–No le interesa a un soldado, quizá. Pero como senador, es posible que el proyecto me interese mucho más.
–Entonces, vente mañana a comprobarlo por ti mismo. Es un lugar especial, bastante espectacular… una estribación del Aventino que se asoma sobre las puertas en construcción del Circo Máximo. Se trata de un areóstilo etrusco, igual que el templo de Júpiter en el Capitolio. No tan grande, pero estará decorado con idéntica majestuosidad. Vulca ya no está con nosotros, es una pena, pero hemos contratado a los mejores escultores etruscos para la imagen en terracota de Ceres.
Para ejecutar los frescos y los relieves de las paredes, hemos traído a dos artistas griegos, Gorgaso y Damófilo. Ya casi han acabado, y su trabajo es asombroso. Y… -Tito se dio cuenta de que Cneo no le prestaba atención. Tenía la mirada fija en una distancia intermedia, una mirada distraída.
Cneo se dio cuenta de que Tito había dejado de hablar y le sonrió irónicamente.
–Tienes razón, Tito, la arquitectura del templo o sus adornos me importan muy poco. Lo que me interesa es toda la política que hay detrás.
–La hambruna -dijo Tito, sin más rodeos-. Fue la hambruna de hace tres años la que inspiró la construcción del templo. Hubo tantos hombres llamados a filas que aquel año no había nadie para sembrar, y los campos que pudieron ser sembrados fueron devastados por más guerras. Roma tenía pocas reservas y la gente se murió de hambre… la gente más pobre, claro está. Mi padre también murió aquel año, no directamente de la hambruna, porque los de nuestra clase nunca pasamos hambre, sino de unas fiebres; las enfermedades van de la mano del hambre, y de las fiebres nadie se libra. Se consultaron los Libros Sibilinos y se decretó que debía consagrarse un templo a Ceres.
Teníamos que atraer a la diosa de la cosecha para prevenir otra hambruna. ¡A veces, los consejos de los versos sibilinos tienen sentido! – ¿O acaso había otros asuntos en el orden del día? – dijo Cneo. Su tono se volvió serio de repente-. Ceres es la deidad favorita de los plebeyos. ¿No es cierto que el festival anual para conmemorar su templo será organizado única y exclusivamente por plebeyos, igual que el festival anual para conmemorar el templo de Júpiter lo organizan los patricios?
–Sí. Y así tendremos un nuevo festival plebeyo para estar a la altura del viejo festival patricio. ¿Qué hay de malo en eso? – preguntó Tito, con un suspiro. Sabía dónde quería ir a parar Cneo con su argumentación, pues la había oído ya antes, en boca de Apio Claudio; resultaba realmente asombroso lo próximos que estaban los puntos de vista de Cneo de los del suegro de Tito. Ambos se mostraban eternamente recelosos de cualquier cosa que pudiera suponer un avance del poder político de los plebeyos. Claudio había maniobrado para que Tito supervisara la construcción del templo de Ceres, no porque aprobara el proyecto, sino por razones más bien contrarias: «¡Si tiene que hacerse, mejor que te tengamos a ti de responsable del proyecto, hijo mío, antes que a cualquier adulador cuyos únicos deseos sean congraciarse con la chusma!».
La política dejaba apático a Tito; pero si tenía que decantarse hacia algún bando, simpatizaba con las luchas de los plebeyos. Sus prioridades eran determinar el mejor diseño para un determinado proyecto, emplear a los mejores artistas y artesanos a los mejores precios, y ver cómo el edificio progresaba desde la imaginación hasta convertirse en una realidad espléndida.
Cneo sacudió la cabeza.
–Si los plebeyos siguen abriéndose camino, Tito, una mañana te despertarás en un mundo que no reconocerás para nada, donde los inferiores lo habrán usurpado todo a los superiores y donde el prestigio de muchos años de un nombre como Poticio no valdrá para nada. ¿Acaso no ves que el nuevo festival plebeyo indica un cambio peligroso en el equilibrio de poder? Desde el nacimiento de la República, por un medio u otro, con pequeños detalles y también a lo grande, las masas plebeyas han conspirado sin cesar para arrebatar el poder a los patricios, siempre en detrimento de la seguridad y la prosperidad de Roma.
–Hay quien diría que simplemente intentaban escabullirse del peso de los patricios -dijo Tito. – ¡Se han negado a pagar sus deudas, y eso es robo! ¡Algunos se han negado a cumplir con el servicio militar, y eso es traición! Y el año pasado, realizaron la hazaña más ultrajante de todas, lo que ellos llaman su «secesión» de la ciudad. Miles de plebeyos, hombres, mujeres y niños, cogieron sus bártulos y abandonaron Roma. Llegaron a paralizar la ciudad y se negaron a regresar hasta que sus demandas fueran satisfechas. – ¿Encuentras irracionales sus demandas? – ¡Por supuesto que sí! Apio Claudio luchó como un león para impedir que sus compañeros senadores capitularan, pero lo hicieron. Las demandas de los plebeyos fueron satisfechas y eso acabó con la secesión. Ahora tienen permiso para elegir a sus propios magistrados. ¿Y qué van a hacer esos supuestos ediles de los plebeyos?
