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Authors: Katherine Neville

Tags: #Intriga, Policíaco

Riesgo calculado (40 page)

BOOK: Riesgo calculado
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—Me temo que no —repuso Lawrence con frialdad—. Verá, hemos adquirido sus valores; ahora todos sus préstamos están en nuestras manos. Técnicamente, la isla ya nos pertenece; toda la operación, de hecho. Podrá recuperar sus valores pignoraticios cuando firme estos papeles.

—Comprendo —dijo Tor, bizqueando un poco a causa del brillo de las gafas de Lawrence. Hizo una pausa mientras el camarero servía el whisky y luego prosiguió—: ¿Y los treinta millones que se comprometió a pagar? Después de todo, va a comprar un negocio próspero, no un pedazo de roca con buenas vistas.

—Hemos cambiado de opinión —explicó Lawrence—. A fin de cuentas, usted está operando bajo una dudosa legalidad; cualquier país cercano podría reclamar esa roca, ahora que posee cierto valor, para sacar tajada. Sabemos que lo hicieron en el pasado, aunque quizá no con tanta tenacidad como con Chipre. No tenemos garantías de que lo que compramos ahora siga prosperando. Pero a fin de acelerar las cosas, como acreedores suyos, le daremos un millón en metálico para evitar tener que acudir a los tribunales; además, estamos dispuestos a renunciar a las penalizaciones por pago anticipado que, al parecer, usted aceptó al acordar los préstamos.

—Un millón en lugar de treinta se aparta mucho del trato que cerramos —dijo Tor con fría cólera—. Su propuesta es inaceptable.

—No es una propuesta —replicó Lawrence, bebiéndose el whisky—. Es definitivo. Un millón es más que suficiente. No le pedimos más que una retirada discreta: su nombre en la línea de puntos.

—Lo lamento —dijo Tor con una sonrisa amarga—. No soy la persona que busca después de haber modificado el trato. Debería habérmelo dicho. He venido aquí como apoderado, pensando que tenía la intención de cumplir con sus compromisos. Pero los inversores a los que represento no podían saber que usted no cumpliría su palabra.

—Esto no tiene nada que ver con el honor; son sólo negocios —repuso Lawrence—. Mis colegas esperan asumir el control de la operación dentro de una semana como máximo. Para entonces, tendrá que presentarse con sus inversores; de lo contrario, embargaremos su propiedad a través de los tribunales al primer movimiento erróneo en cualquier préstamo de cualquier país.

Tor sabía que no serviría de nada señalar que ni la isla ni el negocio se habían utilizado como garantía para los préstamos. Lawrence no era un estúpido; debía de haber tomado buena nota de los bonos amortizables que habían sido reclamados, y de que todavía no se había hecho nada por cancelarlos. Si se unía este hecho a la prisa de Tor por cerrar el trato, hasta un ciego se daría cuenta de que no podría pagar los préstamos sin vender. Tenía que hacer algo para ganar tiempo y cubrirse las espaldas.

—Sólo cuenta uno de los inversores, el jefe y el genio que hay detrás de toda nuestra empresa —le comunicó a Lawrence con una sonrisa—. Si puede aplazar su viaje una semana, digamos hasta el treinta y uno de marzo, quizá yo tendría tiempo para discutir el asunto y obtener un consenso sobre estas nuevas condiciones.

—Muy bien —concedió Lawrence. Se levantó—. Pero ni un día más. ¿Quién es ese jefe, por cierto? Es la primera vez que oigo hablar de él.

—La baronesa Von Daimlisch —contestó Tor—. Creo que encontrará en ella a un rival de su altura, aunque…, ¿quién sabe?

Liquidación de bienes

El dinero, como la fama que se obtiene por el talento, es más fácil de conseguir que de mantener.

SAMUEL BUTLER,

El camino de la carne

Estaba en casa, cambiándome la ropa que había llevado en el trabajo, cuando me llamó Tavish desde Nueva York.

