Normalmente, Tito era muy meticuloso al dibujar las letras, pero aquel día le resultaba imposible concentrarse. Cometía errores constantemente, los borraba y volvía a empezar. Miraba hacia la ventana sin parar. En lo que a captar la atención de un jovencito se refiere, escribir letras sobre cera no podía competir con la construcción del nuevo templo. Tal vez no fuera mala cosa la fascinación que Tito sentía por el proyecto; saber cómo se había construido aquel edificio tal vez le resultara útil algún día.
El abuelo esperó hasta que Tito consiguió con gran esfuerzo escribir la última letra de la palabra «Tarquinio» y le dio entonces una palmadita en la cabeza.
–Ya es suficiente -dijo-. Tus lecciones han terminado por hoy. Puedes irte.
Tito lo miró sorprendido. – ¿No te he dicho que te marches ya? – dijo su abuelo-. Hoy estoy un poco cansado. ¡Haberme comparado con la cabeza descubierta en el Capitolio me ha hecho sentir la edad que tengo! Alisa la cera, guarda el estilete y lárgate. ¡Y saluda a tu amigo Vulca de mi parte!
La tarde era cálida y soleada y quedaban aún muchas horas de luz. Tito bajó corriendo hasta el Foro desde su casa familiar en el Palatino, para luego volver a subir hasta la cima del Capitolio. No paró hasta llegar a la roca Tarpeya, el escarpado pico desde donde lanzaban al vacío a los traidores.
La roca proporcionaba además una vista panorámica de la ciudad a sus pies. A su amigo Cneo Marcio le encantaba jugar con soldaditos de madera, imaginando ser su comandante; Tito prefería contemplar la ciudad de Roma como si sus edificios fuesen de juguete, e imaginarse reordenándolos y construyendo otros nuevos.
Roma había cambiado mucho desde la época de Rómulo. Si en su día las Siete Colinas estuvieron cubiertas de bosques y pastos, y los poblados eran pequeños y diseminados, ahora había edificios por donde quiera que alcanzara la vista, construidos los unos junto a los otros y con calles de tierra y gravilla abriéndose entre ellos. Había ciudadanos que seguían viviendo en cabañas de paja y guardando sus animales en cobertizos, pero la mayoría de las casas estaban ahora construidas en madera, algunas tenían una altura de dos pisos, y las de las familias ricas -como los Poticio-eran grandes edificaciones construidas en ladrillo y piedra, con ventanas y postigos, patios interiores, terrazas y tejados de tejas. El Foro se había convertido en el centro cívico de Roma y estaba atravesado por una calle pavimentada conocida como la Vía Sacra. Allí se encontraban numerosos templos y santuarios, así como el Senado. El mercado junto al río se conocía ahora como el Forum Bovario, de la palabra «bovinus», un nombre que hacía referencia a su antiguo y permanente rol como mercado de ganado; se había convertido en el gran emporio de la Italia central. El poblado original a los pies del Capitolio, incluyendo la primera cabaña de los Poticio, había desaparecido tiempo atrás para construir sobre sus restos una ampliación del mercado. En el corazón del Forum Bovario se alzaba el Ara Máxima, donde una vez al año Tito y su familia, junto con los Pinario, celebraban el Banquete de Hércules.
Roma había prosperado y crecido bajo el gobierno de los reyes. Ahora, el signo más grandioso del progreso de la ciudad empezaba a erigirse en la cumbre del Capitolio. Dando la espalda a la vista panorámica, Tito contempló el majestuoso proyecto que día a día iba acercándose a su finalización. Desde su última visita al lugar, habían instalado una nueva sección de andamiaje en la parte frontal del templo.
Los obreros que trabajaban en la zona superior estaban enyesando la superficie en bajorrelieve del frontón.
–Tito, amigo mío! Llevaba tiempo sin verte. – Quien hablaba era un hombre alto y de barba canosa, aproximadamente de la edad del padre de Tito. Su túnica azul estaba manchada con polvo de yeso. Llevaba en la mano un estilete y una pequeña tablilla de cera para realizar bocetos.
Vulca! Últimamente estoy muy ocupado con mis estudios. Pero hoy mi abuelo me ha dado permiso para salir antes. – ¡Excelente! Tengo algo muy especial que enseñarte. – El hombre sonrió y le indicó con un gesto que lo siguiese.
Vulca era un etrusco famoso en Italia entera como arquitecto y artista. El rey Tarquinio lo había empleado no sólo para supervisar la construcción del templo, sino también para decorarlo interior y exteriormente. El edificio estaba construido con materiales comunes (madera, ladrillo y yeso), pero cuando Vulca hubiese acabado con la pintura, el resultado sería deslumbrante: amarillo, negro y blanco para paredes y columnas, rojo para los capiteles y las bases de las columnas, más rojo para la orla del frontón, y diversos tonos de verde y azul para destacar los pequeños detalles arquitectónicos.
