–Este asunto de la muralla debe solucionarse de una vez por todas -dijo en voz baja Remo, mirando la corona-. ¿Qué opinas, Poticio? – Vio la mirada preocupada en la cara de su amigo y rió casi de pena-. No, no te pido que tomes partido. Te pido consejo como arúspice. ¿Cómo solucionar este asunto consultando la voluntad de los dioses?
Y en un abrir y cerrar de ojos, una sombra pasó sobre ellos. Poticio levantó la vista y vio un buitre en lo alto.
–Me parece que conozco una manera -dijo.
La competición se celebró al día siguiente. No fue Poticio quien lo calificó de competición, sino los gemelos, pues era evidente que lo veían así. Para Poticio era un rito muy solemne que requería toda la sabiduría que había aprendido en Tarquinia.
El rito se llevó a cabo simultáneamente en las dos colinas en competencia. Rómulo se colocó en un punto elevado del Palatino, de cara al norte; a su lado estaba Pinario, en su papel de sacerdote de Hércules. Remo, acompañado de Poticio, se situó en el Aventino, de cara al sur. En ambos lugares habían clavado previamente al suelo una cuchilla de hierro en el suelo para que su sombra pudiera determinar el momento exacto del mediodía. Habían trazado también una marca en la tierra, a cierta distancia de la hoja, para que el movimiento de la sombra proyectada por la hoja de hierro señalara el paso de un determinado espacio de tiempo. Durante este lapso de tiempo, cada hermano y su sacerdote acompañante observarían el cielo en busca de buitres. Los sacerdotes contarían cada buitre que avistaran trazando un surco en la tierra con una lanza. ¿Por qué buitres? Poticio había explicado su razonamiento a los hermanos:
–El buitre es un animal sagrado para Hércules, quien siempre se alegró al avistarlo. Entre todas las criaturas, es la menos dañina; no provoca daños ni en cultivos, ni en frutales, ni en el ganado.
Nunca mata o hace daño a los seres vivos, sino que rapiña sólo carroña, e incluso así, nunca rapiña otras aves; mientras que las águilas, los halcones y las lechuzas atacan y matan a los de su propia especie. De todas las aves, es la más difícil de ver y muy pocos son los que pueden decir que han visto a sus crías. Debido a esto, los etruscos creen que los buitres vienen de otro mundo. Por lo tanto, dejemos que sea el avistamiento de buitres lo que determine la voluntad del cielo en lo que al asentamiento de la ciudad de Roma se refiere.
Llegó el mediodía. Remo, en la cima del Aventino, levantó el brazo y señaló al cielo. – ¡Ahí hay uno!
Poticio reprimió una sonrisa. Su formación como arúspice le había enseñado a reconocer a gran distancia todo tipo de aves.
–Me parece que es un halcón, Remo.
Remo forzó la vista.
–Sí que lo es.
Siguieron vigilando. El tiempo parecía pasar muy lentamente.
–Veo uno, allá -dijo Poticio. Remo siguió su mirada y asintió. Poticio presionó la lanza contra el suelo y marcó un surco. – ¡Y allí hay otro! – gritó Remo. Poticio lo confirmó y marcó un segundo surco.
Y así siguieron hasta que la sombra de la hoja alcanzó la marca que señalaba el fin de la competición. Había seis surcos en el suelo, indicando los seis buitres avistados por Remo. Sonrió, dio unas palmadas, se le veía satisfecho. Poticio le comentó que era una cifra considerable, que daba buenos presagios.
Descendieron del Aventino. Fueron a reunirse con Rómulo y Pinario en la pasarela sobre el Spinon, pero después de una larga espera, Remo empezó a impacientarse. Se dirigió a la Escalera de Caco, y Poticio lo siguió. Al subir, Remo tropezó con algunos escalones. Poticio se percató de que aquel día su amigo cojeaba mucho.
Encontraron a Rómulo y Pinario sentados sobre un árbol caído, no muy lejos del lugar donde habían montado la vigilancia en el Palatino. Los dos estaban riendo y charlando, muy animados.
–Teníamos que reunirnos en el Spinon -dijo Remo-. ¿Por qué estáis aún aquí?
Rómulo se incorporó. Sonrió de oreja a oreja. – ¿Por qué debería el rey de Roma abandonar el centro de su reino? Te dije que el Palatino es el corazón de Roma, y hoy los dioses han dejado claro que están de acuerdo con ello. – ¿Qué dices?
–Compruébalo por ti mismo. – Rómulo señaló el lugar donde Pinario había marcado los surcos en el suelo.
Cuando Poticio vio el número de surcos, soltó un suspiro. – ¡Imposible! – musitó.
Había tantos surcos que no podían contarse de un solo vistazo. Remo los contó en voz alta. – … diez, once, doce. ¡Doce! – Se volvió hacia Rómulo-. ¿Estás diciéndome con eso que has visto doce buitres, hermano mío?
–Son los que he visto. – ¿No eran gorriones, ni águilas, ni halcones?
