Robin Hood, el proscrito (14 page)

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Authors: Angus Donald

Tags: #Aventuras, #Histórico

BOOK: Robin Hood, el proscrito
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Para cualquier arquero, aquel era un almacén lleno de riquezas. Porque aunque no guardaba oro, plata ni joyas, contenía montones y montones de arcos de primera calidad, con flechas nuevas dispuestas en gavillas de treinta unidades en torno a dos discos de cuero que impedían que las plumas de oca se aplastaran unas contra otras. También había varas de tejo para arcos en gruesos haces, y espadas, escudos, lanzas, e incluso algunas viejas cotas de malla extendidas en unas perchas en forma de «T».

—No hemos traído suficientes mulos —dijo Owain.

—¿Qué es este lugar? —pregunté a Robin, después de recorrer con la vista aquella abundancia de armamento, suficiente para equipar a un pequeño ejército.

—Es uno de los arsenales de nuestro rey Enrique. Está almacenando armas con destino a una gran peregrinación para liberar Tierra Santa de las manos del infiel. Nuestro buen amigo David, que a estas horas me imagino que habrá descubierto ya que ha perdido su llave, es el armero del rey, y el responsable de acumular armamento en el norte para la gran expedición. El rey no confía en sir Ralph Murdac en lo referente a esas armas, porque de otro modo las habría guardado en el castillo de Nottingham. De modo que David, un hombre leal al rey, aunque un poco demasiado aficionado a la bebida, es quien se encarga de ellas.

—Se encargaba —precisé.

—Será mejor que nos demos prisa, señor —intervino Owain—. El armero ya debe de haber dado la alarma a estas horas.

Y eso fue lo que hicimos. Una hora más tarde, con los treinta mulos tambaleantes bajo su monstruosa carga estábamos de nuevo en marcha hacia la granja de Thangbrand por el camino del norte. El arsenal había quedado vacío sólo a medias. Robin dejó la puerta abierta y colgó cuidadosamente la llave de un clavo en la pared. Con un pedazo de tiza escribió las palabras «Gracias, señor» en la piedra gris de debajo.

♦ ♦ ♦

Robin estaba de un humor excelente mientras trotábamos a lo largo de una senda estrecha entre los árboles, pero de pronto se detuvo y alzó una mano. Todos paramos, y los arqueros tomaron de las riendas a los mulos para tenerlos quietos y en silencio. Hubo un ruido de cascos en el camino, y apareció en un recodo la gorra de color amarillo brillante y la poderosa silueta de Little John que se acercaba a buen paso. Iba montado en un caballo cubierto de sudor, y acompañado por dos hombres de armas a los que había visto en la casa de Thangbrand, pero que no conocía bien.

Robin esperó impávido en silencio mientras John refrenaba a su caballo sudoroso con un tirón salvaje y los dos se miraban mientras el caballo resoplaba al pálido sol de finales de verano.

—Son los Peverils —anunció John, después de recuperar el aliento—. Están atacando otra vez nuestras aldeas.

—¿Dónde están, y cuántos son? —preguntó Robin.

—Han arrasado Thorning Cross; saquearon la iglesia, y mataron a unos cuantos. Ahora se dirigen al norte, hacia sus guaridas de Hope Valley. Son unos veinte bastardos.

—Geraint, Simón, llevad esta reata a Thangbrand. —Robin se dirigió a los dos hombres que acompañaban a John. Me asombró que conociera sus nombres, y en cambio yo no—. Tú irás con ellos, Alan.

—Preferiría acompañaros a vos, señor.

—Haz lo que te he dicho —gritó Robin. Nuestras risas compartidas, la camaradería de nuestra aventura de cortabolsas en Nottingham, habían desaparecido. Robin había asumido su actitud de combate: ceñudo, decidido, un capitán que no admite que se le cuestione.

—John, ve delante. Owain, tú y tus hombres conmigo.

Así, desapareció al galope por el camino, detrás de Little John y seguido por Owain y sus seis arqueros. Los dos hombres de armas me miraron en silencio.