–Su principal función es sagrada… guardar el nuevo templo de Ceres. – ¿Y qué se guardará en el templo? Un archivo de los decretos del Senado. Ésa fue otra de las exigencias de los plebeyos, que todos los decretos del Senado quedaran por escrito, para que todo aquel que lo desee pueda investigarlos en busca de discrepancias y examinarlos con detalle en busca del trato injusto para los plebeyos. – ¿Y consideras que es malo, Cneo, que las leyes y las proclamas queden por escrito? Los reyes gobernaban con la palabra. Podían hacer promesas en un momento y retirarlas al siguiente. Podían echar a perder la vida de un hombre a su antojo y luego negar toda responsabilidad. Mi abuelo, que Hércules lo bendiga, me enseñó a respetar la palabra escrita. No creo que sea malo que las leyes estén debida y precisamente registradas por escrito.
Cneo permanecía inalterable.
–Peor incluso que los ediles, mucho peor, son esos funcionarios a quienes los plebeyos pueden ahora elegir, los llamados tribunos. Desde la antigüedad, el pueblo ha estado dividido en tribus y por eso denominan tribunos a esos representantes… ¡yo los llamo matones y advenedizos! Esos tribunos de la plebe, bajo el pretexto de proteger a los ciudadanos de a pie de los supuestos abusos de magistrados y senadores, pueden confiscar sumariamente la propiedad de cualquiera… ¡de cualquiera que consideren que ha amenazado el bienestar físico de un ciudadano! ¿Y dónde se depositarán los bienes confiscados? ¡En el templo de Ceres, bajo la custodia de los ediles! ¡Y si alguien osara a amenazar o interferir las acciones de un tribuno, podrá ser exiliado o incluso condenado a muerte!
Tito suspiró.
–Ha habido abusos contra los plebeyos. En una ocasión, en el año de la hambruna, vi a un anciano veterano acosado por los rufianes contratados por un senador. El veterano estaba mutilado y vestía harapos. Tal vez le debiera dinero al senador, pero era evidente que carecía de medios para devolver la deuda y no estaba en condiciones de trabajar para devolverla, por mucho que los rufianes lo acosaran. El anciano les suplicó piedad. Finalmente se arrancó su túnica para enseñarles sus cicatrices de guerra, las heridas que había recibido luchando por Roma. ¡Si los tribunos hubieran existido entonces, podrían haber puesto fin a aquel vergonzoso espectáculo! Y si el templo de Ceres hubiera existido, el veterano podría haber acudido allí en busca de protección, porque, entre sus demás funciones, servirá como refugio a los plebeyos.
Cneo bufó.
–He oído cientos de veces esta cansina historia sobre los abusos a un veterano de guerra y nunca me la he creído. Ningún hombre merecedor de ser llamado veterano de guerra romano mostraría sus cicatrices para evitar pagar una deuda.
Tito negó con la cabeza.
–El templo albergará también un centro para distribuir alimentos a los pobres. ¿Te ofende eso también? – ¡Por supuesto que sí! ¿Cómo comprarán los ediles esa comida? ¡Con la riqueza confiscada a los patricios que hayan osado ofender a los tribunos! – Cneo levantó una ceja, luego se recostó hacia atrás y se cruzó de brazos. Exhaló un prolongado suspiro-. Tito, querido Tito. Pienso que me gustaba más cuando yo era guerrero y tú eras constructor, y no teníamos intereses en común.
–Ser miembros del Senado no une precisamente a las personas -dijo con cautela Tito-. Pero si mi suegro y yo podemos llevarnos bien a pesar de nuestras diferencias, también nosotros podemos, Cneo. Verás que tengo pocas opiniones fijas; en cuestión de política, acato el consenso.
Lo único que realmente me importa es mi pasión por la construcción.
Una voz femenina se sumó a la conversación. – ¿He oído algo sobre distribuir mi comida a los pobres, Tito Poticio? ¿Encuentras mi potaje de garbanzos con mijo demasiado vulgar para tu gusto?