—Hola, antigua jefa —me saludó—. ¿Cómo van las cosas por el banco? ¿Los mismos baños de sangre y asesinatos políticos?

—Considérate afortunado por estar en el nirvana —le dije—. ¿Qué tal Charles Babbage?

—Siguiendo los movimientos de todas nuestras inversiones perfectamente, gracias —respondió—. No te lo había dicho, pero una parte de los bonos del doctor Tor estaba en la lista de reclamados la semana pasada. A pesar de eso, no nos han pedido ayuda; al parecer ahora tienen otros planes.

—¿Cómo lo sabes? —inquirí, excitada.

Hacía casi diez semanas que no sabía nada de ellos. Era como si hubieran desaparecido de la faz de la tierra.

—Están trabajando tras un velo de misterio, como de costumbre —me contó—. Pero he recibido un críptico comunicado de Pearl. No hay modo de responder sí o no, es un billete de avión sólo de ida para Grecia. Para ti.

—¿Perdona? —dije.

—Pearl le ha mandado todo un paquete de información a Charles —me decía Tavish—. Horarios, programas, dinero, billetes, instrucciones. Te lo enviaré durante la noche. Debes salir el próximo viernes. No finjas que no tienes suficientes días de vacaciones acumulados, ¡tengo acceso a tu ficha personal! Además, ni Charles, ni los Bobbsey, ni yo te necesitamos para seguir trabajando en lo nuestro. Aunque Charles Babbage no va a sacar nada de todo esto, ¡yo ya he conseguido más de lo que podía soñar! ¿Sabes?, ¡el doctor Tor me envió a través del ordenador una oferta de trabajo en su propia firma! Afirma que mis brillantes programas le salvaron la vida aquella noche en el centro de cálculo, aunque a mí me cuesta creerlo. ¿Comprendes, mademoiselle Banks? Ése es el sueño de toda mi vida convertido en realidad, y sé que te lo debo todo a ti.

—Oh, Bobby, muchas gracias. Me alegro muchísimo por ti, desde luego. Pero Tor nunca te habría ofrecido un empleo si no pensara todo lo que te ha dicho. El mérito es tuyo, no mío. ¡Felicidades! Pero ¿por qué de repente me piden que vaya? —pregunté—. Han esperado meses para llamarme. Se diría que querían esperar un poco más, hasta que Tor pudiera decirme que habían ganado la apuesta.

En realidad, por mucho que deseara derrotar a Tor, nuestra apuesta parecía un mero tema de debate comparado con lo que enfrentábamos en ese momento.

—¿Quién sabe? —contestó Tavish alegremente—. ¡Quizás hayan ganado ya!

No había pensado en eso. Y, como decía Tavish, mi presencia en San Francisco era totalmente inútil. Me había exprimido los sesos y había examinado con lupa todos los sistemas para tratar de hallar pruebas concluyentes contra Lawrence, pero, aparte de aquel memorándum, no había encontrado nada. Aunque «aparcar» el dinero fuera ilegal, no podía probar que él estuviera obligando al banco a hacerlo basándome en ese escrito, ni tampoco podía preguntarle a Tor qué sabía de todo eso, si es que sabía algo, ¡puesto que ignoraba cómo ponerme en contacto con él! De modo que le agradecí a Tavish que me enviara todo el material, colgué y me quedé un rato mirando las paredes. Luego apagué todas las luces y me senté en la oscuridad.

Desde luego, conocía la causa de mi inquietud. Menos de cuatro meses después de mi noche en la Opera me encontraba sola, mirando no unas paredes blancas, sino una vida destruida. Había robado dos bancos, era cómplice de crear un país posiblemente ilegal —por no mencionar que había estafado a toda la industria de valores—, había destruido mi carrera y me había acostado con mi mejor amigo, mentor y rival, el cual, durante los tres meses subsiguientes, no había dado señales de vida. Me sentía como si la vida me hubiera arrebatado las fuerzas. Si aquélla era la excitación que Georgian intentaba siempre venderme, confieso que anhelaba volver al útero blanco de mi antigua existencia al que Tor había llamado mausoleo y donde yo había creído estar a salvo.

