Roma (47 page)

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Authors: Steven Saylor

Tags: #Fiction, #Historical, #General Interest

BOOK: Roma
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Dando golpecitos a la bolsa de monedas que llevaba colgada a la cintura, tarareando una alegre canción, Poticio atravesó el Aventino en dirección a su casa, en el lado sur de la colina, un barrio menos elegante. Al pasar por delante del templo de Juno Regina, vio que una de las ocas sagradas se había escapado de su recinto y se contoneaba por el pórtico, ladeando el cuello hacia uno y otro lado. Poticio sonrió y entonces sintió un repentino hormigueo en la garganta. Tenía la boca muy seca; tendría que haber pedido algo de beber para bajar mejor las judías.

De pronto, fue como si una llamarada recorriera el trayecto entre su garganta y sus intestinos. La sensación era tan intensa y peculiar que supo que algo iba mal de verdad. Había alcanzado esa avanzada edad en la que un hombre puede morir en cualquier momento, de repente y sin causa aparente. ¿Sería eso lo que le sucedía? ¿Habrían decidido por fin los dioses acabar con la historia de su vida?

Sin saber cómo había llegado hasta allí, se encontró tendido en el suelo delante del templo, incapaz de moverse. A su alrededor se había congregado una multitud. La gente se inclinaba y lo miraba. Sus expresiones no eran en absoluto alentadoras. Los hombres movían la cabeza. Una mujer se tapó la cara y se echó a llorar.

–Frío -consiguió decir-. Parece que no puedo… moverme.

Como dispuestos a contradecirlo, sus brazos y sus piernas empezaron a retorcerse, un poco al principio, y luego con tanta violencia que la gente se apartó asustada. La oca, alarmada también, graznó y agitó las alas.

Poticio se dio cuenta de lo sucedido. No lo consideró como un asesinato, sino como una desgracia más que caía sobre los Poticio. ¡Cómo debían odiar los dioses a su familia! Nunca se le ocurriría culpar a Kaeso de su muerte; admitir su extorsión sólo oscurecería aún más su nombre y humillaría a su familia. Las convulsiones cesaron, al mismo tiempo que su respiración.

Tito, paterfamilias de los Poticio, murió rápidamente y en silencio.

Dos lictores enviados por el edil curul llegaron para vigilar el cuerpo hasta que un miembro de la familia lo reclamara. El lictor que realizó el inventario de las pertenencias del hombre reconoció a Poticio y expresó su sorpresa al ver que el anciano llevaba encima una cantidad de dinero importante. – ¡Los Poticio siempre andan llorando porque son pobres, y mira todas esas monedas!

–A lo mejor es lo que le quedaba de ese acuerdo al que llegó con el censor por vender sus derechos sobre el Ara Máxima -dijo su compañero-. Un sacrilegio de ese calibre no podía traerle nada bueno. – ¡Nada bueno le sucederá ya a este pobre tipo!

Para Kaeso, Tito Poticio, el hijo del paterfamilias fallecido, tenía el mismo aspecto que su padre, aunque algo más joven.

–Así que ya ves -dijo Poticio-, por lo que he podido averiguar, debiste de ser una de las últimas personas que lo vio con vida. Mi padre comentó a uno de los esclavos que pasaría por aquí de camino a casa, pero no dijo por qué. No entiendo muy bien cómo llevaba tanto dinero encima.

Nadie tiene ni idea sobre cómo consiguió esa bolsa con monedas.

Estaban los dos sentados en el diminuto jardín de la casa de Kaeso. La voz de Poticio no dejaba entrever ningún tipo de insinuación o sospecha, sino que hablaba como el hijo desconsolado que simplemente desea conocer detalles sobre las horas finales de la vida de su padre. Pero aun así, Kaeso sentía una oleada de ansiedad en el pecho. Eligió las palabras con cuidado y habló en un tono que esperaba sonase compasivo.

–Cierto es que tu padre realizó una breve visita aquel día. Nos habíamos visto brevemente en otra ocasión, en la casa de Apio Claudio. Fue muy amable por su parte pasar por aquí para felicitarnos por nuestra boda.

