La mujer de Fáustulo se llamaba Acca Larentia. Un chiste desagradable, que algunos repetían a espaldas de los gemelos, afirmaba que habían sido criados por una loba. De pequeño, cuando Poticio escuchó el chiste por primera vez (explicado por su primo Pinario, que lo acompañó con una mirada lasciva y un guiño), pensó que era cierto al pie de la letra; sólo después se dio cuenta de que «loba» era un término que se utilizaba también para las prostitutas y que, por lo tanto, era un insulto dirigido a Acca Larentia. Pinario le había explicado también que los nombres que Fáustulo había impuesto a los gemelos eran un grosero juego de palabras: Rómulo y Remo, haciendo referencia a las dos «ruma» de Acca Larentia, que Fáustulo disfrutaba contemplando cuando ella amamantaba a ambos bebés a la vez. Y debido a que el lugar donde más le gustaba amamantarlos era a la sombra de la higuera, Fáustulo había puesto a la higuera el nombre de Ruminalis o árbol chupador. – ¡Un hombre vulgar y sucio, apenas mejor que los cerdos que cría! – Ésta era la opinión que el padre de Poticio tenía de Fáustulo-. Y por lo que a Acca Larentia se refiere, cuanto menos se diga, mejor. Me parece que no merecen ser llamados padres, hay que ver cómo dejan a esos niños correr el día entero de aquí para allá. Rómulo y Remo no son precisamente mejores: ¡un par de lobos criados en una pocilga!
Pero incluso los que más desaprobaban a los gemelos no podían negar que eran dos chicos excepcionalmente guapos.
«Sólo Rómulo es más guapo que Remo», decía el refrán popular, en el que los nombres podían intercambiarse sin problemas. «Y sólo Remo puede competir con Rómulo», era la respuesta, pues los gemelos eran, con diferencia, los chicos más rápidos y más fuertes de la zona, y se mostraban encantados ante cualquier oportunidad de poder demostrarlo. Para Poticio, los gemelos eran todo lo que un chico podía desear: guapos, atléticos y libres del control de un padre. Aun cuando a veces le daban un poco de pena, a Poticio le resultaba muy excitante compartir su compañía.
Los gemelos lo soltaron. Poticio gruñó y se frotó los hombros para aliviar el dolor. – ¿Qué te parece? – dijo Rómulo, mirando a su hermano-. ¿Se lo decimos, o no?
–Dijiste que se lo diríamos.
–Pero tengo mis dudas. Con este elegante amuleto de su padre, se le ve grande y todopoderoso.
A las personas sin importancia, como nosotros, las mira con aire de superioridad. – ¡Yo no hago eso! – protestó Poticio-. ¿Decirme qué? Remo le miró con picardía.
–Mi hermano y yo estamos tramando un plan. Vamos a divertirnos un rato. La gente pasará días sin hablar de otra cosa. – ¿Días? ¡Arios! – apuntó Rómulo.
–Y tú puedes unirte a nosotros… si te atreves -intervino Remo.
–Claro que me atrevo -aseguró Poticio. Le dolían tanto los hombros que apenas podía levantar los brazos, pero estaba decidido a no demostrar su dolor-. ¿Y de qué va ese plan que tramáis?
–Ya sabes cómo nos llama la gente… lo que dicen de nosotros a nuestras espaldas -dijo Rómulo.
Sin saber muy bien cómo responder, Poticio se encogió de hombros, intentando no hacer una mueca de dolor.
–Nos llaman lobos. Rómulo y Remo son un par de lobos, dicen, amamantados por una loba.
–La gente es estúpida -dijo Poticio.
–A la gente le dan miedo los lobos, eso es lo que pasa -dijo Remo.
–Sobre todo a las chicas -añadió su hermano-. Mira esto. – Buscó algo que guardaba a los pies de la higuera y se lo puso por encima de la cabeza. Era una piel de lobo, arreglada de tal manera que la cabeza del lobo quedaba sobre su cara, convirtiéndose en una máscara que dejaba la boca al descubierto-. ¿Qué te parece?
Con las manos en las caderas y la cara del lobo tapando la suya, Rómulo presentaba una imagen aterradora. Poticio se quedó mirándolo, sin habla. Remo sacó entonces otra piel, se la puso por encima de la cabeza y se colocó junto a su hermano.
Rómulo sonrió con satisfacción, feliz ante la mirada de asombro dibujada en el rostro de Poticio.
–Naturalmente, si lo hacemos sólo Remo y yo, todo el mundo nos reconocerá. Por eso tiene que haber un tercer lobo en la manada, para despistar a la gente. – ¿Un tercer lobo? – dijo Poticio.
Remo le arrojó algo. Poticio dio un brinco, pero consiguió cogerlo.
–Póntelo -dijo Remo.
Era otra piel de lobo. Con manos temblorosas, Poticio se encajó la cabeza sobre el rostro. Un olor a rancio le llenó las narices. Mirando a través de los agujeros de los ojos, se sentía extrañamente escondido del mundo y curiosamente transformado.
Rómulo sonrió.
–Tienes un aspecto muy fiero, Poticio. – ¿De verdad? – Remo rió.