Con todo, era demasiado tarde para echar marcha atrás, lo sabía, aunque no tenía la menor idea de cómo comportarme con Tor cuando llegase a Grecia. Al parecer, había perdido la apuesta, a pesar de su ayuda, y él no me había pedido la ayuda que yo esperaba dar a cambio. Tavish decía que se habían reclamado los bonos, pero nadie me había reclamado a mí. Estaba claro que Tor no necesitaba rebajarse para ganar.

Pero lo peor era el sentimiento de haberlo perdido todo a causa de aquella apuesta. Me habían arrebatado mi vida; no había quedado nada salvo Tor y un billete para Grecia. Permanecí sentada en la oscuridad durante largo tiempo. Luego abrí la pequeña caja de cristal que había sobre la mesa, saqué una cerilla y la encendí. Mientras contemplaba cómo se iba extinguiendo silenciosamente en la oscuridad, imaginé el puente. Sonreí.

El motor del barco resoplaba con dificultad por las cristalinas aguas que rodeaban, sinuosas como cintas dispersas, los entresijos de la cadena de islas. Sobre el cielo se alzaba el perfil del cono negro de Omphalos. Su desigual costra de lava brillaba como diamantes negros allí donde rompían las olas, empapándola de espuma.

La línea costera estaba flanqueada por una procesión regular de cipreses, grabados al carbón en contraste con las casas de blanco yeso que se apiñaban cerca del puerto. Un pequeño malecón de piedra se curvaba hacia el mar. En él había unos cuantos botes de pesca, rojos y azules. Las olas lamían silenciosamente el muelle.

Cuando mi barco atracó vi a Lelia sentada sobre un muro de piedra más allá del muelle. Me saludaba. Su parasol se agitaba bajo la brisa. El vestido de muselina floreada con mangas ablusadas, los cabellos rojizos cayendo en rizos sobre la frente, el cesto de flores sobre el muro junto a ella; todo era tan encantador que me entraron ganas de llorar.

—Querida —exclamó, corriendo hacia mí sin resuello cuando colocaron la pasarela y pude bajar a tierra—. ¡Me preocupaba tanto que no vinieras!

—Por supuesto que he venido —le dije.

Aspiré el intenso aroma de sus flores. Quería ver a Tor.

—¿Dónde está todo el mundo? —pregunté.

—Todos trabajan,
tout le monde
. Chorchione hace fotografías de la isla. La encuentra tan hermosa que no puede resistir la tentación. Pearl está ganando el dinero para nosotros, como siempre. Y el encantador Zoltan está en Francia.

—¿En Francia? —dije, asombrada de que Tor me hubiera hecho viajar hasta allí para luego ausentarse—. Bien, dejemos mis maletas en el hotel y vayamos a ver qué hacen las chicas.

—No hay hotel —replicó Lelia, sonriendo de un modo muy posesivo al tiempo que me cogía del brazo. Los tacones de mis zapatos se metían continuamente entre las rendijas de los pintorescos adoquines del muelle—. Tenemos un
cháteau
, un castillo —me explicó—, y lo decoro yo misma. Es único.

Era único, en efecto. Pero llegar hasta él era una experiencia aún más fascinante.

Dejamos atrás la pequeña aldea de casas encaladas, tejados rojos y fragantes limoneros arracimados en torno a la bahía, y subimos por el sucio camino serpenteante que cruzaba la montaña.

Nuestro raquítico caballo, una especie de patrimonio nacional según Lelia, parecía conocer el camino, pues tiraba de nuestra carreta al paso tranquilo que él mismo decidía, entre los olivares plateados y los arroyuelos que aparecían aquí y allá. Estos últimos alimentaban la vegetación que brotaba por todas partes: lirios silvestres, hierba doncella, flores de color azul, púrpura y amarillo salpicaban el follaje verde oscuro.