Tito se levantó para saludar la aparición de la madre de Cneo en el jardín. Bastaba con observar a la elegante Veturia para ver el modelo que había inspirado la postura erguida de su hijo y su conducta arrogante. – ¡Veturia! Has malinterpretado mis comentarios. ¡Por lo que a tu potaje se refiere, sólo tengo alabanzas! – ¡Bien! Lo he hecho yo misma. ¡La cocina de los esclavos no está hecha para mi hijo y menos en las excepcionales ocasiones en que vuelve al hogar después de combatir contra los enemigos de Roma! – Desde atrás, se inclinó para abrazar a Cneo, que permaneció sentado y levantó los brazos para cogerle las manos y darle un beso. La viuda Veturia seguía siendo una mujer muy bella, y Cneo la adoraba con insolencia. «Aunque sea sólo para que mi madre se sienta orgullosa de mí», había dicho Cneo en una ocasión, declarando su ambición infantil de convertirse en el mayor guerrero de Roma. En aquel momento, la madre de Coriolano se sentía muy orgullosa.
No puede decirse que fuera frecuente que los primeros discursos de un senador delante del augusto incitaran casi un motín en el interior de la cámara, y un motín en toda regla en el exterior de la misma.
El nombramiento especial del héroe Coriolano como miembro del Senado se hizo velozmente.
Fue investido con una toga senatorial, y el día de su admisión, aun sin ser tan trascendental como el de Apio Claudio, estuvo marcado por las consabidas ceremonias y discursos de bienvenida.
El hecho de que Cneo fuera un plebeyo no supuso un impedimento para su admisión. En las filas del Senado ya habían sido admitidos diversos plebeyos ricos y poderosos. Un puñado de ellos habían resultado elegidos cónsules, empezando por el gran Bruto, aunque para cualquier hombre que no fuera un patricio la consecución del consulado suponía un difícil reto. Una cosa era alcanzar la nobilitas, la categoría de estar entre «los conocidos», algo que ser miembro del Senado confería al implicado y a sus descendientes; pero otra muy distinta era alcanzar los elevados honores de la nobleza. Tal y como Publio Pinario le había hecho notar a Tito en una ocasión: «Para alcanzar la cumbre de nuestra valiente nueva República, no basta simplemente con ser noble; es necesario que esa nobleza esté cubierta de púrpura como el viejo vino, que sea antigua y esté oxidada como el hierro. ¡Ese tipo de estatus se consigue sólo con muchas generaciones de cultivo!».
Si alguien podía oponerse a la inclusión de Cneo en sus filas, habría sido la minoría plebeya del Senado, que regularmente proponía cambios radicales y conocía muy bien dónde estaban las lealtades de Cneo; pero los plebeyos esperaban el momento oportuno y no hablaron contra él. Fue Cneo quien habló contra ellos.
Los senadores más conservadores siempre se habían opuesto al nombramiento de los tribunos como protectores de la plebe. Algunos de los que, para acabar con la secesión de los plebeyos, habían capitulado ante la necesidad, se arrepentían ahora de ello. Pero ninguno, ni siquiera el reaccionario Apio Claudio, se había atrevido a solicitar públicamente la abolición de los tribunos.
Había interrogantes sobre si sería legal hacerlo; interferir en el trabajo de los tribunos era un crimen castigado con el exilio o la muerte, y ¿no podía argumentarse que solicitar su abolición equivalía a interferir en su trabajo?
Así fue como quedó en manos de un hombre que no conocía el miedo llevar a cabo lo que Apio Claudio y sus colegas tanto temían hacer.
La mañana en que Cneo fue investido como miembro del Senado, los asuntos que se trataban en la cámara eran los habituales. Era necesario destinar fondos a la reparación de una sección de la Cloaca Máxima. Se necesitaban también fondos para la reconstrucción de una parte de una vía situada al sur de la ciudad y que las últimas lluvias habían dejado intransitable. Una parte de la muralla que protegía el Aventino precisaba también reparación. Hubo un debate sobre a quién deberían adjudicarse los contratos; había ciertos senadores famosos por llevarse siempre los contratos más lucrativos y por cobrar demasiado, además. Después de cáusticos enfrentamientos, la cuestión de los fondos fue pospuesta y programada para un debate posterior.
Se preguntó a Tito Poticio sobre las obras del templo de Ceres.
–Me alegro de poder informar que el trabajo de los artistas griegos, Gorgaso y Damófilo, está casi completado. Algunos habéis visto ya los resultados. Creo que puedo afirmar, sin exageración, que cuando nuestros nietos, y sus nietos, contemplen este templo, elogiarán a sus antepasados por haber creado un regalo de tan exquisita belleza para la diosa. Cuando vivamos años de abundancia, tendremos un lugar donde darle las gracias. En años magros, tendremos un lugar donde reclamar sus favores.
Recorrió la cámara un murmullo de aprobación. Tito era una persona apreciada y su competencia quedaba fuera de toda duda.
