Las cabañas tenían forma redonda y una única habitación, estaban construidas con palitos y ramas entrelazadas y embadurnadas con fango, y tenían tejados puntiagudos hechos con juncos y cañas. A modo de puerta, robustos postes, en algunos casos sofisticadamente tallados, soportaban un dintel de madera; la entrada quedaba cubierta mediante pieles de animal cosidas. Las cabañas, amuebladas con sencillos camastros que servían tanto para sentarse como para dormir, estaban concebidas única y exclusivamente para protegerse de los elementos o para disfrutar de cierta intimidad. La preparación de los alimentos y las actividades sociales tenían lugar en el exterior.
El mercado, en la otra orilla del Spinon y más próximo al río, consistía en diversos cobertizos techados para almacenar la sal, corrales para el ganado, y una zona abierta donde los comerciantes podían estacionar sus carromatos y carretillas y ofrecer en venta sus productos. El ganado consistía en bueyes, vacas, cerdos, ovejas y cabras. En un día cualquiera, los productos que podían encontrarse allí eran lana teñida, alfombras de piel, sombreros hechos de paja o fieltro, bolsas de cuero, recipientes de arcilla, cestas trenzadas, peines y pasadores de carey o de ámbar, abalorios y broches de bronce, y hachas y arados de hierro. Había piñones de las montañas, cangrejos del río, suculentas ranas procedentes del lago de las marismas, tarros de miel, cuencos con queso, jarras de leche fresca, y, cuando era temporada, castañas, frutos del bosque, uvas, manzanas e higos. Había comerciantes que acudían regularmente al lugar y que habían establecido una amistad tanto con sus pobladores como entre ellos, aunque siempre aparecían caras nuevas, hombres de lugares muy lejanos que habían oído hablar de aquel mercado y estaban ansiosos por ver con sus propios ojos la variedad de productos que podía encontrarse allí.
El mercado era también un lugar donde intercambiar noticias y chismorreos, donde escuchar relatos sobre tierras lejanas y oír a cantantes ambulantes. Pasaban por allí hombres con conocimientos de magia, ofreciendo sus servicios. Algunos podían curar a los enfermos o convertir en fértil una mujer estéril. Algunos podían leer el futuro. Algunos podían comunicarse con los numina que daban vida al reino no humano.
Con diferencia, los visitantes más insólitos del poblado eran los comerciantes que llegaban en barca, remando río arriba desde el mar, donde navegaban en embarcaciones de mayor tamaño que dejaban amarradas en la desembocadura del Tíber. Aquellos enormes y espléndidos barcos (algunos de los habitantes del poblado se habían desplazado a veces río abajo para verlos) transportaban a los mercaderes por la costa y, según decían, navegaban también por el gran mar. Aquellos navegantes se denominaban a sí mismos fenicios. Hablaban muchas lenguas, vestían prendas de vivos colores y joyas de exquisita factura, y traían consigo objetos extraordinarios para el trueque, construidos en tierras inimaginablemente lejanas, entre los que destacaban pequeñas figuritas de hombres hechas con metal o arcilla. Al principio, confundidos, los pobladores creyeron que en el interior de aquellas imágenes vivían numina, igual que los numina vivían en los árboles y en las piedras, aunque la idea de que un numen viviera en un objeto hecho por el hombre, por muy esplendido que fuese, parecía descabellada a muchos de ellos. Los fenicios intentaron explicar que los ídolos no albergaban numina, sino que eran la representación de algo llamado dios; pero era un concepto demasiado abstracto para que los pobladores del lugar pudieran comprenderlo.
La última descendiente del linaje de Po y Lara era una chica llamada Poticia, hija de Poticio.
Criada en el poblado, Poticia tenía permiso, desde su más tierna infancia, para pasear libremente por los alrededores. Río arriba y abajo, conocía todos y cada uno de los escarpados terraplenes y las fangosas playas de sus orillas. Había vadeado el Tíber cuando estaba bajo y lo había cruzado a nado cuando estaba crecido.
Había explorado también el Spinon, que corría por delante del poblado, siguiéndolo río arriba hasta un pequeño valle flanqueado por abruptas laderas donde tenía su nacimiento, un lago cenagoso rodeado de colinas. El lago estaba repleto de animales de todo tipo: ranas, lagartos, libélulas, arañas, serpientes y pájaros diversos. Era maravilloso ver una manada de gansos asustados levantar el vuelo entre las cañas, o contemplar a los cisnes dando vueltas en círculo en el cielo antes de aterrizar en el agua con una elegancia innata.
