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Authors: Katherine Neville

Tags: #Intriga, Policíaco

Riesgo calculado (44 page)

BOOK: Riesgo calculado
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—Aunque no sirva de ayuda —dijo Tavish a través de la línea plagada de interferencias—, hay una cosa bastante divertida que he pensado que te animaría. He hablado con tu secretario, Pavel; siempre tiene los chismes más sabrosos de todo el banco. Adivina lo que los hados le han deparado a tu antiguo jefe, Kiwi. ¡Le han negado el ingreso en el Vagabond Club!

—¿En serio? —Me quedé boquiabierta—. ¿Cómo ha podido suceder algo así?

—Al parecer fue en la votación secreta para decidir su admisión —explicó Tavish—. Pero Pavel dice que, según los rumores, fue el propio Lawrence quien emitió el voto en contra.

—Imposible —le aseguré—. Lo sé de buena tinta: Lawrence era su único valedor. Difícilmente lo consideraría el tipo de persona que cambia de opinión en el último momento.

—No obstante, incluso Kiwi lo cree —me contó Tavish—. No te puedes imaginar cómo está. Pavel dice que se ha pasado días encerrado, ¡con gafas de espejo y echando espumarajos por la boca! Al parecer, nadie sabe tampoco si sigue siendo el candidato para suceder a Lawrence en el banco. ¡Lo único que me alegraría más sería que deportaran a Karp a Alemania!

Colgamos después de habernos reído un montón y de fingir que estábamos animados. Le dije a Tavish que lo llamaría al día siguiente para darle el veredicto final sobre nuestro destino común, una vez que supiera cuál era. Pero si el rechazo del ingreso de Kiwi en el club era todo lo que Tavish podía sacar del banco, mucho me temía que ya conocía nuestro destino.

El sol se elevó resplandeciente sobre el día fatídico, arrojando con indiferencia sus diamantes de luz sobre el mar.

El barco con los cerdos aún no había llegado, pero los de nuestro grupo daban la impresión de ser ellos los que iban camino del matadero cuando se dispusieron a subir la colina en dirección al pueblo, dejándonos a Pearl y a mí en el castillo para ocultar nuestros rostros reconocibles. Me tumbé en el parapeto bañado por el sol absolutamente confusa, contemplando absorta una mariposa que se movía como un trozo de papel plateado entre las abundantes flores de Lelia.

Pearl se fue al estanque caliente a bañarse, probablemente para que así no tuviéramos que estar mirándonos la una a la otra como un par de bobas infelices e impotentes, mientras esperábamos el tañido fúnebre del destino, que podía tardar horas.

Me quedé allí sola contemplando la mariposa. Revoloteaba sin un propósito aparente, apartándose de vez en cuando del muro, dejándose llevar por una corriente de aire en un círculo sin sentido, explorando sin gran interés una flor. Qué extraño que un insecto pudiera sobrevivir sin un propósito, pensé, mientras que las personas no podían.

Lawrence, por ejemplo. Yo sabía que cada uno de sus actos tenía un motivo, aunque no había conseguido demostrar que ninguno de ellos fuera infame e ilegal. El motivo por el que había mantenido a los auditores al margen era que planeaba comprar aquella isla y aparcar el dinero allí. Y su motivo para patrocinar el ingreso de Kiwi en el Vagabond Club era…

Me incorporé en la tumbona y miré a la mariposa más de cerca. Aquel revoloteo sin sentido alrededor de un lugar, ¿no sería un camuflaje o una táctica de evasión? ¿Qué motivo tenía Lawrence para patrocinar el ingreso de Kiwi en el Vagabond Club? Si un tipo como Lawrence patrocinaba a alguien como Kiwi, lo más seguro era que primero se asegurara de que nadie vetaría al candidato que él había elegido. Tenía que haber sido el propio Lawrence quien hubiera terminado con Kiwi, pero ¿por qué?

Entonces, la idea acudió a mí como en un flash. Durante todo el tiempo había estado haciéndome la pregunta equivocada. La pregunta no debería haber sido por qué, sino cuándo.