–Buitres, hermano. El ave más sagrada de Hércules, y la más excepcional. Dentro del periodo permitido de tiempo, he visto y contado en el cielo doce buitres.
Remo abrió la boca para decir algo, luego la cerró, atónito. Poticio se quedó mirando fijamente a Pinario. – ¿Es esto cierto, primo? ¿Has verificado el recuento con tus propios ojos? ¿Has marcado tú todos esos surcos en la tierra? ¿Has llevado a cabo el ritual franca y honestamente frente a los dioses, tal y como es digno de un sacerdote de Hércules?
Pinario le devolvió la mirada con frialdad.
–Naturalmente, primo. Todo se ha hecho debidamente. Rómulo ha avistado doce buitres y yo he hecho doce marcas. ¿Cuántos buitres ha visto Remo?
Si Pinario mentía, Rómulo mentía también, engañando a su propio hermano y sonriendo al mismo tiempo. Poticio miró a Remo; la mandíbula de su amigo temblaba y pestañeó a toda velocidad. Desde la tortura que había sufrido a manos de Amulio, la cara de Remo se veía ocasionalmente presa de violentas convulsiones, pero hoy había algo más. Remo estaba reprimiendo las lágrimas. Sacudiendo la cabeza, incapaz de hablar, se marchó apresuradamente, cojeando de mala manera. – ¿Cuántos ha visto Remo? – volvió a preguntar Pinario.
–Seis -musitó Poticio.
Pinario asintió.
–Entonces, la voluntad de los dioses está clara. ¿No estás de acuerdo, primo?
Cuando Rómulo habló luego por su cuenta con él para pedirle consejo como arúspice en relación a la construcción de las murallas de la ciudad, Poticio se le resistió. A punto estuvo de acusar a Rómulo de mentiroso, y Rómulo le leyó el pensamiento. Sin admitir en ningún momento el engaño, desterró las dudas de Poticio acerca del recuento de buitres. Había habido un desacuerdo, el desacuerdo tenía que solventarse, había quedado solventado y ahora debían seguir adelante.
Con sutiles lisonjas, Rómulo acabó convenciendo a Poticio de que su participación era esencial para el establecimiento de la ciudad. Había una forma correcta y una forma incorrecta de hacerlo y a buen seguro, por el bien de los habitantes de Roma y sus descendientes, todo debía hacerse de acuerdo con la voluntad de los dioses… ¿y quién sino Poticio podía adivinar de forma fiable su voluntad? Rómulo declaró su fervoroso deseo de que Remo se encargara de una parte del ritual equivalente a la de él, y convenció a Poticio para que los ayudara a hacer las paces.
Gracias a Poticio, cuando llegó el día de establecer el pomerium, los límites sagrados de la nueva ciudad, todo se hizo debidamente y ambos gemelos tomaron parte en el ritual.
Los ritos se llevaron a cabo según las antiguas tradiciones transmitidas por los etruscos. En el lugar que Poticio determinó como el centro exacto del Palatino, y por lo tanto el centro de la nueva ciudad, Rómulo y Remo iniciaron la obra y cavaron un hoyo profundo, utilizando una pala que fueron pasándose el uno al otro. Todos los que deseaban ser ciudadanos fueron acercándose uno a uno para echar un puñado de tierra al hoyo, diciendo: «Éste es un puñado de tierra de…», pronunciando el nombre de su lugar de procedencia. Los que llevaban generaciones viviendo en Roma, realizaron el ritual junto con los recién llegados, pues la mezcla de tierras simbolizaba la fusión de la ciudadanía. Incluso el padre de Poticio, pese a sus reservas respecto a los gemelos, tomó parte en la ceremonia, echando en el hoyo un puñado de tierra que había sacado con su pala del terreno situado justo enfrente del umbral de la cabaña de su familia.
Cuando el hoyo estuvo lleno, se colocó sobre él un altar de piedra. Poticio pidió a Júpiter, dios del cielo y padre de Hércules, que cuidara de la fundación de la ciudad. Rómulo y Remo invitaron a Mavors y Vesta a ser testigos del hecho: el dios de la guerra que se rumoreaba era su padre y la diosa de la tierra, a quien se había consagrado su supuesta madre, Rea Silvia.
Con anterioridad, los gemelos habían dado la vuelta al Palatino y decidido la mejor disposición de la red de fortificaciones que iba a rodearlo. Durante la ceremonia, descendieron a los pies de la colina, donde habían amarrado un arado de bronce a un yugo tirado por un toro blanco y una vaca blanca. Turnándose, los hermanos araron un surco continuo para marcar los límites de la nueva ciudad. Mientras uno araba, el otro caminaba a su lado luciendo una corona de hierro. Rómulo inició el surco; Remo se hizo acrgo del último tramo y unió el final del surco con su comienzo.
