Roma (45 page)

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Authors: Steven Saylor

Tags: #Fiction, #Historical, #General Interest

BOOK: Roma
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Y así solía ser cada día, hasta que Kaeso caía dormido con la cabeza llena de detalles de los asesinatos cometidos tiempo atrás. Aquella lectura era una válvula de escape a los problemas apremiantes de la jornada. Era menos probable que su último pensamiento consciente estuviera relacionado con algún fastidioso rompecabezas técnico planteado por el acueducto, que con la matrona patricia Cornelia, que mató a su marido mientras copulaban insertándole en el trasero su dedo corazón untado en aquel polvo blanco del aconitum, un método de estimulación que él le exigía y que a ella le resultaba desagradable. El veneno mató a la víctima en cuestión de minutos, pero no, según Cornelia, antes de que él alcanzara un orgasmo particularmente violento. El expediente estaba lleno de detalles extraordinarios similares a aquél. Pero ni toda esa lectura conseguía hacer desaparecer los sueños provocados por las ansiedades de Kaeso respecto a sus orígenes. Las pesadillas reaparecían de vez en cuando, normalmente provocadas por algún comentario casual recibido durante la jornada y que no tenía nada que ver con sus antepasados, pero que le hacía sentirse expuesto y vulnerable, un extraño, un intruso, un impostor dentro de una de las familias más antiguas y distinguidas de Roma.

Así pues, durante una temporada, la vida de Kaeso se adaptó a una cómoda rutina. Entonces llegó un día en que supo que iba a cambiar su vida para siempre, pero no por los motivos que pensaba.

El acontecimiento indiscutible del día era su compromiso con una chica llamada Galeria. El compromiso era la culminación de intensas negociaciones entre las dos familias patricias implicadas. Por el lado de los Fabio, estaba Quinto que presionaba a Kaeso para que se casase. El joven había demostrado ser brillante y ambicioso, pero también tozudo y contradictorio; las responsabilidades del matrimonio podían ser precisamente lo que necesitaba para domeñar su temeraria energía.

Kaeso se enfrentaba a la perspectiva del matrimonio con sentimientos opuestos, pero Galeria era una chica bonita, con la figura de una Venus, y en las conversaciones de cortejo que había mantenido con ella se había mostrado encantadoramente tímida y dulce.

El compromiso se cerró una tarde en casa de Quinto Fabio. Kaeso, su padre y el padre de Galeria hicieron varios brindis con el mejor vino de Quinto. Kaeso, sintiéndose un poco achispado, se escabulló tan pronto como pudo y se dirigió a casa de Apio Claudio, impaciente por compartir la noticia con su mentor.

El esclavo de la puerta, después de explicarle que el censor estaba reunido con una visita por un asunto oficial de Estado, le pidió que esperara en la antecámara que había junto a la biblioteca de Claudio. Era un día caluroso y las puertas estaban abiertas. Kaeso podía escuchar con bastante claridad la conversación que estaba teniendo lugar en la habitación contigua.

–Lo admito -estaba diciendo Claudio-, existen precedentes de lo que me estás pidiendo que se haga. La religión del Estado se ha vuelto tan grandiosa y tan compleja, hay tantos rituales que realizar a diario en toda la ciudad, que en los últimos años se han ido delegando muchos deberes a los esclavos de los templos, que son propiedad del Estado y reciben una formación especial por parte de los sacerdotes. De todos modos, lo que tú propones, Tito Poticio, es un poco distinto y seguro que será controvertido.

El nombre de Poticio significaba muy poco para Kaeso. Sabía que los Poticio eran una familia patricia, una de las más antiguas, pero actualmente pintaban muy poco en política y apenas frecuentaban los elevados círculos sociales de los Fabio. Presionándolo un poco, podría haber llegado a recordar que tenían algo que ver con el Ara Máxima y, de hecho, era sobre ese antiguo deber hereditario por lo que Tito Poticio había ido a hablar con Claudio.

–Por favor, compréndelo, censor. – Sonaba como la voz de un hombre mayor, cansado y humillado-. Si viera otra solución a los males de la familia, nunca habría venido aquí con esta petición. El triste hecho es que los Poticio no pueden permitirse por más tiempo el mantenimiento del altar, ni preparar el banquete anual en honor a Hércules. El altar en sí necesita urgentemente una restauración. ¿Lo has visto en los últimos tiempos? ¡Es una vergüenza para todos nosotros! El festín se ha convertido en un banquete para indigentes; me causa mucha vergüenza admitirlo, pero es la simple verdad. Nuestra incapacidad para llevar a cabo debidamente estos deberes no honra a Roma, ni al dios, ni a los Poticio. Nuestros continuos intentos de hacerlo sólo consiguen hundir más en la pobreza a la familia. ¡Ay, en la época de nuestros antepasados, un altar podía ser una simple piedra plana, y el banquete podía consistir en un puñado de judías! Pero Roma ya no es así. Las exigencias en cuanto a la observancia religiosa han crecido al mismo ritmo que el poder y la riqueza de la ciudad. El Estado puede permitirse restaurar y mantener el Ara Máxima y honrar a Hércules con un banquete que haga sentirse orgullosa a toda Roma. Pero los Poticio no pueden.

