Pinaria iba de un lado a otro por los espacios abiertos del Capitolio. Murmuraba oraciones a Vesta de manera autómata, pero en el fondo de su corazón sabía que estaba hablándole al vacío. La llama sagrada de la diosa ya no estaba en Roma y su templo había sido profanado por salvajes ateos. Vesta debía de estar lejos, muy lejos, pensaba Pinaria, lejos incluso del alcance de la más devota de sus vestales. Y aun en el caso de que la diosa estuviera presente, y pudiera oírla, ¿no leería el corazón de Pinaria y comprendería que su oración era profana? Una cosa era que una vestal rezara para que Dorso llevara a buen término aquel ritual; se trataba de un ciudadano romano en misión sagrada. Pero la oración que surgía espontáneamente de los labios de Pinaria no era para Dorso, ni tenía nada que ver con el cumplimiento de los rituales sagrados. ¿Qué pensaría la diosa si escuchara a una de sus vírgenes suplicar con tanta desesperación el retorno de un esclavo? Era mejor que la diosa estuviera ausente, que fuera incapaz de escuchar la oración de Pinaria, antes de que Vesta la oyera y percibiera el deseo del corazón de Pinaria.
El grito de uno de los vigías la despertó de su melancólico ensueño. – ¡Allí! ¡A los pies del Capitolio! ¡Los veo! Dorso y el esclavo… y galos, centenares de galos…
Las palabras proporcionaron a Pinaria un destello momentáneo de esperanza y la hundieron luego en la desesperación. Se imaginó a Dorso y Penato corriendo a toda velocidad, perseguidos por los guerreros; se imaginó sus cabezas cortadas y portadas sobre palos por galos desdeñosos. Corrió hacia la barricada, ascendió hasta arriba y observó la empinada ladera de la colina. – ¡Allí! – repitió el vigía-. En el camino, vienen hacia aquí.
Lo que vio era lo último que esperaba ver. Caminando orgullosamente erguidos, portando en las manos los recipientes del sacrificio ya vacíos, Dorso y Penato ascendían el sinuoso camino con paso firme y sin prisa. Les seguía una gran cantidad de galos, portando espadas y lanzas pero manteniéndose a distancia y sin hacer nada para impedir su avance.
El oficial responsable de la barricada movió la cabeza. – ¡Estos galos y sus crueles juegos! Esperarán hasta que Dorso esté casi en la barricada y lo atacarán mientras nosotros lo observamos. ¡Criaturas malvadas! Tendríamos que dispararles ahora que Dorso aún tiene la oportunidad de salir corriendo. ¡Arqueros! ¡Preparad los arcos! – ¡No! – gritó Pinaria-. ¿Es que no les ves sus caras? Es justo lo que Dorso vaticinó. Los galos le tienen respeto. ¿No ves cómo se mantienen retrasados? ¿Ves cómo susurran entre ellos y se dan empellones para tratar de verlo mejor? Es como si los hubiera embrujado. ¡Bajad los arcos! ¡No hagáis nada! ¡No digáis nada!
Los hombres de la barricada enfundaron los arcos y guardaron silencio.
Siguiendo el sinuoso camino, Dorso y Penato se acercaban cada vez más. Los galos los seguían tenazmente. Pinaria notaba el corazón martilleándole el pecho. La espera era atroz. ¿Por qué caminaban tan despacio? En cuanto apareció por el último recodo pudo verle la cara a Dorso; observó la expresión serena de un hombre en paz consigo mismo y con su destino, preparado para vivir o morir, según los dioses creyeran conveniente. Entonces vio a Penato. El corazón le dio un brinco cuando sus miradas se encontraron. Él le sonrió… ¡y luego le guiñó el ojo!
Los dos hombres llegaron a la barricada. Salieron manos por todos lados para coger los recipientes y ayudarlos a trepar. Dorso subió hasta arriba y miró por encima del hombro. – ¡Estúpidos galos! – masculló-. ¡Arqueros! ¡Ahí tenéis vuestra oportunidad de matar a unos cuantos de esos locos! ¡Apuntad y disparad enseguida, antes de que salgan corriendo!
Las flechas silbaron en el aire, seguidas de gritos y de los sonidos caóticos emitidos por los galos al huir aterrorizados.
Dorso apartó enseguida a Penato de la barricada, retirándolo del ángulo de tiro.
–Ha sido tu bendición, vestal, con eso los hemos engañado -susurró-. He tenido la sensación de que la diosa de la llama sagrada nos protegía a cada paso que dábamos en el camino. – ¿De verdad? ¿De verdad habéis sentido la presencia de Vesta? – Pinaria miró a Dorso y a Penato.
–Alguna cosa nos ha protegido -dijo Penato-. ¡Ha sido asombroso! Los galos se quedaron boquiabiertos. Caían sobre nosotros por todos lados, como el cereal que corta la guadaña. Ninguno se atrevió a acercarse. Ni siquiera hubo uno que alzara la voz.
Dorso y Penato se miraron y se fundieron en un espontáneo abrazo, riendo como dos chiquillos después de una gran aventura. Pinaria deseaba unirse al abrazo. Y en especial deseaba abrazar a Penato y ser abrazada por él, para asegurarse de que seguía vivo y respiraba, para sentir el calor de su cuerpo, el contacto de su torso velludo donde el talismán negro colgaba sobre sus fuertes músculos. Aquellas ideas la hacían sentirse débil y sofocada, pero era incapaz de controlarlas. ¿Podría ser lo que había dicho Dorso? ¿Podría ser que Vesta hubiera vigilado y protegido a los dos hombres a pesar de los sentimientos impuros de Pinaria? ¿O había sobrevivido Penato sólo porque, o precisamente porque, la diosa estaba ausente, porque ya no estaba presente para castigar a una vestal descarriada y al objeto de su deseo?
