivoco, ¡aquí hay más hardware que hace diez años!

—En realidad, nos hemos metido en el negocio de los pedido por correo —explicó Harris1—. Charles Babbage es el presidente de nuestra corporación y nosotros los vicepresidentes. Las máquinas estaban demasiado tiempo sin funcionar e iban a seguir así durante muchos años. Nos aburríamos como ostras toda la noche aquí; por eso Harris2 se buscó ese trabajo diurno en el banco. Descubrimos que podíamos dirigir este sitio aunque uno de nosotros trabajara en otra parte. Luego nos volvimos más creativos y abrimos un negocio. Luego nos volvimos más creativos y abrimos un negocio. Hemos hecho un montón de dinero nosotros tres en estos últimos años.

—Suena muy bien, aunque ligeramente ilegal —les dije—. Después de todo, vosotros no sois los dueños de este centro de cálculo.

—También tú has estado utilizando a Charles Babbage en los últimos diez años —señaló Harris1—. Leemos los registros diarios, ¿sabes? Pero hemos comentado muchas veces que, si tú no le hubieras salvado la vida, nosotros no habríamos llegado a nada. En cierto modo, Charles nos ha dado la inspiración que necesitábamos para convertirnos en empresarios.

Yo hojeaba algunos de los listados que caían sobre la bandeja de la impresora de Charles mientras charlábamos.

—¿Qué es esto? —pregunté.

—Un listado de direcciones que nos ha encargado nuestro principal cliente —explicó Harris2—, un consorcio de universidades de la Costa Este. Ellos han refundido sus listados de antiguos alumnos con objeto de escoger a la flor y nata, a los alumnos realmente ricos, y solicitar tipos especiales de donativos conjuntos.

—Nosotros hemos completado los datos —intervino Harris1—, añadiendo información de Dun y Bardstreet, del Registro Social e incluso de los valores en cartera de bienes raíces en las zonas más elegantes de la costa. Si pusiéramos en venta este listado, por sí solo podría valer medio millón de dólares.

Mientras escuchaba, estudié la lista con mayor detenimiento. No sólo incluía nombre, categoría y número de serie, sino también estadísticas familiares, afiliación política, conexiones en el mundo de los negocios, pertenencia a clubes, propiedades y donativos libres de impuestos entregados a varias instituciones. Era oro puro, y yo lo sabía. Tal vez esa lista valiera medio millón pera los Bobbsey, pero para mí tenía un valor mucho mayor.

Sonreí. Una vez más, Charles Babbage acudía en mi ayuda sin tan siquiera saberlo. Tenía que establecer miles de cuentas falsas cuando volviera a San Francisco, ¿no?, cuentas donde pudiera depositar toda la pasta mientras la invertía sin que nadie sospechase a causa del volumen de los depósitos que se movían. Difícilmente hallaría mejores nombres que los que tenía ante mí. Y ni siquiera me vería obligada a inventarme números de la seguridad social ni situaciones financieras solventes; lo tenía todo allí.

Claro está que, desde mi punto de vista, ¡el argumento decisivo era que muchos de los peces gordos de aquella lista eran también miembros de Vagabond Club! Quizás hubiera justicia en ese mundo después de todo.

No dejé de silbar de camino al hotel. La iluminación de la Quinta Avenida le daba el aspecto de un árbol de Navidad. El aroma del invierno flotaba en el aire y las gentes recorrían las calles a paso vivo. Era casi de noche cuando empujé la puerta giratoria de cristal del Sherry.

Cuando llegué a mi habitación, dispuesta a cambiarme para cenar, vi que la luz roja del teléfono parpadeaba, así que llamé a la recepción para recoger los mensajes. Había recibido dos llamadas: una de Pearl y otra de Tavish, ambas desde San Francisco. Miré el reloj. Si en Nueva York eran las siete y media, en California serían las cuatro y media; el banco aún estaría abierto. Decidí que tenía tiempo para darme una ducha primero. Llamé al servicio de habitaciones para pedir una botella de jerez y me dispuse a hacer mis abluciones. Cuando salí del cuarto de baño quince minutos más tarde, con la cabeza envuelta en una toalla, en la salita de estar había una bandeja con vasos. Me serví y cogí el teléfono.

—La señorita Lorraine ya no está en este número —me informó la secretaria del banco—. Ahora trabaja para el señor Karp. No se retire, por favor; le pasaré la comunicación.

Tras unos instantes, oí la voz de Pearl al otro lado de la línea.

—Hola, corazón —dijo Pearl—. Me alegro de que hayas llamado. Me ha parecido que debías saber que por aquí están pasando ciertas cosas. Nuestro amigo Karp y tu jefe, Kiwi, han estado planeando medidas extremas en tu ausencia. Mi despacho, si es que a este tugurio se le puede llamar así, se encuentra al lado del de Karp y a través de las paredes oigo todo lo que dicen. Preveo un largo viaje transoceánico para ti en el futuro.

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