–Era un anciano muy agradable -comentó Galeria, sentada en un rincón de la estancia con su aguja y su rueca, tejiendo lana con la ayuda de una esclava. Galeria poseía muchas de las virtudes tradicionales, pero quedarse callada no era una de ellas, y la casa era demasiado pequeña para que Kaeso pudiera mantener una conversación sin que ella la oyera.

–Se lo veía muy encariñado contigo, Kaeso.

Poticio sonrió.

–Entiendo que le gustases a mi padre. Seguramente le recordabas al primo Marco. – ¿Eh?

–Sí, el parecido es sorprendente. Y mi padre era muy sentimental. Y… no le gustaba aprovecharse de la gente. No… -Poticio bajó la vista-. ¿Por casualidad te pidió dinero? Me temo que mi padre tenía la mala costumbre de pedir préstamos, incluso a gente que apenas conocía. – ¡Por supuesto que no!

Poticio suspiró.

–Tenía que preguntártelo, de todos modos. Estoy aún realizando el seguimiento de sus deudas pendientes. Sigue siendo un misterio dónde consiguió esa bolsa de monedas.

Kaeso asintió, con un ademán de comprensión. Era evidente que el joven Tito Poticio no sabía nada de los planes de extorsión que tenía su padre. Pero aun así, la preocupación de aquel hombre por la bolsa de monedas y su comentario sobre el parecido de Kaeso con un pariente le hacían sentirse incómodo.

Kaeso respiró hondo. El aleteo que sentía en el pecho había menguado. Igual que le había sucedido horas antes de la boda, acababa de tomar una decisión y con ella había llegado una sensación de paz.

Miró seriamente a Poticio.

–Igual que mi querido amigo Apio Claudio, me siento conmovido por la situación complicada de la familia. Que una de las familias más antiguas de Roma haya menguado de tal manera y caído en este estado de pobreza tendría que ser causa de preocupación para todos los patricios de la ciudad. Los componentes de las familias antiguas nos peleamos demasiado entre nosotros, cuando lo que deberíamos hacer es cuidarnos. Yo no soy más que un joven, y tengo poca influencia…

–Te infravaloras, Kaeso. Te haces escuchar tanto por Quinto Fabio como por Apio Claudio. Es algo que no pueden decir muchos hombres en Roma.

–Supongo que es verdad. Y me gustaría hacer lo posible para socorrer a los Poticio.

–Te estaría muy agradecido por cualquier ayuda que pudieras darnos. – Poticio suspiró-. ¡Los deberes del paterfamilias pesan mucho!

–A lo mejor puedo ayudarte a aligerar esa carga, aunque sea sólo un poco. Siguiendo mi recomendación, mi primo Quinto podría garantizar puestos a algunos de tus parientes, y lo mismo podría hacer el censor. Tendríamos que volver a reunirnos, Tito, y compartir una buena comida y vino.

–Sería un honor -dijo Poticio-. Mi casa no es muy adecuada para recibirte, pero si tú y tu esposa aceptarais una invitación para venir a cenar…

Y de este modo Kaeso empezó a frecuentar aquella casa y a ganarse la confianza del nuevo paterfamilias de los Poticio.

311 A. C.
La nueva fuente situada al final del acueducto no era simplemente la fuente más grande de toda Roma, sino una obra de arte espléndida. El estanque elevado y poco profundo donde caería el agua era un círculo de quince pies de diámetro. En el centro, y a partir de la boca de tres duendecillos del río magníficamente esculpidos en piedra, el agua caería continuamente en el estanque.

Los ciudadanos más distinguidos de Roma se habían reunido con motivo de la inauguración de la fuente. Destacaba entre ellos Apio Claudio, que lucía una amplia sonrisa e iba vestido con su túnica púrpura de censor deslumbrante. Quinto Fabio estaba también presente, frunciendo el ceño como siempre. Había accedido a acudir a regañadientes, y Kaeso se sentía obligado a permanecer a su lado.

Se habían tenido en cuenta los auspicios: el augur había avistado varias aves de río sobrevolando el Tíber, una señal segura del favor de los dioses. Mientras los ingenieros se preparaban para abrir las válvulas, se produjo un momento de calma en las fiestas. Quinto empezó a refunfuñar.