–Comprendo lo que quieres decir, Tito Poticio. A cambio de ceder este privilegio al Estado, imagino que esperarás una cantidad sustancial.

–Sería lo adecuado.

–Una cantidad lo bastante importante como para que tú y tus familiares podáis salir del agujero financiero en el que os encontráis.

–La generosa recompensa del Estado será bien utilizada, censor. – ¿Así que un deber religioso exclusivo y hereditario, celosamente conservado durante siglos, se convierte en una simple mercancía que puede comprarse y venderse? Date cuenta de que esto será lo que dirá mucha gente.

–Como censor, creo que tienes la autoridad necesaria para aprobar la transacción.

–Y si lo hago, ¿qué dirá de mí la gente? «Ahí va Apio Claudio abusando de nuevo de su cargo. ¡No tiene bastante con llenar el Senado de amigos suyos de baja cuna y amañar las elecciones, sino que además ahora se dedica a fisgar en los ritos religiosos más antiguos de la ciudad!».

Poticio suspiró.

–Soy consciente de que es una decisión complicada para ti… -¡Al contrario! Apruebo sinceramente tu idea. – ¿De verdad?

–Absolutamente. El concepto anticuado de que determinados sacerdocios y ritos religiosos permanezcan bajo el control exclusivo de una familia en particular me resulta desagradable.

Cualquier función religiosa que afecte al Estado debería estar en manos del Estado. La religión del pueblo debería ser controlada por el pueblo. Por ese motivo, que no tiene nada que ver con los infortunios económicos de tu familia, apruebo totalmente tu oferta de ceder al Estado la autoridad sobre el Ara Máxima y el Banquete de Hércules. Con este fin, estoy seguro de que podré conseguir que a tu familia se le pague su justa compensación.

–Censor, no sé cómo expresarte mi gratitud…

–Pues entonces no lo hagas. Como ya te han alertado, habrá quien se oponga rabiosamente a este cambio. Me acusarán de irreligiosidad y de abuso de autoridad. Te difamarán a ti y a tus parientes. Tienes que estar preparado para sus calumnias.

–Lo comprendo, censor.

–Muy bien. Pero antes de actuar, debo preguntarte si de verdad representas la voluntad de toda tu familia. Según los rollos censa-les… -Kaeso oyó un crujido de pergaminos. Claudio gruñó-:

Veo que sois menos de lo que me imaginaba. ¿Es así? En Roma sólo quedan doce casas de Poticio, unos treinta hombres que llevan el nombre…

–Es correcto. Nuestro número ha menguado a la par que nuestra fortuna. – ¿Y tienes tú autoridad para hablar por todos ellos?

–Soy el paterfamilias más anciano. El tema ha sido discutido a fondo en la familia y está decidido.

–Muy bien.

Claudio llamó a un secretario y le dio instrucciones. Intercambió las palabras de despedida de rigor con Tito Poticio y lo acompañó fuera de la estancia. Cuando los dos pasaron a la antecámara, Claudio vio a Kaeso y lo saludó con una amplia sonrisa. Kaeso vio que Poticio tenía el pelo y la barba grises, en consonancia con su voz de persona mayor, y que lucía una toga que había conocido mejores épocas. El anciano miró a Kaeso de pasada y entonces se detuvo en seco. – ¿Te conozco, joven? – dijo.

–Creo que no nos conocemos -dijo Kaeso.

–Permíteme que te presente a Kaeso Fabio Dorso -dijo Claudio-, un joven con una maravillosa cabeza sobre los hombros. Está ayudándome a construir la nueva calzada y el acueducto. Y éste, Kaeso, es el venerable Tito Poticio, paterfamilias de los Poticio.

–Una de nuestras familias más antiguas -dijo Kaeso, por simple cortesía.

–En los primeros tiempos, dejamos huella en la ciudad -dijo Poticio-. Ahora les corresponde a familias como los Fabio dejar la suya, como estoy seguro de que harás tú, joven. Pero debo decir…

–Miró a Kaeso entornando los ojos, bizqueó y sacudió la cabeza-. Me recuerdas a alguien… a mi primo Marco, que murió hace unos años. Sí, eres la viva imagen de Marco cuando era joven. ¡El parecido es sorprendente! Incluso tienes su misma voz. Me pregunto si es posible que fuerais parientes. La verdad es que no recuerdo matrimonios entre los Poticio y los Fabio en los últimos años, pero tal vez…

–Creo que no -dijo cortante Kaeso-. Estoy seguro de que no existe relación familiar entre nosotros. – ¡Kaeso, te has puesto colorado como una teja! – dijo Claudio.