Pero la creación más impresionante de Vulca serían las esculturas de los dioses. Estrictamente hablando, las esculturas no eran ornamentos; no decoraban el templo, sino que el templo se construía para albergar las esculturas sagradas. Vulca le había descrito sus intenciones a Tito repetidas veces, y le había dibujado bocetos en su tablilla de cera a modo de ilustración, pero Tito no las había visto todavía; las esculturas de terracota se preparaban con gran secreto en un taller escondido en el Capitolio, al cual únicamente tenían acceso Vulca y sus artesanos más expertos.
Tito se quedó muy sorprendido cuando el artista lo condujo hasta una puerta improvisada abierta en una zona cercada junto al templo, y más sorprendido aún cuando dieron la vuelta a una esquina y apareció frente a ellos una estatua de Júpiter.
Tito lanzó un grito sofocado. La escultura era de terracota roja, aún sin pintar, pero la impresión de que el dios estaba físicamente presente era abrumadora. Sentado en un trono, el barbudo y fornido padre de los dioses le miraba desde arriba con un semblante sereno. Júpiter iba vestido con toga, unos ropajes muy similares a los del rey, y en la mano derecha, en lugar de un cetro, sostenía un rayo.
–La toga se pintará en morado, con un remate de pan de oro -le explicó Vulca-. El rayo será también dorado. El rey puso impedimentos cuando se enteró del precio del pan de oro, hasta que le indiqué lo que le costaría un rayo hecho de oro macizo.
Tito estaba sobrecogido. – ¡Es magnífico! – musitó-. Nunca imaginé que… es decir, me habías descrito cómo sería la estatua, pero en mi imaginación nunca pude… es tan… mucho más… -Sacudió la cabeza. No le salían las palabras.
–Naturalmente, nadie verá nunca al dios tan de cerca. Júpiter será colocado en la parte posterior de la cámara principal sobre un pedestal decorado, para que mire desde arriba a todo aquel que entre en el templo. Las otras dos esculturas se situarán en sus propias cámaras, de menor tamaño, Juno a la derecha y Minerva a la izquierda.
Apartando a regañadientes la vista de Júpiter, Tito vio dos figuras más. No estaban tan avanzadas. La de Juno aún no tenía cabeza. La de Minerva era poco más que un armazón que sugería su futura forma.
Luego su mirada fue a parar a una imagen más fantástica aún que la de Júpiter. Su grito sofocado fue tan fuerte que Vulca se echó a reír.
La pieza era enorme, y tan compleja que nublaba incluso la imaginación de Tito. Era una escultura de tamaño mayor que el natural de Júpiter en una cuadriga, un carruaje tirado por cuatro caballos. Aquel Júpiter, de pie, sujetando en alto su rayo, resultaba más impresionante aún que el Júpiter entronizado. Los cuatro caballos, todos ellos distintos, estaban esculpidos con todo detalle, desde los ojos brillantes y los hocicos a punto de estallar, hasta los musculosos miembros y las majestuosas colas. El carruaje estaba hecho de madera y bronce, como uno de verdad, pero en tamaño gigante, con dibujos y extravagantes motivos decorativos en todas sus superficies.
–Todo son piezas separadas, por supuesto, para luego poder ensamblarlas en lo alto del frontón -le explicó Vulca-. Los caballos se pintarán de blanco, cuatro majestuosos corceles blancos como la nieve y dignos del rey de los dioses. La unión de esta escultura al frontón será el paso final de la construcción. En cuanto Júpiter y la cuadriga estén firmemente colocados en su lugar y completamente pintados, el templo estará listo para su consagración.
Tito se había quedado boquiabierto.
–Me cuesta creer que estés enseñándome todo esto, Vulca. ¿Quién más lo ha visto?
–Sólo mis artesanos. Y el rey, naturalmente, ya que es él quien paga. – ¿Y por qué me lo enseñas a mí?
Vulca dijo algo en etrusco que luego tradujo al latín:
–Si la mosca revolotea el tiempo suficiente, tarde o temprano acabará viéndole las pelotas al perro.
Cuando Tito lo miró con cara de no entender nada, Vulca soltó una carcajada.
–Se trata de un dicho etrusco vulgar y muy antiguo, jovencito, que tu muy formal abuelo a buen seguro desaprobaría. ¿Cuántas veces te vi rondando por mi obra antes de que te llamara y te preguntase cómo te llamabas? ¿Y cuántas veces has regresado aquí desde entonces? ¿Y cuántas preguntas me has formulado sobre las herramientas y los materiales y todos los procesos? ¡Me parece que no sé contar tanto! Me atrevería a decir que no hay hombre en toda Roma, excepto yo, que conozca este edificio mejor que tú, Tito Poticio. Si yo muriese mañana, tú podrías explicar a los obreros todo lo que queda por hacer. – ¡Pero tú no vas a morirte, Vulca! ¡Júpiter nunca lo permitiría!