¿Cuándo había propuesto Lawrence a Kiwi como miembro del Vagabond Club? Respuesta: La semana en que yo empecé a poner en marcha mi proyecto del círculo de calidad.

¿Cuándo había decidido Lawrence que mi equipo debía informarle directamente a él? Respuesta: Cuando Pearl y Tavish sugirieron que debía informar al Comité de Dirección o al departamento de revisión de cuentas.

¿Cuándo había decidido Lawrence que mi proyecto debía continuar, en lugar de ser cancelado? Respuesta: Cuando yo amenacé con ponerlo en manos de los auditores.

¿Cuándo le habían negado a Kiwi la entrada en el club como miembro? Respuesta: La semana en que mi proyecto concluyó y yo me fui de vacaciones.

Última pregunta: Si Lawrence había hecho todo eso porque su objetivo era librarse de mí para poder hacer algo turbio en los sistemas informáticos del banco, ¿cuál sería el mejor momento para hacerlo? Respuesta: ¡Ahora! ¡Ahora! ¡Ahora!

¡Qué idiota había sido al no darme cuenta! ¡Tuvo que ser Lawrence desde el principio! Lawrence quien rechazó mi primera propuesta sobre seguridad. Lawrence quien se encargó de que no tuviera ninguna posibilidad de trabajar en el Fed. Lawrence quien intentó enviarme a Frankfurt a pasar el invierno.

Tan soterrado era el control de Lawrence sobre los demás, que el pobre Kiwi había llegado a pensar que todas aquellas ideas eran suyas, incluso que otro, y no Lawrence, había vetado su ingreso en el club. Pero el hecho de que Kiwi hubiera sido vetado porque ya no era útil, de que yo no estuviera en el banco y de que Lawrence se encontrase a punto de desembarcar en la isla, me demostraba que el momento había llegado finalmente.

Tenía que ir hasta el teléfono y llamar a Tavish de inmediato. Me puse en pie de un salto y corrí hacia la casa maldiciendo a Pearl por dejarme en la estacada. No tenía ni idea de dónde se guardaban las cosas en el castillo o dónde encontrar algo que pudiera usar como disfraz, pero no disponía de tiempo para bajar hasta el estanque y pedirle ayuda.

Recorrí tres o cuatro estancias, revolviendo maletas y cajas hasta que por fin hallé un viejo albornoz negro con una capucha para cubrirme la cabeza. Me lo puse rápidamente, luego cogí uno de los grandes pañuelos de seda de Tor y me lo até alrededor de la cabeza para taparme la cara de los ojos hacia abajo. Al echar un rápido vistazo al enmohecido espejo de la pared, me vi como un monje franciscano con una mascarilla de cirujano, pero tendría que servir. Me calcé unas sandalias de cuero y, levantando la parte inferior del albornoz, bajé corriendo por la ladera rocosa sin preocuparme por seguir el sendero en zigzag; era demasiado largo.

Al llegar al edificio de los fabricantes de velas, me ajusté la capucha alrededor de la cara velada, dejando que tan sólo asomara un ojo, como haría una musulmana corriente. Cuando llegué a la entrada, un tipo árabe y distinguido que vestía a la occidental salió por la puerta y yo torcí el gesto ante mi mala suerte. Era una autoridad en la materia que podía desenmascarar mi descuidado disfraz.

—Allah karim
—dijo, pasando junto a mí con repugnancia. Lo cual quería decir: «Dios es benefactor» o, en otras palabras, pídele a Él y no a mí una limosna. Algún día tendría que hablar con Georgian sobre el estado de su guardarropa. Aunque quizá me había salvado, por el momento.

Corrí escaleras arriba y, con el albornoz aún levantado, me dirigí a toda prisa a la habitación donde estaban los teléfonos. Abrí la puerta de golpe, irrumpí en la habitación y… me quedé paralizada.

