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Authors: Steven Saylor

Tags: #Fiction, #Historical, #General Interest

Roma (6 page)

BOOK: Roma
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Por mucho que lo intentaran, los pobladores fueron incapaces de comunicarle al desconocido el peligro al que se enfrentaba quedándose en la pradera, tan cerca de la cueva de Caco. Le indicaron el lugar, se lo explicaron con mímica, se dirigieron a él en los diversos dialectos que habían aprendido de los comerciantes. El hombre no entendía nada.

–No estoy muy seguro de que esté en su sano juicio -dijo el padre de Poticia.

–Mañana nos despertaremos y encontraremos su cuerpo destrozado a los pies de la colina -refunfuñó Pinario. – ¡Qué cosas más terribles dices! Pienso que los dos os equivocáis -dijo Poticia. Sonrió al pastor, quien le devolvió la sonrisa.

Pinario intercambió una mirada de soslayo con su primo y bajó la voz.

–Tenemos opiniones distintas en muchos temas importantes, Poticio, pero me parece que una cosa está clara tanto para ti como para mí. Tu hija se ha enamorado locamente de este extranjero.

–Es un tipo impresionante -dijo Poticio, mirando al hombre de arriba abajo-. ¿Cómo crees que conseguiría esa piel de león que lleva encima? Si a Poticia le parece adecuado…

Pinario sacudió la cabeza y escupió en el suelo.

–El invento fracasará. ¡Recuerda bien lo que te digo!

Cuando el sol de pleno verano azotó con toda su fuerza la ruma, la tarde se tomó sofocante. Una brisa caliente, con olor a fango y descomposición, se levantó en la ciénaga y siguió el recorrido del Spinon hasta llegar al Tíber. El canto de las cigarras inundó la pradera, donde los bueyes dormitaban a la sombra.

Igual que los pobladores creían que en el interior de algunos lugares y objetos vivían los numina, creían también que los numina participaban en ciertos fenómenos, como el caso del sueño. Como otros numina, los del sueño podían ser amistosos u hostiles. El sueño podía curar al exhausto y al enfermo y dar consuelo al doliente. El sueño podía también convertir en inútil incluso al hombre más fuerte.

Aquella tarde, los numina del sueño descendieron sobre el poblado como una mano sobre la frente del recién nacido, cerrando los ojos de sus habitantes tanto si querían cerrarlos como si no.

Los hombres lucharon por mantenerse despiertos, y perdieron la batalla sin darse ni cuenta.

Los bueyes dormían. El perro dormía. El pastor dormía también, recostado contra el árbol donde Poticia lo había visto antes.

Poticia no dormía. Permanecía sentada a la sombra de un roble estudiando al extranjero y preguntándose qué le depararía el futuro.

Había otro que tampoco dormía. Con sus largos brazos y su inmensa fuerza, Caco había encontrado una manera de abandonar su cueva que ni siquiera Poticia conocía. Las zarzas le mantenían oculto durante prácticamente todo su camino de descenso. Si andaba con gran sigilo y no hacía temblar ni una sola hoja, ni bajo sus pies cedía un solo fragmento de piedra, sus movimientos ladera abajo eran casi invisibles. Aun en el caso de que el joven que montaba guardia en la cueva aquella tarde no hubiese estado dormitando, Caco seguramente habría llegado abajo sin ser visto.

Caco no estaba al corriente de la llegada del desconocido, pero había oído los mugidos de los bueyes. Llevaba muchos días sin comer carne animal.

Vio los bueyes al otro lado de la pradera. No se percató ni de la presencia del pastor ni de la de Poticia. Los dos estaban cerca, pero ambos estaban muy quietos y sus formas oscurecidas por la sombra moteada de los árboles. Eligió el buey más pequeño del grupo y avanzó hacia él. Bajo sus pies no se partió ni una sola ramita; era increíble que una criatura tan grande y desgarbada fuera capaz de moverse de un modo tan silencioso. Pero el buey intuyó el peligro. Sacudió la cola, se incorporó y lanzó un leve mugido. El animal vio a Caco, dio un paso atrás y se quedó paralizado.

Caco no dudó ni un instante al llegar junto al buey. Cerró los puños, los levantó en el aire y golpeó la cabeza del buey como si tuviese un martillo en sus manos.

El buey resopló una sola vez, se estremeció y cayó muerto. Se derrumbó en el suelo con un ruido sordo. Los demás bueyes se agitaron y empezaron a dar vueltas. El perro movió las orejas, pero siguió durmiendo.

Poticia, que acababa de dar una cabezada, se despertó sorprendida. Abrió los ojos y vio que el monstruo estaba a diez pasos de distancia de ella. Cogió aire para gritar, pero sintió tanta tensión en la garganta que fue incapaz de emitir ningún sonido.

Se puso de pie de un salto. Su primera idea fue despertar al pastor, pero para hacerlo tenía que pasar corriendo junto al monstruo. Dio media vuelta y echó a correr en dirección opuesta, alejándose del poblado, hacia la cueva.