–Tengo calor -murmuró Kaeso-. Debe de ser el vino que he bebido en casa del primo Quinto.

–Ah, bien, el parecido es pura coincidencia, entonces -dijo Poticio, pero siguió mirando fijamente a Kaeso. Por fin bajó la vista… sólo para quedarse con la mirada clavada en el fascinum que Kaeso llevaba colgado al cuello de una cadena. Kaeso había decidido lucirlo aquella mañana con motivo de su compromiso. – ¿Qué es eso? – preguntó Poticio.

Kaeso dio un paso atrás, contrariado por el examen minucioso al que lo sometía aquel hombre.

–Es un recuerdo de familia. La famosa vestal Pinaria se lo dio a mi abuelo con motivo de su día de la toga. Estoy seguro de que no es la primera vez que ves un fascinum.

–Estas baratijas suelen estar hechas de metal barato, no de oro, y éste parece tener las alas extendidas… ¡de lo más inusual! Pero me resulta extrañamente familiar. Sí, estoy seguro de que me despierta algún recuerdo, ¿pero de qué? – Poticio se rascó la cabeza.

Kaeso empezaba a sentirse incómodo de verdad con aquel hombre. Claudio, hábilmente, cogió a Poticio del brazo y lo condujo hacia el vestíbulo.

–Debes estar impaciente por volver con tu familia y explicarles el éxito de tu propuesta -dijo-. Adiós, Tito Poticio. El esclavo de la puerta te acompañará. – ¡Adiós, censor, y gracias! – El anciano cogió las manos de Claudio y las apretó. Antes de irse, lanzó una última mirada de curiosidad a Kaeso y al amuleto que lucía.

–Un tipo desagradable -dijo Kaeso en cuanto Poticio se hubo marchado.

–Un poco alocado, pero inofensivo -dijo Claudio.

Kaeso arrugó la nariz.

–Se imagina que somos parientes.

Claudio se encogió de hombros.

–También yo soy pariente suyo, aunque lejano. La conexión se remonta a los primeros días de la República. Una hija del primer Apio Claudio se casó con un Poticio, pero el tipo se volvió un traidor y luchó contra Roma con Coriolano. Durante mucho tiempo hubo mala sangre entre las dos familias. Pero todo esto es historia, y los Poticio pasan tan mala época que lo único que siento por ellos es lástima. ¡Pero ven, Kaeso, hablemos de cosas más felices! A menos que me equivoque, has venido a compartir conmigo buenas noticias.

Kaeso le confirmó su compromiso. Y mientras los dos lo celebraban con una copa de vino, Kaeso alejó de su cabeza el desagradable encuentro con Tito Poticio. – ¡Qué vestíbulo más grande! – dijo la madre de Kaeso al cruzar la puerta de entrada a la pequeña casa del Aventino.

–Esto no es el vestíbulo, madre. No hay vestíbulo. Esto es la casa en sí. – ¿Qué? ¿Sólo esta habitación?

–Por supuesto que no. Hay un jardín en el centro de la casa… -¿Esa pequeña parcela de tierra, bajo aquel agujero del tejado?

–Y hay otra habitación en la parte posterior, que sirve como cocina y despensa. Detrás hay un pequeño cuarto para que duerman los esclavos, aunque no creo que tengamos más que uno por cabeza; tendrán que dormir uno encima del otro, tal como están las cosas. – ¡Me imagino que amueblar esto no costará mucho! – Con cuarenta años de edad, Herminia seguía siendo una mujer bonita, pero tenía tendencia a hacer muecas desagradables que empañaban su belleza-. La verdad es que no te merece la pena abandonar la casa familiar para venir a vivir aquí con estrecheces. – ¡Tonterías! – dijo el padre de Kaeso-. El primo Quinto es muy generoso con su regalo de bodas. No todos los recién casados pueden celebrar la ceremonia en su propia casa. Necesita algunos arreglos, eso seguro… -¡Espero que a Galeria le gusten los retos! – dijo Herminia. – Lo que más me gusta es su ubicación -dijo Kaeso. – ¿El Aventino? – Herminia hizo una mueca especialmente desagradable-. Bueno, al menos estás en la cara norte.

–Ven a ver la vista desde la ventana. Cuidado con esas baldosas. – Kaeso abrió los postigos-.

Espectacular, ¿verdad?

–Sólo veo un montón de tejados apiñados -dijo Herminia, dubitativa.

–No, madre, mira allí… entre esas dos casas. – Kaeso señaló.

–Ah, sí… se ve un pedacito de la parte más elevada del acueducto, esa monstruosidad que tu amigo Claudio le ha infligido a la ciudad.

El padre de Kaeso tosió para aclararse la garganta.

–Tenemos mucho que hacer hoy, esposa. – ¡Por supuesto que sí! Tengo que preparar la lista de invitados.

–Entonces, quizá deberíamos irnos.

–Yo me quedaré un rato aquí, si no os importa -dijo Kaeso.

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