La atención del Senado se volcó entonces en su nuevo miembro, que había solicitado turno para hablar. Cneo, que ocupaba un asiento entre Apio Claudio y Tito, se puso en pie y se aproximó al centro de la cámara, para poder así moverse libremente y dirigirse por igual a todos los senadores.
–Colegas, permitidme que os diga de entrada que no soy hombre de palabras delicadas. Mis habilidades para la oratoria no las he aprendido en el Campo de Marte, donde los hombres que se presentan para cónsules suplican los votos. No estoy acostumbrado a adular a nadie, y mucho menos a mis inferiores. Aprendí a hablar en el campo de batalla, animando a los demás hombres a luchar y a derramar su sangre por Roma. Hoy, me encuentro en otro campo de batalla, donde se decide el destino de Roma. ¡Vosotros, senadores, sois los guerreros a quienes debo congregar para que tomen las armas y luchen por Roma! »No hace mucho tiempo, cuando los plebeyos protagonizaron su llamada secesión, uno de los vuestros, el distinguido Menenio Agripa, dirigió al pueblo un discurso apasionado, intentando hacerlo entrar en razón. Les contó una fábula que decía más o menos así: hace mucho tiempo, no todas las partes del cuerpo humano estaban en armonía, como lo están ahora, sino que cada una tenía sus propios pensamientos e ideas. Los miembros, siempre trabajadores, y los ojos y los oídos, siempre en estado de alerta, se dieron cuenta de que el estómago estaba siempre sin hacer nada, simplemente esperando a que las demás partes lo alimentaran, «Todos trabajamos para satisfacer al estómago, ¿pero qué hace el estómago por nosotros?», decían. «¡Vamos a darle una lección al estómago!». Así que conspiraron para retirarle el alimento. Los miembros se negaron a recoger el trigo, los ojos se negaron a buscar las presas, las manos se negaron a llevar la comida a la boca, la boca se negó a abrirse. Cuando el estómago vacío empezó a protestar -no una demanda egoísta, sino una alerta de peligro-, las demás partes del cuerpo se limitaron a reír. ¡Qué ingenuas, qué malévolas eran esas partes tan rencorosas! Porque, muy pronto, los miembros empezaron a debilitarse, las manos a temblar, los ojos y los oídos a aturdirse. Las partes debilitadas cayeron presa de todo tipo de enfermedades. Finalmente, se dieron cuenta de que también el estómago desempeñaba una parte esencial en el gran esquema de las cosas, pues era el estómago quien mantenía al resto del cuerpo, y sin él las demás partes del cuerpo no podían existir. La rebelión cesó entonces. Se recuperó el orden natural. El cuerpo recuperó poco a poco la salud y las demás partes nunca volvieron a conspirar contra el estómago. Cuando el estómago pedía alimento, todas las partes trabajaban en conjunto para dárselo, sin cuestionarlo. »¡Ojalá la fábula que explicó Agripa hubiese bastado para que esos descontentos comprendiesen el error de su actuación! Una ciudad debe ser gobernada por sus hombres de mayor valía y más sabios, y dichos hombres deben recibir el respeto y los privilegios que se merecen. ¡Los demás ciudadanos tienen también un propósito, que no es el de gobernar la ciudad! Existen para llenar las filas del ejército, para establecerse en nuevas colonias que sirvan para expandir el poder de Roma y rodearla de obedientes aliados, para cultivar las cosechas y para construir las calzadas. ¡El lugar de la chusma no es el gobierno, pero aun así insiste en sus temerarios intentos de derrocar a los mejores y ocupar su lugar! Lo único que conseguirán es fracasar, pues, igual que los miembros que se rebelaron contra el estómago, lo que pretenden va en contra del orden natural del universo, contra la voluntad de los dioses. »¡Y estos descontentos han infligido ya graves daños al Estado, y lo han hecho con la cobarde cooperación de una mayoría dentro de esta cámara! Esta política condescendiente debe acabar. Más aún, hay que volver atrás, antes de que el daño sea irreparable. No se trata de una simple cuestión interna, de una falta de acuerdo entre ciudadanos. No olvidéis nunca que Roma está rodeada de enemigos, y que estos enemigos siempre están vigilando. ¡Cómo deben regocijarse viendo nuestros aprietos! Uno a uno, los mejores hombres de Roma serán derrocados por la chusma. ¿Quién defenderá entonces la ciudad contra sus enemigos? Y del mismo modo que los hombres de menor valía destruirán a los mejores hombres de Roma, las ciudades inferiores se unirán para destruir a Roma. Vuestras fortunas y vuestras tierras os serán usurpadas. Vuestras familias serán vendidas como esclavas. Nuestra amada Roma dejará de existir… ¡y los hombres dirán que su destrucción empezó con la creación de los tribunos de la plebe!