La multitud que había seguido cada paso del ritual lanzaba vítores, reía y lloraba de alegría. Los hermanos levantaron sus rendidos brazos en dirección al cielo, se volvieron el uno hacia el otro y se abrazaron. En aquel momento, Poticio tuvo la sensación de que los dioses amaban de verdad a los gemelos y que ningún poder terrenal podría derribarlos.
Aquel día, en el mes que posteriormente recibiría el nombre de aprilis, en el año que posteriormente sería conocido como 753 a.C., nació la ciudad de Roma.
La construcción de las fortificaciones empezó enseguida. En comparación con las grandes murallas que se habían edificado en otras partes del mundo, como las de la antigua Troya, éste era un proyecto muy modesto. El plan no era construir una muralla de bloques de piedra; esto habría sido imposible, ya que no había canteras que pudieran suministrar la piedra, ni picapedreros expertos para dar forma a los bloques y montarlos, ni nadie con las habilidades de ingeniera necesarias para diseñar una muralla de ese tipo. La nueva ciudad estaría defendida por una red de zanjas, terraplenes y estacas de madera. En algunos lugares, la pendiente pronunciada de la ladera proporcionaría en sí misma una defensa adecuada.
Por modesto, incluso primitivo, que el proyecto le hubiera parecido a un tirano griego o a un constructor de templos egipcios, las primeras fortificaciones de Roma fueron una obra de un tamaño nunca visto hasta entonces en la región de las Siete Colinas. Rómulo y Remo buscaron la mano de obra entre los habitantes de la colina del Asylum que los habían acompañado en sus incursiones, así como entre los jóvenes del lugar con quienes se habían criado. Pocos de ellos tenían experiencia en las tareas que les impusieron los gemelos. Los errores frecuentes y la gran cantidad de esfuerzo inútil desembocaron en muchas peleas durante la obra.
Siempre que alguna cosa salía mal, era Rómulo, más que Remo, quien cedía a los ataques de rabia. Gritaba a los trabajadores, los amenazaba y, a veces, incluso les pegaba. Cuanto más protestaban los trabajadores defendiendo su inocencia, más furioso se ponía Rómulo, y, mientras, Remo se mantenía al margen y observaba las explosiones de ira de su hermano sin apenas ocultar lo mucho que se divertía con ello. Al principio, Poticio tenía la impresión de que las cosas estaban volviendo a la normalidad, siendo de nuevo Rómulo el más acalorado de los gemelos y Remo el más tranquilo. Pero después de que la escena se repitiera numerosas veces (un fallo en las fortificaciones, explosiones de rabia por parte de Rómulo, los trabajadores defendiendo su inocencia, y Remo observando en silencio el incidente), Poticio empezó a albergar una inquietante sospecha.
Y no era el único. Pinario estaba también allí cada día, y pocos detalles se le escapaban. Una tarde, habló con Poticio.
–Primo, esta situación no puede continuar. Pienso que deberías hablarlo con Remo… a menos, naturalmente, que seas tú quien esté empujándolo a esto. – ¿De qué me hablas, Pinario?
–Hasta el momento, no le he mencionado nada a Rómulo sobre mis sospechas. No deseo crear más problemas entre los gemelos. – ¡Habla sin rodeos! – dijo Poticio.
–Muy bien. Ha habido demasiados problemas con la construcción de estas fortificaciones. Tal vez los hombres no sean constructores expertos, pero no son estúpidos. Ni son todos unos gandules, ni unos cobardes incapaces de asumir la responsabilidad de un error que realmente han cometido.
Pero los errores son continuos, y nadie asume las culpas. Rómulo está cada día más enfadado, mientras que Remo apenas puede disimular su risa. Unas travesuras sin mala intención es una cosa.
Pero la traición deliberada es otra completamente distinta. – ¿Pretendes decirme que alguien está saboteando la construcción?
–Tal vez no sea más que una serie de bromas. La intención podría ser simplemente hacer enfadar a Rómulo, pero el daño va mucho más allá de eso. Rómulo está quedando como un necio.
Su autoridad está viéndose socavada. La moral de los hombres cae por los suelos. Detrás de todo esto hay alguien muy inteligente. ¿No serás tú, primo? – ¡Por supuesto que no! – ¿Quién entonces? Alguien próximo a Remo, alguien que pueda charlar libremente con él, tiene que hablarle del tema muy seriamente. Yo no, pues piensa que soy el hombre de Rómulo. A lo mejor tendrías que ser tú, primo. – ¿Y acusarle de traición?
–Utiliza las palabras que consideres oportunas. Pero asegúrate de que Remo comprende que la situación no debe continuar así.
Pero cuando Poticio habló con Remo, con mucho cuidado y abundantes indirectas, sin acusarlo de nada pero sugiriéndole que alguien estaba dificultando el progreso de las fortificaciones, Remo rechazó la idea. – ¿Quién haría una cosa así? La verdad es que no se me ocurre nadie. ¿Te has planteado, buen Poticio, que podría ser que el proyecto en sí estuviera maldito? Si existe una voluntad que desea frustrar la construcción, ¿no podría tratarse de una voluntad que no fuese humana?