A medida que había ido creciendo, las exploraciones de Poticia la habían llevado cada vez más lejos del poblado. Un día, aventurándose río arriba, había descubierto los manantiales de aguas termales. Excitadísima, volvió corriendo a casa para contárselo a los demás y tuvo un gran disgusto cuando se enteró de que su padre conocía ya la existencia de los manantiales. ¿De dónde salía la burbujeante agua? Poticio dijo que fluía de un tórrido lugar en el subsuelo. Curiosa, Poticia había inspeccionado los alrededores de los manantiales en busca de una entrada al inframundo, pero no la había encontrado. En una ocasión, los manantiales se secaron, pero luego volvieron a brotar.
Alarmados de que el suceso pudiera volver a repetirse, los habitantes del poblado decidieron construir un altar en los manantiales y realizar ofrendas para apaciguar a los fogosos numina del interior de la tierra. Poticio había construido el altar con sus propias manos, utilizando bueyes para arrastrar una gran piedra hasta el lugar, cincelando luego la piedra hasta conseguir la forma que le pareció más adecuada. Una vez al año, realizaban una ofrenda de sal, que derramaban primero sobre el altar y esparcían luego por los manantiales de aguas termales. Desde entonces, no habían vuelto a secarse.
E igual que sus exploraciones la alejaban del poblado río arriba, también lo hacían río abajo. La primera de las Siete Colinas que conquistó Poticia fue la que estaba situada directamente detrás de la cabaña de su familia. En el lado que daba al poblado, la colina presentaba un acantilado escarpado que no podía ascender ni el joven más decidido, pero en el lado más alejado de la colina, después de infructuosos intentos, Poticia descubrió un camino que llevaba hasta la cima. La vista era asombrosa. Dando la vuelta por completo a la cresta de la cima se avistaba el lago cenagoso, el poblado y la región de los manantiales de aguas termales, que vio que estaban situados en el extremo de una extensa llanura que ocupaba todo un recodo del Tíber. Observando más allá de los lugares que le resultaban familiares, se dio cuenta de que el mundo era mucho más grande de lo que se imaginaba. El río se extendía en ambas direcciones hasta más allá de donde le alcanzaba la vista.
Mirara por donde mirase, el horizonte, inalcanzablemente lejano, se desvanecía hasta convertirse en una mancha de color morado.
Una a una, Poticia conquistó las Siete Colinas. En su mayoría eran más altas que la que había cerca de su casa, pero eran más fáciles de ascender si conocías el mejor lugar donde iniciar la escalada y el camino a seguir. Cada colina tenía su característica distintiva. Una estaba cubierta con un bosque de hayas, otra se veía coronada por un anillo de viejos robles, otra estaba llena de sauces, y así sucesivamente. Las colinas no tenían aún un nombre propio para cada una. Colectivamente, desde lo que la memoria alcanzaba a recordar, los hombres las llamaban las Siete Colinas. Más recientemente, un viajero de paso por la zona, bromeando, se había referido a la región como la ruma, que era la misma palabra que utilizaban los hombres para referirse a los pechos de la mujer, o a la teta de una vaca, y ahora, generalmente, ruma era la palabra que utilizaba la gente para referirse a la montañosa región. A los pobladores de la zona les parecía perfectamente natural comparar las características del terreno con las partes del cuerpo.
Poticia había descubierto la cueva en un desfiladero que había enfrente del poblado, más allá de la pradera que se extendía en la otra orilla del Spinon. Situada en una grieta de la empinada colina y oculta por los matorrales que crecían obstinadamente en las rocas, la entrada de la cueva resultaba difícil de diferenciar del terreno que la rodeaba; podía simplemente tratarse de una sombra proyectada por un saliente de roca. Después de muchos intentos fallidos, Poticia llegó a la conclusión de que era imposible descender a la cueva desde arriba. Ascender desde abajo requería pericia y osadía. Sus primeras tentativas en el transcurso del verano dieron como resultado una desagradable caída tras otra, y repetidas regañinas por parte de su madre, a quien no le gustaba en absoluto ver a Poticia con las manos llenas de rasguños, las rodillas ensangrentadas y las túnicas desgarradas.
Al final, Poticia descubrió una manera de llegar a la cueva. Cuando entró en ella por primera vez, supo que todos sus esfuerzos habían merecido la pena. Para los ojos de una niña, aquél era un espacio enorme, casi tan grande como la cabaña de su familia. Se sentó sobre un saliente de roca que formaba un banco natural y dejó descansar el brazo sobre un saledizo que parecía una repisa. La cueva era como una casa hecha de piedra, a la espera de que ella la hiciese suya. A diferencia de los manantiales, nadie en el poblado conocía la existencia de la cueva. Poticia era el primer ser humano que ponía los pies en ella.
La cueva se convirtió en su refugio secreto. Los días calurosos de verano, se escapaba hasta allí para dormir la siesta. Los días húmedos de invierno, se sentaba en el interior, cómoda y seca, y oía caer la lluvia.