–Pero tienes voz de niño pequeño. Debes aprender a gruñir… así. – Le hizo una demostración a la que se unió también Rómulo. Después de un primer momento de duda, Poticio se esforzó en emularlos.
–Y tienes que aprender a aullar. – Remo echó la cabeza de lobo hacia atrás. El sonido que salió de su garganta provocó un escalofrío que recorrió la espalda de Poticio. Rómulo se sumó a él, y la armonía de sus aullidos fue tan espeluznante que a Poticio se le puso la piel de gallina. Pero cuando él intentó soltar un aullido, los otros dos soltaron grandes carcajadas.
–Es evidente que tendrás que practicar -dijo Rómulo-. Aún no estás preparado. Tienes que aprender a aullar como un lobo, Poticio, y a pensar como un lobo. ¡Tienes que convertirte en un lobo!
–Y cuando llegue ese día, asegúrate de no llevar encima ese amuleto -añadió su hermano-.
De lo contrario, alguien podría reconocerlo y delatarnos a tu padre.
Poticio se encogió de hombros. El dolor había desaparecido.
–Siempre puedo llevar a Fascinus por dentro de la túnica, donde nadie lo vea. – ¿La túnica? – Rómulo rió-. ¡Los lobos no llevan túnica! – ¿Y qué llevaremos?
Rómulo y Remo se miraron y se echaron a reír, luego volvieron a cubrirse con las cabezas y aullaron.
El invierno llegó antes de que los gemelos estuvieran convencidos de que Poticio dominaba lo bastante las artes de un lobo. Llevar a cabo su plan con un clima frío y húmedo no merecía la pena.
Esperaron hasta la llegada del buen tiempo. Por fin amaneció el día perfecto, una mañana clara y de temperatura suave en la que todos los habitantes de las Siete Colinas estarían fuera de sus casas paseando.
Fueron a cazar a primera hora de la mañana. Los gemelos llevaban varios días siguiéndole la pista a un lobo, observando sus movimientos para descubrir su guarida. Poco después del amanecer, lo obligaron a salir de ella y le dieron caza. Fue Rómulo quien mató al animal con su lanza.
En un altar improvisado (una simple losa de piedra), despellejaron al lobo y se bañaron las manos con su sangre. Cortaron la piel a tiras y se ataron los pellejos a muñecas, tobillos, muslos y brazos. Se llevaron el resto de las tiras en la mano. Poticio tenía la sensación de estar sintiendo la fuerza vital de la bestia emanando aun del caliente y flexible pellejo.
A Poticio ya no le resultaba raro correr desnudo por las colinas. Lo había hecho muchas veces con Rómulo y Remo, aunque siempre de noche y lejos de los poblados. Lo que le resultaba extraño era la máscara de lobo que le ocultaba el rostro. Mirar por los agujeros de los ojos, saber que estaba escondido, imaginarse su feroz aspecto… todo aquello le daba una sensación de poder y la intuición de que su relación con todo lo que le rodeaba había cambiado, como si en realidad la máscara le confiriera facultades que no eran humanas.
Corrieron por las colinas y los valles, de poblado en poblado, aullando y ladrando y agitando los pellejos. Siempre que se tropezaban con una chica joven, corrían directamente hacia ella, compitiendo para ver quién la atrapaba primero y le daba de lleno con su tira de piel. Eran los lobos, y las chicas podrían muy bien haber sido las ovejas; igual que las ovejas, casi siempre salían de sus casas en grupo para realizar las tareas matutinas, ir a buscar agua o transportar bultos de un lado a otro. Algunas gritaban asustadas al verlos. Otras se desternillaban de risa.
Poticio no había hecho en su vida nada tan divertido. Se excitó sexualmente. Muchas de las chicas parecían más asustadas ante la visión de su sexo bamboleante que ante la amenaza de su tira de piel de lobo, aunque algunas parecían divertirse también y reían con disimulo mientras se tapaban la cara con las manos y desviaban la mirada. Rómulo y Remo, viéndolo tan excitado, se cernían sobre él. Riendo y ladrando, apuntaban a su sexo con sus tiras de piel de lobo.
–Es una pena que hoy te hayas dejado el amuleto en casa -le susurró Rómulo-. ¡No llevas en el cuello un falo que te proteja del que tienes entre las piernas!
–Deja ya de intentar taparte -dijo Remo, temblando de la risa-. ¡Un buen golpe con una de estas tiras y te convertirás en el más potente del mundo! ¡Tendrás entre las piernas toda la fuerza del lobo!
Los gemelos se calmaron por fin y los tres continuaron dedicándose a la persecución de jovencitas chillonas.
Tal y como los gemelos habían predicho, el incidente se convirtió en el chismorreo de toda Roma. Aquella tarde, el padre de Poticio reunió a su familia más próxima (Poticio, su madre y sus hermanas) para comentar el tema.
–Tres jóvenes, completamente desnudos sino fuese por una piel de lobo que utilizan para cubrirse la cara como cobardes, han recorrido las Siete Colinas, aterrorizando a todo aquel con quien se tropezaban… ¡su comportamiento es ultrajante! – ¿Sabes si alguien ha intentado detenerlos? – dijo la madre de Poticio.