Lelia estaba de pie ante la pizarra con la tiza detenida en el aire. Ante ella, sentados en rectas filas, como en un aula, se hallaban Tor, Georgian ¡y una docena, o más, de miembros del Vagabond Club!

Lelia me miró fijamente; todos los demás se volvieron para averiguar el motivo de la interrupción y Lawrence, en la última fila, a tan sólo unos centímetros de mí, ¡comenzó a levantarse de su asiento! Inclinándome y retrocediendo tan rápidamente como me fue posible, volví al pasillo y extendí la mano para cerrar la puerta, pero Tor era demasiado veloz para mí. Tan pronto como me vio, en tres ágiles zancadas cruzó la habitación, me cogió del brazo, me empujó contra la pared y cerró de golpe la puerta tras nosotros.

—¿Qué demonios estás haciendo aquí? —susurró frenéticamente—. ¿Es que has perdido el juicio? ¿Y si te hubieran reconocido?

—… desesperadamente… teléfono… —balbucí a través del velo y la capucha.

—¿Qué tienes en la boca, una manzana? —dijo, irritado, abriéndome la capucha. Se quedó mirando el pañuelo, luego sonrió, me puso una mano bajo el mentón y movió mí velada cara a izquierda y derecha para verla mejor—. ¡Qué encantadora! —exclamó, sonriendo aún—. Me gusta mucho tu nuevo aspecto. Quizá si sólo llevaras el pañuelo y nada más…

Justo entonces la puerta, que no estaba cerrada del todo, se abrió de nuevo. Lelia volvió a quedarse paralizada con la tiza en la mano, Georgian parpadeó al ver el atuendo que había elegido y los otros se quedaron mirando. Tor, que seguía aferrándome del brazo y con la otra mano debajo de mi mentón, sonrió tímidamente al grupo de dentro.

—Perdónenme —dijo, recobrándose y aclarándose la garganta—. Caballeros, les presento a madame Rahadzi, la esposa de uno de nuestros más importantes clientes de Kuwait. Me ha pedido que la acompañe a una habitación privada don de esperar a que su marido concluya sus negocios aquí. Si me perdonan…

—Por supuesto —replicó Lelia por ellos, inclinando la cabeza en nuestra dirección—. ¡Y
saha
, madame Rahadzi! —Cuando Tor cerró de nuevo la puerta, la oí decir, con mayor firmeza esta vez—: Ahora prosigamos, caballeros.

Tor me arrastró prácticamente a lo largo del pasillo. Al llegar al otro extremo, me metió en una habitación vacía con suelo de madera dura, entró tras de mí, cerró la puerta y, apoyándose en ella, me atrajo hacia sí, tiró de mi velo hacia abajo y me besó con una intensidad tal que sentí mis piernas flaquear.

—Madame Rahadzi —susurró, cuando salimos a la superficie a por aire—, ¿le importaría mucho a su marido que jugueteara un poco por debajo de su albornoz?

—¡Esto es serio! —repliqué yo firmemente, tratando de concentrarme en el propósito de mi presencia allí.

—Yo diría que sí —convino—. No puedo mantener las manos lejos de ti, no puedo pensar en otra cosa, ¡es más que serio! —Se inclinó y me besó de nuevo hasta que llegué a sentirlo en los dedos de los pies—. Madame Rahadzi, me va a costar mucho, pero que mucho, devolverla a su marido. ¿Por qué no cerramos la puerta con llave y fingimos que no está casada? —dijo.

Aspiré profundamente y lo aparté cuando intentó volver a abrazarme.

—Tengo que llegar al teléfono y llamar a Tavish —conseguí explicar—. He descubierto lo que planea Lawrence, pero ahora tengo que demostrarlo.

—¿Te refieres a algo más de lo que ya sabemos? —dijo Tor, y sus ojos se animaron.

—Creo que él es su banquero —le expliqué—. ¿De qué otro sitio podrían haber sacado todo ese dinero, cientos de millones de dólares, para comprar esos préstamos? Creo que ha estado financiando algunas cosas curiosas durante estas últimas semanas.

