Pero resultó que no hubo oportunidad para ello. Si un espectador hubiera dado una cabezada, se habría despertado al instante con las carcajadas del público. Los actores hicieron un trabajo sobresaliente. Kaeso nunca los había visto durante los ensayos atacar las frases de Plauto con tanto vigor; las carcajadas del público los inspiraban para superarse. Aquel día, algo que nunca había observado antes, Kaeso vio la prueba fehaciente de una creencia que Plauto le había confiado en una ocasión después de beber varias copas de vino: «¿Cuándo se torna sublime la comedia? Cuando existe en igual medida colaboración entre dramaturgo, actores y espectadores, cuando se integran todos en armonía para complacer a los dioses con la música de la risa humana. Cuando los hombres ríen, los dioses ríen y, durante un breve momento, este mundo miserable se torna no simplemente soportable, sino bello».
El aplauso al final de la obra fue ensordecedor. El público vitoreó a los actores, especialmente al que representaba al fanfarrón Pirgopolínices. Plauto subió al escenario para saludar varias veces.
Luego Escipión, riendo y sinceramente sorprendido, fue puesto en pie a la fuerza y levantado en hombros por sus compañeros para recibir el agradecimiento de una multitud que lo adoraba.
Kaeso permaneció debajo del escenario, observando al público por su mirilla. En aquel momento le habría gustado están cerca de Escipión, pero aproximarse a él era imposible con todo aquel gentío. Vio que Escipión ordenaba alguna cosa a un joven esclavo, que diestramente se abrió camino entre la gente para llegar hasta la parte inferior del escenario.
El esclavo encontró a Kaeso y respiró hondo.
–Mi amo, Publio Cornelio Escipión, dice que te diga que desea felicitarte en persona pero que, con todos los actos del día, tiene que marcharse corriendo. Sin embargo, en tres días, cuando los Juegos hayan terminado, dice que será un honor que cenes con él.
–Por supuesto -dijo Kaeso-. Por supuesto que iremos. Plauto estará encantado.
El esclavo sonrió y negó con la cabeza.
–Mi amo te pide que vayas solo. Dice que ya lo festejará con el dramaturgo otra noche, pero que cuando terminen los Juegos quiere una cena tranquila en compañía de un viejo amigo.
Ningún poder en la tierra habría impedido que Kaeso se reuniera con Escipión la noche señalada. – ¡Qué torbellino! Me gustaría que mi padre hubiese estado aquí para verlo. – Escipión miró en el interior de su copa e hizo girar el vino. Kaeso tenía la impresión de que su amigo había bebido muy poco aquella noche. A lo mejor, el éxito de los Juegos ya le resultaba suficientemente embriagador.
–Tu padre está donde Roma necesita que esté, con tu tío, liderando las legiones en Hispania -dijo Kaeso-. ¿Has tenido noticias de ellos últimamente?
Escipión puso mala cara.
–La última carta de mi padre la recibí hace ya dos meses. Unos días después llegó una misiva de mi tío Cneo. Y desde entonces, nada. No hay ninguna noticia de Hispania. Sólo un largo silencio.
Kaeso se encogió de hombros.
–Los mensajes se pierden. Tu padre y tu tío son hombres muy ocupados y, de hecho, me sorprende que aún tengan tiempo para escribir de vez en cuando. Dicen que Hispania es un nido de víboras porque fue allí donde Aníbal tuvo su primera base de operaciones. Todo el mundo coincide en que en la guerra no hay campo de batalla más importante que aquél.
–O donde se combata más salvajemente. Llevan años allí intentando expulsar a los cartagineses.
Según mi padre, si alguien nos odia más que Aníbal es su hermano Asdrúbal, que lidera a los cartagineses en Hispania.
Kaeso asintió, sin saber muy bien qué más decir. Le habría gustado un poco más de vino, pero beber más que el anfitrión era de mala educación. La copa llena de Escipión parecía un espejo oscuro donde poder centrar su mirada.
–En la última carta de mi padre -dijo Escipión-, se quejaba de la cobardía de los locales. Sus aliados celtibéricos desertaron por la noche del campamento romano. Argumentaron que en el otro extremo de la península tenía que celebrarse un cónclave tribal que requería su asistencia, pero era evidente que huían porque había corrido la voz de que un ejército de suesetanos bajaba de la Galia para reforzar al enemigo. – Escipión suspiró-. Antes de que sucediese eso, mi padre ya tenía la sensación de estar superado en número por los cartagineses y los númidas. ¡Esos bastardos africanos montan una caballería estupenda… tal y como aprendimos tan a nuestro pesar en Cannas!
Los númidas han nacido a lomos de un caballo. Dice mi padre que en Hispania tienen un líder muy fuerte, un joven y audaz príncipe llamado Masinisa, que es quien le preocupa ahora, más incluso que Asdrúbal. – Escipión volvió a suspirar.