–Ni lo permitiría el rey, no hasta que termine su templo. Tito se acercó a uno de los caballos y se atrevió a tocarlo. – Nunca imaginé que serían tan grandes, y tan bonitos. Será el templo más grande que se haya construido nunca, en todo el mundo.
–Me gustaría creer que es así -dijo Vulca.
De pronto, Tito gritó. Se frotó el lugar donde una pequeña piedra acababa de darle en la cabeza.
Vio de reojo otra piedra que se cernía sobre él caída del cielo y saltó hacia un lado.
Desde el otro lado del muro que ocultaba el avance de las obras llegaba el sonido de risas infantiles.
Vulca levantó una ceja.
–Me parece que son tus dos amigos, Tito. Me temo que no están invitados a ver las esculturas, de modo que si quieres estar con ellos, tendrás que salir de aquí. – ¡Tito! – lo llamó uno de los chicos que estaban fuera-. ¿Qué haces ahí? ¿Acaso está molestándote ese etrusco loco? – Hubo más risitas.
Tito se sonrojó. Vulca alborotó el pelo rubio del chico y sonrió.
–No te preocupes, Tito. Hace tiempo que las bromas de los colegiales han dejado de ofenderme.
Corre a ver qué quieren esos dos de ti.
A regañadientes, Tito se separó de Vulca y salió del recinto cerrado. Escondidos detrás de un montón de ladrillos, sus amigos, Publio Pinario y Cneo Marcio, escenificaron una emboscada, agarrándole uno de ellos por los brazos mientras el otro le hacía cosquillas. Tito consiguió liberarse.
Los otros dos le persiguieron hasta llegar a la roca Tarpeya, donde se detuvieron todos en seco, riendo y luchando por recuperar el aliento. – ¿Qué estaba enseñándote el etrusco allí dentro? – preguntó Cneo.
–Me parece que estaban jugando a algo -dijo Publio-. Decía el etrusco: «Te enseñaré mi vara de medir si tú me enseñas tu Fascinus». – Dio un golpecito al amuleto que Tito llevaba colgado al cuello.
–Eso no es un juego -afirmó Cneo-. ¡Todo el mundo puede ver el Fascinus de Tito!
Tito hizo una mueca y guardó el amuleto en el interior de su túnica, para que nadie lo viera.
–Ninguno de los dos se merece mirar al dios, de todos modos. – ¡Yo sí! – protestó Publio-. ¿No soy sacerdote de Hércules como tú? ¿Y no soy tan patricio como tú? ¿Acaso no corrí a tu lado el pasado febrero, en las Lupercalia? Mientras que nuestro amigo Cneo aquí presente…
Cneo le lanzó una mirada de rabia. Publio acababa de tocar un tema respecto al cual Cneo se mostraba cada vez más sensible. Publio y Tito eran de clase patricia, descendientes de los primeros senadores a quienes Rómulo había dado el nombre de padres, o paters, de Roma. Los patricios guardaban celosamente los antiguos privilegios de su clase. El resto de la ciudadanía, ricos y pobres, eran simplemente la gente corriente, o plebeyos. Los plebeyos podían hacerse ricos con el comercio y ser distinguidos en el campo de batalla. Podían incluso alcanzar mucho poder (un familiar lejano de Cneo, Anco Marcio, había sido rey), pero nunca podrían tener el prestigio vinculado a los patricios.
Ciertamente, la madre de Cneo era patricia; Veturia procedía de una familia casi tan antigua como los Poticio y los Pinario. Pero su fallecido padre era plebeyo y, siguiendo la ley del paterfamilias, los hijos quedaban asignados a la clase de su padre. Para Tito y Publio, el estatus plebeyo de su amigo tenía pocas consecuencias; Cneo era el mejor atleta, el jinete más ágil y el chico más guapo e inteligente que conocían. Pero para Cneo, la clase era muy importante. Su padre había muerto en batalla siendo él un niño y se identificaba más con su madre y la familia de ella.
Veturia lo había criado para que fuera una persona tan orgullosa como cualquier patricio, y le exasperaba pensar que ser patricio fuera lo único que nunca podría conseguir en la vida.
Cruelmente, no sentía la más mínima simpatía hacia los plebeyos, que afirmaban que las diferencias de clases debían abolirse; Cneo siempre estaba del lado de los patricios y no mostraba más que desprecio hacia los que denominaba «plebeyos advenedizos».
Cneo solía comportarse con una confianza en sí mismo que lo convertía en distante, una característica que Tito admiraba mucho; su comportamiento encajaba con su semblante atractivo y altanero. Pero lo irónico de su lealtad de clase era el punto débil de su armadura; Publio, que disfrutaba fastidiándolo, no podía resistirse a aludir a cada momento a la categoría de plebeyo de Cneo. En esta ocasión, Cneo apenas si pestañeó. Se quedó observando fijamente a su amigo con una mirada acerada.