—Escuchad, llevad vosotros la reata a Thangbrand —dije—. Yo tengo otro asunto que resolver.

Luego, piqué espuelas detrás de mi desaparecido señor.

Sabía quiénes eran los Peverils: un antiguo y prolífico clan de bandoleros a pequeña escala que operaba en el norte de Inglaterra, casi siempre fuera del área controlada por Robin. La familia presumía de descender de Guillermo el Bastardo, aunque por la rama equivocada del árbol genealógico. Algunos miembros de la familia habían sido en tiempos señores de una fortaleza inexpugnable en Castleton pero, debido a su dudoso comportamiento, fueron desposeídos de ella por el rey Enrique haría unos treinta años. Desde entonces vivían del robo, el asesinato y el secuestro de personas para obtener rescate. De hecho, si se ha de decir la verdad, no eran muy distintos de la banda de Robin. En la granja de Thangbrand se había hablado alguna vez de ellos: los Peverils tenían fama de ser crueles Pero cobardes, y hasta ahora habían respetado los lugares sometidos a la autoridad de Robin.

Alcancé a Robin y sus hombres al cabo de media mili más o menos, y me limité a seguirles manteniendo la distancia mientras cruzaban la región a galope tendido. Noté como Robin miraba hacia atrás y advertía mi presencia Frunció la frente, pero no aflojó el ritmo. Seguí a la cola de la columna de hombres y caballos lanzados a la carrera y tragué polvo durante más o menos quince millas, un veces por senderos polvorientos que cruzaban el bosque otras atravesando prados y sembrados, hasta que subimos a lo alto de una suave loma que dominaba una pequen aldea apiñada en el vado de un escuálido río. Una espesa columna de humo se alzaba de aquel lugar, y pude ver que por lo menos dos casas estaban en llamas. El poblado había sido destruido por completo: casas quemadas, vacas, ovejas robadas, hombres muertos y mujeres y niños viola dos. Incluso la antigua cruz que daba su nombre a la aldea había sido derribada. Mientras bajábamos al trote la ladera hacia el pueblo, oí llorar a una mujer, y poco después la vi. Estaba arrodillada en el suelo delante de una choza humeante, tenía en brazos el cuerpo ensangrentado de un niño pequeño, de seis años tal vez, y lo mecía y gemía para sí misma, un lamento sin palabras, agudo, desconsolado. La cabeza del niño caía hacia un lado y otro con cada movimiento del cuerpo de ella. Acercamos nuestro caballos, y Robin desmontó y se arrodilló junto a la mujer Colocó una mano sobre su hombro y ella se sobresaltó de pronto, pero dejó de gemir de aquella manera horrible sus ojos hinchados y enrojecidos miraron a Robin, cargados de dolor.

Al mirar a mi alrededor, vi signos de una maldad que apenas podía imaginar: los cadáveres rotos, despedazados de una docena de campesinos estaban esparcidos por la calle embarrada. Unos metros más allá yacía el cuerpo de un sacerdote, con un brazo extendido. Me di cuenta de que le faltaban varios dedos, cortados sin duda por los anillos que llevaban. Una muchacha, con la garganta rebanada y abierta como una boca más, estaba tumbada de lado sobre el montón de piedras que servían de base a la antigua cruz de piedra situada en el centro de la aldea. Le habían subido las faldas hasta la cintura, y el regazo era una enorme mancha de sangre coagulada. Vi que alguien había marcado a cuchillo las nalgas blancas y aparté la vista a toda prisa.

—Al parecer están todos muertos menos ella —dijo Owain, señalando a la mujer en duelo. El y varios de sus hombres habían recorrido a caballo todo el pueblo en busca de heridos supervivientes. La mujer abrazada a su hijo muerto miró a Owain a caballo y luego a Robin arrodillado junto a ella. El le ofreció su frasca de vino. Ella bebió un pequeño sorbo, tragó con esfuerzo y empezó a sollozar en silencio, con los ojos cerrados y la barbilla hundida en el cuello.