Afortunadamente nada de todo eso se veía en la fotografía de la galería de subastas; de lo contrario, Omphalos no se habría vendido por los insignificantes trece millones de dólares que habían sido la puja ganadora de Lelia.

En la cima del risco, en el borde del volcán, a cuatrocientos metros de altura o más, se veía toda la abrupta ladera de roca negra que bajaba hasta la límpida agua cristalina, tan transparente que parecía una aguamarina tallada. Incluso a esa distancia pude distinguir bancos de peces multicolores moviéndose entre los bajíos. En el extremo más alejado, al borde del mar, estaba el castillo.

Lelia no había exagerado al darle ese nombre. Estaba construido en piedra ocre y circundado por muros almenados que rodeaban el patio interior. Lelia afirmó que lo habían construido los venecianos en el siglo XVI para defender el canal entre Turquía y las islas griegas más populosas. Aunque su pasado se había convertido en un misterio enterrado bajo el polvo de los siglos, Lelia creía que Grimani, el poderoso dogo de Venecia, podía haber pasado sus primeros años de exilio en un lugar como aquel.

Cuando por fin llegamos al mar, vi la maciza base del castillo, casi sumergida en el agua, y la torre que se cernía sobre ella con una angosta ventana que daba al mar.

Cuando acabamos de descargar mis cosas, vi que nuestro caballo daba bruscamente la vuelta y se alejaba trotando terraplén arriba.

—¡Nuestro transporte se escapa! —exclamé, echando a andar en pos de él.

—Oh, volverá —me aseguró Lelia, riendo—. Se va al
quai
para los turistas cuando acaba. Está entrenado como una paloma que siempre vuelve a casa.

¿Casa? De repente me sentí sola, abandonada, como si es tuviera en el borde mismo del mundo, a punto de saltar al vacío.

Lelia resplandecía de placer mientras colocaba las grandes fuentes de cordero y arroz sobre la maciza mesa de piedra. Pearl la ayudaba mientras Georgian permanecía sentada sobre el parapeto, de espaldas a nosotras, fotografiando la puesta de sol en el mar.

Lelia había llenado de flores las urnas de piedra y metido velas de cera en cada rendija de los muros medio desmoronados. A pesar de que el castillo carecía de electricidad, gracias a sus esfuerzos el parapeto resplandecía generosamente.

Ante nosotras se extendía el mar, en tonos que iban del rosa fuerte al bermellón oscuro bajo la luz que declinaba. Una ligera humedad se alzaba a lo largo de la costa, pero nosotras nos encontrábamos dentro del círculo de calor de las velas. Me puse el grueso jersey de tosca lana que me dio Lelia y me acerqué al muro sobre el que estaba sentada Georgian.

—Es maravilloso —le dije—. Me entran ganas de quedarme aquí para siempre y dejarlo todo.

—Se te pasará cuando trates de tomar un baño sin agua caliente-dijo Pearl a mi espalda.

—O cuando tengas que hacer de vientre por primera vez —convino Georgian—. Después de un tiempo una se cansa de tener que sacar el culo por encima del rompeolas…

—¡Por favor! —profirió Lelia—. ¡Eso no es la discusión
romantique
! Ya basta,
Madame la Photographe
. Tenemos que comer estas cenas que estoy haciendo, ¿no?

Georgian bajó del muro. Vestía un pesado caftán adornado con espejuelos. Lelia llevaba otro de color azul verdoso y Pearl estaba espléndida con el suyo, de color verde esmeralda, por supuesto. Nos reunimos todas alrededor de la losa de piedra que hacía las veces de mesa y Lelia llenó de vino las copas tachonadas de clavos. Me serví verduras sobre el cordero con una cuchara mientras Pearl hablaba.

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