A medida que Poticia fue haciéndose mayor, deambular por los bosques y explorar la ruma fue perdiendo interés para ella. Empezó a importarle más aprender las habilidades que su madre podía enseñarle, como cocinar y tejer cestas con las cañas que crecían alrededor de la ciénaga. Su madre le dijo que debería empezar a plantearse con qué chico del poblado le gustaría casarse; por diversos signos, el cuerpo de Poticia había empezado a manifestar la proximidad de la pubertad.
Para celebrar que se había convertido en mujer, el padre de Poticia le entregó un precioso regalo.
Era un amuleto hecho de aquel metal amarillo que se conocía como oro.
Durante diez generaciones, el pedazo de oro que Tarketios le había regalado a Lara había permanecido en su estado natural; nadie lo había labrado, pues el metal parecía demasiado blando como para poder ser trabajado debidamente. Fue un fenicio quien le enseñó al abuelo de Poticia que el oro podía formar una amalgama con otro metal precioso, llamado plata, y por un precio exorbitante, el herrero fenicio había trabajado el lingote resultante hasta darle la forma deseada por el abuelo de Poticia. Según los elevados estándares de los fenicios, el trabajo realizado con aquel amuleto era vulgar, pero para Poticia era una auténtica maravilla. Hecho para ser colgado de un collar de cuero, el pequeño amuleto tenía la forma de un falo alado. Su padre lo llamaba Fascinus: portador de fertilidad, protector de mujeres y bebés durante el parto, guardián del mal de ojo.
Pese a que había interrogado a su padre sobre el tema y escuchado con atención sus respuestas, Poticia no comprendía muy bien si el amuleto era, de hecho, Fascinus, o si contenía a Fascinus, o si sólo representaba a Fascinus, igual que se decía que los ídolos fenicios representaban a sus dioses.
Pese a no comprenderlo del todo, Poticia se sentía muy mayor cuando llevaba el amuleto. Había dejado de ser la niña de rodillas lastimadas y pies llenos de barro, la niña que deambulaba alegremente por el pequeño universo de la ruma. Incluso así, seguía conservando dentro la capacidad de una niña por maravillarse ante las cosas y la dulce nostalgia de haberse criado en un mundo donde había muy poco a lo que temer y mucho que descubrir.
Hasta hacía muy poco, aquel mundo había permanecido inalterable: un lugar donde los forasteros se encontraban en buena compañía y donde Poticia esperaba criar a sus propios hijos sin tener que preocuparse por su seguridad, dejándolos deambular libremente, como ella había hecho siempre. Pero ahora, todo había cambiado. El mundo había pasado a ser oscuro y peligroso. Las familias procuraban que sus hijos estuvieran siempre al alcance de su vista. Ni siquiera los hombres adultos se atrevían a caminar solos por la ruma.
La llegada del monstruo Caco lo había cambiado todo.
Fue Poticia quien lo vio primero, aquel día que se dirigía al río con una cesta de ropa para lavar.
Al verlo, gritó, dejó caer la cesta y huyó corriendo. La criatura salió tras ella, emitiendo un sonido horroroso que ponía los pelos de punta: «¡Caco! ¡Caco!».
Pero justo cuando a ella le flaqueaban las fuerzas y podía haberla atrapado, el monstruo abandonó la persecución. Poticia llegó al poblado sana y salva. Estaba convencida de que Fascinus, y sólo Fascinus, la había salvado. Durante todo el camino de regreso al poblado, corrió llevándose una mano al cuello, aferrando con fuerza el amuleto, suplicando la protección de Fascinus y repitiendo en voz alta: «¡Sálvame, Fascinus! ¡Sálvame, Fascinus!». Después, temblando de alivio, le habló de nuevo al amuleto, dándole las gracias y prometiéndole su devoción. Lo que murmuró Poticia era una oración, tal y como la habrían entendido los fenicios, hecha no a un numen sin nombre que moraba en un objeto o lugar, sino a una entidad sobrehumana y poderosa que poseía la inteligencia necesaria para comprender sus palabras. No le había ofrecido un ritual propiciatorio a un numen, sino que había rezado directamente a un dios. En aquel momento, aunque Poticia actuó sin tener ni idea del significado de lo que acababa de hacer, Fascinus se convirtió en el primer dios nativo venerado en la tierra de la ruma.
Pasó mucho tiempo sin que nadie viese al monstruo, excepto Poticia, y hubo quien en el poblado, al escuchar la descripción que ella hizo de Caco, pensó que el encuentro en el camino había sido fruto de la imaginación de la chica. Su familia, al fin y al cabo, era conocida por sus creencias fantasiosas, por exhibir el amuleto al que denominaban Fascinus y por insinuar que su linaje tenía su origen en la unión de un numen con una mujer… ¡como si tal cosa fuera posible!