El movimiento llamó la atención de Caco. La vio correr entre la hierba alta y la reconoció enseguida. Echó a correr tras ella.

Aun siendo de distinto tamaño, sus piernas eran largas y potentes. Si lo deseaba, podía correr a una velocidad increíble. Las moscas que zumbaban junto a los bueyes le siguieron formando un enjambre, atraídas por el olor a sangre y a carne fresca que el monstruo desprendía.

Poticia tropezó con una raíz y salió volando. Tal vez lo que el anciano Pinario había dicho fuera cierto: todos los numina de la ruma se habían vuelto contra ellos, e incluso las raíces de los árboles conspiraban con el monstruo. ¡Qué tonta había sido al pensar que la llegada del pastor de bueyes era una señal de que iban a llegar mejores tiempos! Cuando cayó dando tumbos contra el duro terreno, calentado por el sol, buscó el amuleto de Fascinus y susurró una oración, suplicándole que el monstruo acabara con ella lo más rápidamente posible.

Pero Caco no tenía intenciones de matarla.

El pastor de bueyes dormía, soñando en la lejana tierra de su infancia. Era un sueño de sol y cálidos prados, bueyes mugiendo y cigarras cantando.

Entonces, de pronto, se despertó.

Tenía a su lado a uno de los bueyes, presionando con premura su frío y húmedo morro contra su mejilla. El extranjero gruñó fastidiado, se secó la cara con el dorso de la mano y miró a su alrededor.

Vio enseguida la causa de la angustia del buey. Uno de sus congéneres estaba tendido en la hierba, completamente inmóvil y en una postura muy poco natural. ¿Dónde estaba el perro? Lo vio acurrucado en la hierba, a escasa distancia. El perro bostezó, abrió brevemente los ojos, volvió a cerrarlos y se instaló más cómodamente aún.

El pastor maldijo entre dientes y se levantó de un brinco.

Oyó entonces el sonido apagado de lo que podía ser el grito de una mujer y corrió hacia allí.

Lo que primero vio fue un enjambre de moscas sobrevolando una zona hundida en la hierba alta.

Luego vio un pedazo de piel desnuda y velluda: la espalda jorobada de Caco moviéndose arriba y abajo, de un lado a otro. El pastor se aproximó con cautela, sin saber con exactitud el tipo de hombre o bestia al que estaba acercándose. Interrumpiendo de vez en cuando los gritos sofocados y los gemidos y los sonidos babeantes, se oía otro curioso sonido gutural: «Caco… caco… caco».

Entonces oyó algo que le heló la sangre, el grito que había escuchado antes, el grito de una mujer tremendamente angustiada.

El pastor gritó a su vez. La espalda jorobada dejó de pronto de moverse. Una cara, sorprendentemente horrorosa, apareció entre la hierba y se quedó mirándolo fijamente. La criatura gruñó, lanzó un grito de indignación («¡Caco!») y se irguió totalmente. El miembro viril que exhibía entre las piernas dejaba claro que se trataba de un macho. Debajo de la criatura, oculta aún por la hierba, la mujer soltó un lastimero gemido.

El pastor no estaba acostumbrado a encontrarse nada que caminase sobre dos piernas y fuese tan grande como él; la criatura era aún mayor. Jamás se había tropezado, además, con una criatura tan repelente a la vista como Caco. La sensación de náusea ascendió por su garganta y se sintió invadido por una emoción a la que no estaba habituado: el frío aguijón del miedo. Había matado con sus propias manos al león cuya piel llevaba encima, pero un león era una amenaza sin importancia en comparación con Caco.

El pastor se armó de valor y lanzó un nuevo grito, desafiando a la criatura. Un momento después, con un rugido ensordecedor, Caco echó a correr hacia él.

La masa entera de la criatura se abalanzó contra el pastor con toda su fuerza bruta, tirándolo al suelo. El hedor del aliento de la criatura le llenó la nariz. El sabor del apestoso sudor de la criatura se mezcló en su lengua con el amargo sabor de la tierra al rodar ambos por el suelo. Las moscas que rodeaban a la criatura zumbaban en los oídos del pastor y entraron en los orificios de su nariz y en los ojos, torturándolo y distrayendo su atención.

Con la criatura encima, aplastándolo, el pastor buscó desesperado alguna cosa que pudiera servirle a modo de arma. Su mano palpó una rama caída. La agarró con todas sus fuerzas. Cuando la rama se partió contra el cráneo de la criatura, un impacto estremecedor le sacudió el brazo por entero. El trozo que le había quedado en la mano era aserrado y puntiagudo; se lo clavó a la bestia en el costado. Un grito le taladró los oídos. La sangre caliente empezó a derramarse sobre su mano, obligándolo casi a soltar el arma. La criatura quedó boca arriba y se apartó de él.