–Así que ésta es la excusa de tu amigo Claudio para continuar como censor, mucho después de haber superado el periodo legal… ¡una fuente!

Kaeso frunció los labios.

–Claudio argumenta que su trabajo en el acueducto y la calzada es demasiado importante para verse interrumpido. Pidió continuar como censor. Y el Senado estuvo de acuerdo. – ¡Sólo porque Claudio ha llenado el Senado con sus acólitos! Es tan retorcido y cabezota como sus antecesores, e igual de peligroso. Con sus fines egoístas, ha provocado una crisis política en la ciudad. – Quinto movió la cabeza-. Estos supuestos proyectos grandiosos no son más de una diversión y, mientras, él sigue presionando para la puesta en marcha de sus planes radicales de votación. No descansará hasta que haya convertido la República romana en una democracia griega gobernada por un demagogo como él… un desastre que nunca sucederá mientras quede aliento en mi cuerpo. – ¡Por favor, primo! Estamos aquí para celebrar una gesta de la ingeniería romana, no para hablar de política. El acueducto es algo de lo que todos podemos sentirnos orgullosos.

Quinto gruñó a modo de respuesta. De pronto, su gesto se suavizó. – ¿Cómo está el pequeño?

Kaeso sonrió. Galeria se había quedado embarazada poco después de su boda y acababa de dar a luz un hijo. Kaeso sabía que Quinto se sentiría satisfecho, pero le había sorprendido el entusiasmo con que su primo mimaba al bebé.

–El pequeño Kaeso tiene buena salud. Le encanta el sonajero de calabaza que le regalaste, y todos los demás juguetes.

Quinto movió afirmativamente la cabeza. – ¡Bien! Ese pequeño es muy brillante y despierto. Con los pulmones que tiene, será un potente orador algún día.

–La verdad es que se hace oír -dijo Kaeso.

Claudio ascendió a la tribuna y levantó los brazos para acallar al gentío. – ¡Ciudadanos! Estamos casi listos para llenar la fuente. Pero primero, si me lo permitís, me gustaría decir algunas palabras sobre cómo se ha conseguido esta maravillosa obra de ingeniería. – Inició el discurso destacando la importancia del agua para el crecimiento de la ciudad, recordó la idea que le había inspirado para iniciar la planificación del acueducto y explicó unas cuantas anécdotas sobre la construcción. El discurso, recitado de memoria, estaba lleno de inteligentes juegos de palabras y giros. Incluso Quinto gruñó y se rió sin querer ante algunas de sus ocurrencias.

–Hay muchos, muchísimos hombres, a quienes debemos dar las gracias por su contribución a esta gran empresa -dijo Claudio-. Para no olvidarme de ninguno de ellos, he escrito sus nombres.

–Claudio inició la lectura. Y Kaeso se sintió elogiado al oír el suyo al principio de la larga lista.

Mientras Quinto seguía leyendo, Quinto le susurró a Kaeso. – ¿Por qué entorna los ojos de esta manera?

Kaeso puso mala cara. Quinto acababa de tocar un tema que cada día le preocupaba más: la vista del censor. De repente, la visión de Claudio había empezado a empeorar, hasta tal punto que prácticamente tenía que pegar la nariz a sus amados pergaminos griegos para poder leerlos. La lista que estaba leyendo ahora estaba escrita con letras grandes, y aun así tenía que entrecerrar los ojos para descifrar los nombres.

Quinto vio la preocupación reflejada en el rostro de Kaeso. – ¿Es cierto el rumor, entonces? ¿Se está quedando ciego Apio Claudio? – ¡Por supuesto que no! – dijo Kaeso-. Simplemente, ha forzado mucho la vista trabajando.

Quinto levantó una ceja.

–Sabes lo que dice la gente, ¿verdad? – ¡La gente está loca! – susurró Kaeso. Había oído el malicioso rumor iniciado por los enemigos de Claudio. Decían que el censor, que tanto amaba los placeres de la lectura y la escritura, estaba siendo castigado por los dioses con la ceguera por haber permitido la transferencia de los deberes religiosos en el Ara Máxima de la familia de los Poticio a los esclavos del templo-.