–A lo mejor este tal Masinisa era el verdadero ejemplo de soldado fanfarrón -dijo Kaeso. Para su tranquilidad, Escipión rió. – ¡Esa obra no tiene desperdicio! La verdad es que los miembros de tu compañía se han superado, Kaeso. Me han hecho sentirme muy orgulloso. He visto todas las demás comedias, pero ninguna de ellas me ha hecho reír ni la mitad que la tuya.
–Es Plauto quien debería llevarse los méritos. Pero, en su nombre, acepto agradecido tus palabras de elogio. ¡Por Plauto! – Kaeso levantó la copa. Escipión siguió su ejemplo y Kaeso se alegró al ver que apuraba la suya.
El vino pareció afectar a Escipión casi enseguida. A lo mejor, siendo habitualmente casi abstemio, era más vulnerable a la bebida que una persona mucho más acostumbrada, como Kaeso.
–Una obra espléndida -dijo, como en sueños-. Y las competiciones deportivas han sido también espléndidas. ¡Unas carreras de cuadrigas maravillosas! Las peleas de púgiles, las carreras pedestres y los lanzamientos de jabalina han sido excelentes. Me ha gustado en particular esa exhibición de lucha al estilo de los griegos, aunque los atletas no iban completamente desnudos, como les gusta a ellos. – Sonrió-. A lo mejor también lo habrías preferido tú, ¿no, Kaeso?
Kaeso balbuceó un instante, pero Escipión no parecía esperar una respuesta. Hablar de los juegos lo emocionaba. – ¿Qué te ha parecido el Banquete de Júpiter?
–Ha sido el mejor banquete público que recuerdo. Entregar vasijas con aceite de oliva a todos los asistentes ha sido un detalle muy bonito. Y el menú del segundo día era incluso mejor que el del primero. – ¿A que sí? Cerdo y aves de corral asados, brochetas de sabrosas cebollas y garbanzos con garum*¿No te gusta el garum, Kaeso? Me refiero al garum del bueno, ni demasiado dulce, ni demasiado salado… no esa salsa barata de pescado en adobo que venden en el barrio de la Suburra, sino el que está bien fermentado, que es tan picante que te sube a la cabeza. Apostaría a que la mayoría de los que han asistido este año al Banquete de Júpiter no había probado nunca un garum tan bueno como el que yo les he dado. Cuando piensen en el mejor garum que han comido en su vida, siempre pensarán en mí. – ¿Y votarán por ti? – ¡Exactamente! – Escipión rió como un chiquillo y levantó un musculoso brazo para echar hacia atrás su mata de pelo de color castaño.
* El garum es una salsa hecha por maceración y fermentación en salmuera de vísceras y despojos de peces como el atún, la morena y el esturión. En la antigua Roma estaba considerado como un alimento afrodisíaco que sólo consumía la alta sociedad. (N. de la T.).
Kaeso pestañeó e intentó pensar en algo que decir.
–Los juegos deben de haberte costado una fortuna. – ¡Y tanto! Mi padre me suministró gran parte del dinero, pero no fue suficiente. ¡No puedes ni imaginarte la cantidad de gastos que hay! Ha sido como dirigir una campaña militar… logística, líneas de suministro, transporte. Me temo que he tenido que pedir bastante dinero prestado. – ¡Escipión! Me siento culpable pidiéndote ahora los honorarios que acordamos.
–Tonterías. Todo político se endeuda para financiar la diversión pública de los votantes. Para eso están los prestamistas. ¿Sabes? Me parece que voy a tomar un poco más de este vino tan bueno. ¡Al fin y al cabo, lo he pagado con el presupuesto de los juegos!
Escipión sirvió una copa más a los dos. – ¡Un brindis por nuestra amistad!
–Por nuestra amistad -musitó Kaeso, y apuraron ambos la copa.
Los ojos de Escipión brillaban con el resplandor de la luz de la lámpara.
–Valoro mucho nuestra amistad, Kaeso. No tienes nada que ver con los hombres con quien me relaciono hoy en día. Son todos tremendamente ambiciosos, siempre presionando para progresar, preocupados únicamente por las batallas y la política. Su vida no tiene más dimensión: la carrera política y nada más. Su matrimonio es simplemente un medio para alcanzar un fin, y lo mismo sucede con sus amistades. Y otro tanto con su formación: se dedican a memorizar unos cuantos párrafos para de vez en cuando dejar caer una cita previamente aprendida en un discurso, pero no aprecian ni la belleza de la escritura ni las ideas excelsas; no distinguen a Ennio de la Ilíada. Ni siquiera el culto a los dioses significa algo para ellos, exceptuando el papel que juega en el avance de su carrera.
Suspiró.