—¿Sin pasar por el departamento de préstamos para su aprobación? —sugirió.

—Él es el jefe del procesamiento de datos de todo el banco. Si nosotros pudimos meternos en el sistema y coger toda esa pasta, ¿por qué no él? Sólo lo necesitaba a corto plazo.

—Sobre todo si economizaba en las cosas pequeñas, como negándose a pagarnos a nosotros —dijo Tor—. Creo que has dado con algo. Los únicos teléfonos para llamadas internacionales están ahí, en esa habitación. Quédate aquí. Iré a decirle a Lelia que termine cuanto antes, los saque de ahí y se los lleve a enseñarles la isla o algo parecido. No te preocupes, conseguiré que entres.

—¿No podrías haber esperado a una hora más razonable para llamar? —se quejó Tavish, con voz somnolienta—. ¿Tienes idea de qué hora es aquí?

—Es una emergencia —le dije—. Levántate, sumerge la cabeza en agua helada, hazte un cubo de café, lo que sea. Quiero que conectes con el banco en San Francisco y revises cada fichero hasta dar con lo que busco.

—¿Y qué buscas? —preguntó.

—Dinero. Montones de dinero. Unos cuatrocientos millones de dólares en préstamos a corto plazo, bajo interés y sin penalizaciones.

—¿Alguien a quien conozcamos? —inquirió Tavish, con una voz mucho más animada.

—Sólo el tiempo lo dirá —respondí.

Pero dos horas más tarde era un poco menos optimista. Seguíamos al teléfono. Tor y Lelia habían dejado una nota diciendo que iban a llevar a los del Vagabond a un largo paseo turístico por la isla y que se reunirían conmigo para tomar unos cócteles en el castillo.

Estaba tumbada en el suelo de la habitación de la centralita con el teléfono de la Segunda Guerra Mundial sobre el pecho y el auricular apoyado en el suelo, junto a la oreja, mientras Tavish y yo le dábamos vueltas al asunto.

—He repasado cada maldito préstamo del sistema que fuera a corto plazo y bajo interés —me informó—. ¡Incluso he comprobado los préstamos para enmoquetar automóviles, vehículos turísticos, pequeños barcos y tasas educativas! Me temo que, a pesar de los rumores, ¡no hay licenciaturas universitarias de cuatro años que cuesten más de cincuenta millones de dólares!

—Tiene que haber algo —dije, profiriendo reniegos para mis adentros—. No hay tantos miembros del Vagabond. ¿A cuántos hombres podrían confiar algo tan confidencial, a veinticinco, a cincuenta, a cien como máximo? Y todos esos tipos son jefes del ejecutivo de las principales empresas, no ociosos herederos de una pequeña fortuna. Quizá les paguen bien, pero no tanto. No tienen tanto dinero en efectivo en sus cuentas corrientes. Lo han conseguido de alguien, y ese alguien es Lawrence. ¿Por qué si no iba estar tan ansioso por apartarme a mí y a los auditores del sistema?

—Estupenda teoría. Estoy absolutamente asombrado —dijo Tavish—. Pero he agotado todas las piedras bajo las que mirar. ¿Alguna idea, ya que estamos sufragando la factura mundial de las comunicaciones por satélite?

—Inténtalo en el fichero de claves de acceso —indiqué—. Fuera lo que fuese, Lawrence debió de hacerla con su propia clave de acceso.

—No lo dirás en serio, ¿verdad? —replicó Tavish—. Hay cincuenta mil identificadores en el sistema. Podría haber utilizado cualquiera de ellos, o dos o tres, o una docena, ¡o un centenar!

—Prueba con Lawrence —sugerí.

—¿Perdona?

—¡Lawrence! —repetí—. L-a-w-r-e-n-c-e. O Larry, o algo así.

—No seas absurda —dijo Tavish desdeñosamente—. Nadie utilizaría su propio nombre como clave de acceso, ni la fecha de su cumpleaños, ni el nombre de soltera de su madre; eso es lo primero que buscaría un ladrón.

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