Independientemente de lo que puedas opinar de su política, Apio Claudio es un hombre religioso que honra a los dioses. Si le falla la vista, no es porque los dioses quieran castigarlo.

–Pero aun así, los dioses sí han castigado a esos otros desagradables amigos tuyos, los Poticio, ¿verdad? ¡Y de la forma más severa!

Kaeso cogió aire, pero no respondió. La relación que había mantenido con los Poticio a lo largo del último año había sido por su propio interés, para borrar por completo sus orígenes secretos y salvaguardar el futuro de su descendencia. ¿Pero habrían los dioses tenido algo que ver, convirtiéndolo en el instrumento de su ira contra una familia descreída en el momento justo para ser destruida? – ¿Dudas que el terrible fin de los Poticio no haya sido resultado del juicio divino? – presionó Quinto-. ¿Qué otra explicación podría haber para una sucesión de muertes tan extraordinaria? En cuestión de meses, todos lo hombres de la familia han enfermado y muerto. No queda ni un solo Poticio que pueda continuar su nombre. ¡Una de las familias más antiguas de Roma se ha extinguido!

–Algunos dicen que murieron de la peste -dijo Kaeso. – ¿Una peste que ataca únicamente a una familia, y sólo a los hombres?

–Eso era lo que los Poticio creían.

–Sí, y en su desesperación convencieron al Senado para que nombrara a un dictador especial que clavara un clavo en la tablilla de madera del santuario de Minerva, para alejar la peste. No sirvió de nada. Al menos tuvieron el consuelo de un amigo incansable… tú, Kaeso. Otros volvieron la espalda a los Poticio, temerosos de contagiarse de su mala suerte. Pero tú, un amigo reciente, permaneciste fiel a ellos hasta el final. Nunca dejaste de visitar a los enfermos y de consolar a los supervivientes. – Quinto asintió con sabiduría-. En una ocasión, hace mucho tiempo, los Fabio estuvimos a punto de extinguirnos, como tú bien sabes. Pero fue de manera honorable, en la batalla, y los dioses consideraron adecuado salvar a uno de nuestro linaje para continuar la descendencia. La historia hablará de forma muy distinta sobre el destino de los desgraciados Poticio. ¡Enorgullécete del nombre que has transmitido a tu hijo, Kaeso!

–El nombre es para mí más importante que la vida, primo. Apio Claudio acabó de leer la lista.

Entre aplausos, levantó la mano para ordenar la apertura de las válvulas. – ¡Que el agua fluya hacia el acueducto!

Una fuerte ráfaga de aire salió en primer lugar de las bocas de los tres duendecillos del río, como si gimieran. El sonido gorjeante le recordó a Kaeso el de los espasmos nerviosos de sus víctimas. ¡Qué enorme cantidad de ingenio, inteligencia y trabajo duro había sido necesaria para ganarse la confianza de los Poticio y asegurarse de que nunca sospecharan de él! Había aprendido de Apio Claudio las artes de la seducción; de su primo Quinto, todo lo que sabía sobre venenos. Una vez iniciada, su cruzada para erradicar a los Poticio se había tornado absorbente. Cada nuevo éxito era más estimulante que el anterior. Kaeso casi sentía haber perdido a la última de sus víctimas, pero cuando todo hubo acabado, sintió una sensación de alivio indescriptible. Su secreto estaba a salvo.

Nadie podría nunca explicarle al hijo de Kaeso la vergonzosa verdad sobre sus orígenes.

El rugido de los duendecillos del río se hizo más potente. El ruido era tan misterioso que la multitud se apartó casi gritando. Entonces el agua empezó a salir disparada por las tres bocas a la vez. Era una visión espectacular. Lanzando espuma y salpicando, los torrentes de agua empezaron a llenar el estanque.

Claudio gritó por encima del rugido de la fuente. – ¡Os doy agua, ciudadanos! ¡Agua pura y fresca directa de los manantiales de Gabii!

El gentío irrumpió en un clamoroso aplauso. – ¡Ave Apio Claudio! – gritaron los hombres-. ¡Ave al constructor del acueducto!

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