—¿En qué dirección se fueron? —quiso saber Robin. Ella siguió llorando, sin hacer caso de sus palabras—. ¿En qué dirección? —preguntó de nuevo. Ella le miró aturdida y señaló el camino que salía del pueblo hacia el norte con un dedo manchado de sangre.

—Volveremos más tarde a ayudar —dijo Robin—, pero ahora tenemos que atrapar a los hombres que han hecho esto, para hacérselo pagar.

—Nosotros te pagamos —dijo la mujer en voz baja. Robin se encogió un poco, pero ella no bajó la mirada—. Tenías que protegernos —siguió diciendo la mujer—. Tus hombres dijeron que, si pagábamos, tú nos protegerías de…

La mujer hizo un amplio gesto con el brazo par mostrar la carnicería de la calle embarrada. Robin se puso en pie.

—Os he fallado —admitió Robin. La mujer lo observaba—. Pero les atraparemos, y juro que haré que lamente haber hecho esto.

Ella asintió.

—Cógelos —dijo, con voz áspera—, y mátalos. Mátalos a todos.

Robin asintió y dejó la frasca de vino en manos de ella. Montamos, y Robin ordenó a uno de los arquero que fuera delante como explorador. Luego me miró si expresión.

—Te dije que fueras a casa de Thangbrand —dijo, pero sin mucho calor. Yo me encogí de hombros.

—No vuelvas a desobedecerme nunca —advirtió, y sus ojos relampaguearon como un cuchillo esgrimido en la noche. Yo dije que sí, demasiado desalentado para sentí me realmente asustado, y cabalgamos por el camino que salía del pueblo devastado en dirección norte.

Aquella noche acampamos, con mucho frío y sin fuego, en un bosque de hayas en las montañas. Matthew, el arquero explorador, había vuelto para informar a Robin. Los Peverils estaban a una distancia de menos de media milla, dándose un festín de carnero robado asado alrededor de una gran hoguera, en una hondonada situada debajo más al norte de nuestro hayedo. No se habían molestad en poner centinelas, dijo Matthew, y cantaban alrededor del fuego mientras se bebían los barriles de cerveza procedentes del saqueo. También llevaban con ellos a una mujer capturada, y la violaban por turno.

El aire de la noche era frío, pero Robin nos prohibió hacer fuego. Tendríamos que bajar al campamento de los Peverils dejando atrás los caballos, y atacarlos a pie justo después de amanecer. Eran veinticuatro hombres. Nosotros éramos nueve. Pero estarían borrachos y adormilados, y no se enterarían de nuestra presencia hasta el momento del ataque. Nosotros estaríamos fríos y furiosos —los hombres se habían indignado al ver la fechoría de Thornings Cross—, y lo que es más importante, capitaneados por Robin. Todos los enemigos morirían, era cosa segura.

Estaba a punto de dormirme, envuelto en mi capa y mi capucha, recostado entre dos raíces con la espalda apoyada en el tronco de un árbol, cuando Robin se me acercó.

—Por la mañana, ten cuidado de que no te maten —me dijo en voz baja—. Quédate atrás cuando ataquemos, esos hombres son muy peligrosos. —Yo sacudí la cabeza—. No vuelvas a desobedecerme —dijo Robin, en un tono de voz helado.

—Puedo luchar —dije—. He aprendido uno o dos trucos en la casa de Thangbrand.

Deseaba con todas mis fuerzas hacerles pagar por lo que habían hecho en Thornings Cross.

—Ni de lejos has aprendido aún lo suficiente —dijo Robin—. Quiero que te quedes atrás, y entres sólo cuando la lucha esté casi acabada. E incluso entonces, ten cuidado.

Guardé silencio, y me sentí extrañamente resentido y terco.

—Mira —dijo, y bajó la voz de modo que nadie más pudiera oírle—, para mí eres más valioso que un arquero ordinario. En serio. Bernard dice que tienes auténtico talento. No quiero que mueras en una escaramuza sin importancia, te necesito vivo.