–Así es el mundo, me imagino, pero tú y yo, Kaeso, sabemos que en la vida hay algo más que la búsqueda de la riqueza y el honor. En nuestro interior hay una chispa de vida, única y distinta de todo lo demás, una especie de llama secreta que debemos amar y cuidar, igual que las vestales se ocupan y cuidan del fuego sagrado. A veces me cuesta recordarlo. A veces te envidio, Kaeso, por mantenerte apartado de la carrera política.
Kaeso consiguió reír e interrumpir así aquel discurso.
–Estoy seguro de que bromeas, Escipión. – Contempló a su amigo, admirando su belleza, tremendamente consciente de sus cumplidos y de la adoración que Escipión recibía de los demás, y le resultó muy difícil imaginar que Escipión pudiera sentir envidia de alguien.
El rostro de Escipión se puso serio. Posó la mano sobre la de Kaeso y lo miró a los ojos.
–No, Kaeso, no bromeo. Tu amistad es diferente de cualquier otra. Significa mucho para mí. Tú significas mucho para mí.
Kaeso miró la mano que seguía sobre la suya. Si se atrevía a mover el dedo índice, acariciaría el dedo índice de Escipión, un gesto inequívoco de intimidad.
–Me parece que toda esta conversación la está provocando el vino -susurró.
–Tal vez. Pero el vino es la verdad, dice el proverbio. ¿No sientes lo mismo por mí?
El pulso de Kaeso se aceleró. Se sentía mareado. De pronto, tenía la boca seca. «¡Vino, dame fuerzas para decir la verdad!», pensó. Pero ¿se atrevería a decir en voz alta lo que sentía por Escipión? No temía que su amigo se burlara o se echara a reír, o lo menospreciara o lo regañara, pero la más mínima expresión de pena o de desdén en el rostro de Escipión resultaría devastadora para él.
Kaeso abrió la boca para empezar a hablar. Levantó la vista, intentando mirar a Escipión a los ojos, pero su amigo estaba mirando más allá, a la esclava que acababa de entrar. – ¿Qué sucede, Dafne?
–Un mensajero, amo. Dice que es muy urgente.
Escipión resopló.
–Seguramente se trata de algún proveedor de los juegos que quiere cobrar.
–No, amo. Es un centurión. Trae un mensaje de tu tío en Hispania.
Escipión separó su mano de la de Kaeso. Se enderezó en su asiento. Cogió aire. Cualquier vestigio de embriaguez desapareció al instante.
–Dile a ese hombre que pase.
El centurión mostraba una expresión sombría. Le entregó a Escipión una tablilla de cera, de las que se utilizaban para escribir y reescribir misivas breves. Escipión se quedó un momento mirándola, luego movió la cabeza.
–No, léemela tú en voz alta.
El centurión vaciló. – ¿Estás seguro, edil? – ¡Léela!
El centurión deshizo las cintas y forzó las bisagras para abrir la tapa. Se quedó mirando durante un buen rato las diminutas letras grabadas en la cera y tosió para aclararse la garganta antes de hablar.
–«A mi sobrino Publio, envío noticias trágicas. Tu padre, mi querido hermano… -El soldado dudó durante un prolongado momento, luego empujó la mandíbula hacia fuera y continuó-. Tu padre, mi querido hermano, ha muerto. Cabalgando para enfrentarse a los suesetanos antes de que éstos pudieran alcanzar y reforzar a los cartagineses y los númidas, se encontró inesperadamente con los tres enemigos, uno tras otro. Se vio rebasado por el flanco enemigo. En el momento crítico de la batalla, combatiendo, dirigiendo a sus hombres, exponiéndose siempre que se vieron más presionados, fue alcanzado en el costado derecho por una lanza…».
Escipión gritó y presionó con fuerza el puño contra su boca. Pasado un instante, indicó con una señal al centurión que podía continuar.
–«Cayó del caballo. Los romanos perdieron todo su entusiasmo y salieron huyendo, pero la huida a través de las líneas de la caballería númida era imposible. Los únicos supervivientes fueron los que consiguieron mantenerse con vida hasta que cayó la noche, cuando la oscuridad puso fin a la batalla y les permitió eludir al enemigo. »Sobrino, te expreso mis condolencias, pero en este momento no puedo escribir más. La muerte heroica de tu padre ha hecho que Asdrúbal y Masinisa se sientan más valientes que nunca. Nos presionan. Nuestros colaboradores hispanos se han esfumado. La situación es desesperada. ¡Júpiter, sé mi escudo! ¡Marte, sé mi espada! Hasta siempre, sobrino. Tu tío, Cneo».
Terminada la misiva, el centurión entregó la tablilla a Escipión, que la cogió pero parecía incapaz de fijar la vista en la cera. Dejó la tablilla en la mesa. Su voz sonó casi hueca. – ¿Es esto todo lo que manda mi tío? ¿No ha enviado ningún objeto de mi padre? ¿Un trozo de su armadura? ¿Algún recuerdo?
–Tu tío… -¿Sí? ¡Habla!