El pastor se incorporó tambaleándose. Observó a la bestia extrayendo de su cuerpo aquel trozo de madera y dejándolo caer a un lado. Pensó por un momento que la criatura huiría corriendo. Pero Caco, en cambio, se precipitó sobre él y lo hizo caer al suelo. El pastor consiguió liberarse de su peso y ponerse de nuevo en pie. A escasa distancia, entre las hierbas altas, vio una roca del tamaño de un buey recién nacido y corrió hacia ella. Se sorprendió incluso a sí mismo al levantar la piedra por encima de su cabeza. La arrojó con fuerza contra Caco, que le perseguía de cerca.

Caco consiguió esquivarla, pero sólo en parte; le rozó el hombro y lo mandó rodando al suelo.

Rabioso, cogió una piedra más grande aún y la arrojó. El pastor se lanzó hacia un lado. La piedra fue a parar contra un gigantesco roble y destrozó el tronco. El árbol se vino al suelo.

Una bandada de aves graznando emprendió el vuelo entre un estrépito de chirridos y crujidos, y luego todo se quedó en silencio. El pastor intentó recobrar el ritmo de la respiración. La criatura había desaparecido. ¿Habría huido? ¿Habría quedado sepultado entre las ramas del árbol? El pastor bajó la guardia por un instante… y entonces captó una vaharada del hedor de la criatura y escuchó un zumbido de moscas. Se volvió rápidamente y al instante notó dos manos que le agarraban por el cuello.

Empezó a ver puntitos. La pradera se tomó oscura, como si de repente hubiese caído la noche.

Tenía la sensación de que la cabeza se le hinchaba como un odre, hasta tener la seguridad de que acabaría explotándole.

Luchaba por separar las manos de Caco de su cuello. La sujeción que ejercía la criatura era inquebrantable. El pastor trató desesperadamente de hacerse con las manos de Caco, y al fin logró agarrarle uno de sus dedos y empezó a doblarlo hacia atrás muy despacio. Oyó el dedo partirse, y el sonido le produjo náuseas, pero Caco seguía sujetándole con fuerza. Le partió otro dedo, en la otra mano de la criatura, y luego otro más. Cuando le quebró un cuarto dedo, Caco soltó un grito sobrenatural y cedió. Dejó de apretarle el cuello.

Antes de que Caco consiguiese escapar, el pastor se deslizó hábilmente por detrás de él y lo agarró por el cuello con el codo. Le sujetó la muñeca con la otra mano, apretándole el cuello con más fuerza. Caco luchaba por poder respirar, pero le resultaba imposible. Tampoco podía retirar el brazo que le apretaba la garganta, pues tenía los dedos rotos, las manos inutilizadas.

Reuniendo toda la fuerza que le quedaba, el pastor doblegó la cabeza de la criatura hacia un lado y la retorció. El cuello de Caco estaba roto. Se sacudió con convulsiones. El pastor dejó caer el enorme peso de aquel cuerpo. Caco se derrumbó en el suelo con la cabeza ladeada en un ángulo imposible y sus miembros retorcidos.

Tremendamente agotado, el pastor cayó de rodillas, conteniendo las náuseas y respirando con dificultad. Tenía la visión borrosa. Las moscas le zumbaban en los oídos.

El perro, completamente despierto ahora, llegó a su lado corriendo, ladrando sin parar y enseñando los colmillos al ver el cadáver. Se abalanzó sobre el cuerpo sin vida de Caco, se posó sobre él, estiró las orejas y avisó a los pobladores de la ruma con un prolongado aullido de triunfo.

Poticia, viendo a retazos la acción que tenía lugar, había sido testigo de toda la pelea.

Cuando el desafío del extranjero llamó la atención de Caco, la chica había conseguido incorporarse y salir huyendo. Tenía la impresión de haber visto, no a dos hombres, sino a dos seres superiores enzarzados en una pelea a muerte. Había sentido la tierra temblando bajo sus pisadas.

Los había observando levantar piedras que ningún mortal podría levantar. Había visto un árbol gigantesco caer al suelo, destruido por el combate. Había visto a Caco caer muerto, y al pastor derrumbarse de rodillas en el suelo, a continuación.

Sobrecogida, había corrido hacia el río. Por mucho que se frotara la piel, hasta dejarla roja y casi en carne viva, tenía el hedor del monstruo pegado a ella.

Cuando regresó al poblado, tambaleante, nadie hizo ningún comentario sobre el olor. De hecho, ni se percataron de su presencia. Enterados de la derrota del monstruo, los eufóricos habitantes del poblado habían rodeado al pastor y lo aclamaban enfervorizados, tocándolo tímidamente, intentando levantarlo entre todos y riendo al ver que era demasiado grande y pesado para ellos.

Nadie se dio cuenta de lo que le había sucedido a Poticia excepto el pastor, que le lanzó una mirada que era una mezcla de alivio y remordimiento. Tampoco ella dijo nada al respecto, ni siquiera a su padre.

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