Yo aún estaba enfadado. ¿Acaso pensaba que tenía miedo? ¿Olvidaba que ya había matado a un hombre en una batalla?

—Eres igual que tu padre —dijo Robin—. Era un cabezota, y no le gustaba que le dieran órdenes.

—¿Me dirás todo lo que sabes de él? —le pregunté, para cambiar de tema—. Nunca me habló de su vida antes de instalarse en el condado de Nottingham, conocer a mi madre y casarse con ella.

—¿De verdad? Qué extraño, que yo sepa más de un hombre que su propio hijo —dijo, y se sentó a mi lado, con la espalda recostada en el árbol—. Bueno, era un buen hombre, creo, y fue amable conmigo, y realmente era un estupendo cantor. Pero eso ya lo sabes. Llegó a la corte de mi padre en Edwinstowe cuando yo era un niño de nueve o diez años tan sólo. El era un
trouvere

Me senté más erguido, a medida que mi interés iba creciendo.

—Como llegó a Edwinstowe en pleno invierno —continuó Robin—, mi padre le invitó a pasar las Navidades con nosotros. Teníamos pocas distracciones en aquel distrito, y su música hizo que el castillo pareciera más cálido y brillante durante los días cortos y fríos y las noches largas y heladas de aquella estación.

—¿De dónde venía? —pregunté. Me resultaba difícil imaginar a mi andrajoso padre, el campesino que araba los campos, como un
trouvere
vestido de seda e invitado a pasar las Navidades en el castillo de un gran señor.

—Venía de Francia. Su padre era conocido como el Seigneur d'Alle, un terrateniente modesto, y Henri d'Alle, al ser el segundo hijo, fue destinado a la Iglesia. Por lo que recuerdo, entró a formar parte del coro de la gran catedral que estaban empezando a construir en honor de Nuestra Señora, en París. Pero sucedió algo. Nunca me habló de ello, pero creo que fue acusado en falso por el obispo Heribert, casualmente un primo de nuestro sir Ralph Murdac, y un hombre poderoso en la jerarquía de la Iglesia. Heribert era, según me han contado, un clérigo enteramente corrupto, pero en aquella época era el responsable absoluto de la música de la catedral de Notre Dame. Corrió el rumor de que habían robado unas bandejas y candelabros de oro, y se acusó a tu padre. Le dijeron que, si admitía haber robado el oro, lo perdonarían y, después de cumplir una penitencia, le permitirían seguir al servicio de la Iglesia. Se negó en redondo. Estoy seguro de que era inocente, dicho sea de paso, y por eso tal vez hizo bien al negarse a admitir su culpabilidad. Era un hombre testarudo, y como lo negó todo, fue obligado a abandonar la Iglesia y Francia, y hubo de encaminarse a Inglaterra como
trouvere
, para entretener con su música a la nobleza. Nunca perdonó a la Iglesia que lo expulsara; a veces echaba pestes de los curas de forma abierta, sin bajar la voz.

Robin hizo una pausa, como si ordenara sus recuerdos, y luego continuó:

—En Edwinstowe, yo tenía como tutor a un sacerdote enviado por el arzobispo de York. Era un hombre brutal, que se dedicaba a pegarme a menudo. Ahora está muerto, claro, pero cuando yo era chico llegó a ser una pesadilla para mí. Tu padre habló con él. No sé lo que le dijo a aquel hombre, pero durante aquellas Navidades, mientras tu padre estuvo con nosotros, no hubo palizas. Y yo le estoy agradecido. Me siento en deuda con él, por aquel breve respiro. —Guardó silencio durante un rato. Luego añadió—: Así que ya lo ves. Siento que te debo algo por la ayuda que me prestó tu padre aquellas Navidades, y por supuesto por el placer que me hizo sentir con su música. De modo que por eso te pido que me prometas que tendrás cuidado mañana, que te quedarás atrás.

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