–Unos ancianos han intentado llamarles la atención por su conducta; los muy sinvergüenzas se han dedicado a dar vueltas en círculo en torno a esos pobres hombres, aullando como animales, aterrorizándolos. Otros hombres más jóvenes han intentado perseguirlos, pero los alborotadores han corrido más que ellos. – ¿Qué aspecto tenían, esposo mío? ¿Había algo que pudiera identificarlos?
–No los he visto personalmente. ¿Los ha visto alguno de vosotros?
Poticio apartó la vista y no dijo nada. Se mordió nervioso el labio cuando una de sus hermanas, que era algo más joven que él, habló tímidamente.
–Yo los he visto, padre. Estaba visitando a una amiga en el Viminal cuando entraron en el poblado, aullando y gruñendo. El rostro de su padre se quedó rígido. – ¿Te han molestado en algún sentido? La chica se sonrojó. – ¡No, padre! Excepto que… -¡Habla, hija!
–Todos llevaban un objeto en la mano; me parece que era una tira larga y estrecha de pellejo de lobo. Las volteaban en el aire, como si fueran látigos. Y entonces…
–Continúa.
–Cuando se acercaban a una chica o a una mujer joven, les daban con eso. – ¿Les daban?
–Sí, padre. – Se puso más roja si cabe-. En el trasero. – ¿Y te han dado a ti, hija mía? ¿En el trasero?
–Yo… yo, la verdad es que no me acuerdo, padre. Daba todo tanto miedo, que no puedo recordarlo.
«¡Mentirosa!», le habría gustado poder decir a Poticio. Recordaba el momento bastante bien. Y estaba seguro de que también lo recordaba su hermana. Quien le había dado en el trasero había sido Remo y, lejos de asustarse, ella había corrido tras ellos, riendo como una tonta e intentando vengarse dándole un azote al trasero desnudo de Remo. Pese a su nerviosismo, Poticio tuvo que forzar una sonrisa.
El padre de Poticio movió la cabeza. – ¡Tal y como he dicho, un ultraje! Y lo que resulta aún más vergonzoso es el hecho de que no todo el mundo opina como nosotros respecto al tema. – ¿A qué te refieres, padre? – preguntó Poticio.
–Acabo de hablar con Pinario padre. ¡Y el incidente le hace mucha gracia! Dice que los únicos que tendrían que considerarlo una conducta escandalosa son los viejos. Dice que todos los jóvenes envidian a esos lobeznos salvajes y que todas las jóvenes los admiran. No los envidiarás tú también, ¿verdad, Poticio? – ¿Yo? Por supuesto que no, padre. – Nervioso, Poticio acarició el amuleto que llevaba colgado al cuello. Se lo había puesto nada más llegar a casa, deseoso de tener a Fascinus muy cerca. La verdad es que no estaba diciéndole ninguna mentira a su padre: un hombre no podía sentir envidia de sí mismo.
–Y tú, hija mía… ¿no sentirás admiración por esos alborotadores, verdad?
–Por supuesto que no, padre. ¡Los odio!
–Bien. Tal vez los demás elogien a estos salvajes, pero en esta familia hay que mantener los valores. Los Poticio son un ejemplo para toda Roma. E igual debería suceder con los Pinario, pero me temo que nuestros primos han olvidado el rango que ostentan. – Negó con la cabeza-. La identidad de dos de esos lobeznos es evidente… esos dos sinvergüenzas de Rómulo y Remo. ¿Pero quién sería el tercer lobezno? ¿Qué joven inocente habrán engatusado los chicos del porquerizo para que les acompañe en un juego tan necio como ése? – Miró directamente a Poticio, que se quedó lívido-. ¿Piensas, hijo mío… piensas que podría tratarse de tu primo, el joven Pinario?
Poticio tragó saliva para deshacer el nudo que se le había formado en la garganta.
–No, padre. Estoy casi seguro de que no ha sido Pinario. Su padre refunfuñó y lo miró de refilón.
–Muy bien. Se acabó de hablar sobre ello. Tengo algo mucho más importante que discutir. Y tiene que ver contigo, hijo mío. – ¿Sí, padre? – dijo Poticio, aliviado ante el cambio de tema. Poticio padre tosió para aclararse la garganta.
–Como sacerdotes de Hércules, nos corresponde un papel muy importante entre la gente.
Nuestra opinión sobre los asuntos divinos es sumamente respetada. Pero aún podríamos aprender muchas cosas más sobre la interpretación de la voluntad de los dioses y los numina. Dime, hijo mío: cuando el pozo de un campesino se seca, ¿a quién acude para pacificar al rencoroso numen que ha bloqueado el caudal de su manantial? Cuando un pescador quiere encontrar un nuevo banco de pesca, ¿a quién acude para que le señale los lugares idóneos del río y para que rece una oración que aplaque a los numina del agua? Cuando un rayo mata un buey, ¿a quién consulta el pastor para saber si la carne destrozada está maldita y debería ser consumida por el fuego sobre un altar, o está bendita y debería comerse con alegría?