O Vesta conocía la pasión que Pinaria sentía por el esclavo, y lo aprobaba -¡una idea loca!-, o Vesta se había ido, quizá para siempre, y ya no ejercía ningún influjo sobre su virgen… -otro pensamiento loco-. En cualquier caso, Pinaria supo, en un destello cegador, que ya no había ningún impedimento que la obligara a reprimir sus sentimientos. Darse cuenta de aquello la dejó ofuscada. Era como si el suelo cediese bajo sus pies y el cielo se abriera.
Miró a Penato. Él le devolvió la mirada. Sus ojos hablaban un idioma secreto. Sabía que él sentía lo mismo.
En aquel momento, Pinaria estaba perdida, y lo sabía. Estalló en lágrimas. Los que se habían congregado en el lugar para recibir a Dorso supusieron que eran lágrimas de alegría y alivio, y los hombres inclinaron la cabeza al ver a una virgen sagrada tan profundamente conmovida por la evidencia de que los dioses seguían favoreciendo al pueblo de Roma.
Los defensores de la cima del Capitolio disfrutaban de poca intimidad, pero la vestal que vivía entre ellos sí gozaba de ella. Mientras los demás dormían al raso, o apiñados en el interior de los templos y los edificios públicos, Pinaria disponía de una pequeña cámara para ella sola en los sótanos del templo de Júpiter.
La entrada a la habitación de Pinaria estaba en la parte trasera del templo, fuera de la vista de la gente. Fue Penato quien le sugirió a Dorso que sería adecuado instalar una cerradura sencilla en la parte interior de la puerta, para que nadie pudiera sorprender a la vestal sin previo aviso o por casualidad. Como Penato sabía cómo fabricar la cerradura, fue el encargado de hacer el trabajo. – ¡Eres un chico listo! – comentó Dorso, una vez la cerradura estuvo instalada.
Una noche, llamaron suavemente a la puerta de Pinaria.
Era tarde, pero Pinaria no dormía aún. Se levantó de la cama y vio la cabeza y los hombros de él perfilados por la luz de la luna. Su primer pensamiento fue que estaba loco por haberse desplazado hasta allí en una noche de luna casi llena que podía delatar sus movimientos. ¿Y si alguien lo había visto?
Pero al instante había entrado, cerrando la puerta a sus espaldas. Y al momento la abrazaba y presionaba su cuerpo contra el de ella. Fue Pinaria quien inició el beso. Nunca había besado a un hombre. Pero tenía la sensación de que respiraban el mismo aire y que sus corazones compartían el mismo latido.
No estaba acostumbrada a estar desnuda, ni siquiera entre las vestales, pero él la quería así. Le permitió desnudarla, luego fue ella quien lo ayudó a él a quitarse la túnica; no quería fingir que las cosas se hicieran sólo porque él las pedía, o en contra de su voluntad. Lo que sucediera, no ocurriría simplemente porque ella lo había permitido, sino porque ella había hecho que así fuera.
Sabía muy poco sobre el acto sexual más básico, pero nunca se habría imaginado las sensaciones que lo acompañaban. El contacto de la piel de él contra la suya era emocionante, pero nada comparado con la sensación que experimentó cuando una parte del cuerpo de él penetró en el de ella y empezó a moverse en su interior. Al principio sintió un dolor agudo, pero muy soportable en comparación con el placer posterior. El ritmo del acto era como una danza complicada, o como una canción de belleza sobrenatural, a veces lento y lánguido, a veces acelerado y jadeante. El ritmo de él le inspiró para encontrar su propio ritmo interior; trató de seguir sus movimientos, gritando de frustración ante su repentina sorpresa y, luego, riendo sin parar, amarrándose a sus caderas, exigiéndole que fuera él quien siguiese su ritmo. Él obedecía, se resistía, obedecía de nuevo.
Estuvieron un rato inmersos en una especie de competición, y luego casi peleándose, y más tarde, sin previo aviso, encontraron una armonía perfecta y el éxtasis.
Llegaron juntos al cenit. Ella notó que se estremecía y se convulsionaba en su interior, y al mismo tiempo, una exquisita oleada de placer sacudió el cuerpo de ella por entero.
Estaba hecho. Ya no podía haber marcha atrás.
La ocupación de los galos continuó durante la totalidad del caluroso verano y hasta el otoño. Los días más frescos supusieron cierto alivio para los defensores del Capitolio, pero el hambre aumentó.
Las raciones fueron reducidas a un pedazo de pan y una copa de vino al día. Casa por casa, los galos seguían saqueando e incendiando la ciudad, contaminando el aire con humo. Después del fracaso de sus intentos iniciales, los galos habían dejado de sitiar el Capitolio, pero los centinelas seguían montando guardia constantemente en todo el perímetro.
Una noche de otoño, cuando el ambiente era frío pero el olor acre debido al humo, Pinaria y Penato yacían desnudos en la cama de ella. Un rayo de luna que entraba por una pequeña ventana en lo alto iluminaba sus cuerpos bañados por el sudor. Era medianoche, pero los amantes no dormían; quedaba aún en sus cuerpos mucho placer que disfrutar para pensar en dormir.
Pinaria estaba entusiasmada, aunque no sorprendida, con el hecho de que Penato fuera un amante insaciable. Lo que sí le había sorprendido era la profundidad de su propio deseo, que era tan intenso como el de él, si no más. La devoción con que en su día se había entregado al cuidado de la llama sagrada, la repetía ahora cuidando del fuego que ardía en ellos cada vez que sus cuerpos se encontraban. Cuando se unía a Penato, tenía la sensación de ser transportada a un lugar más allá del mundo de los mortales, a un reino místico como aquel en el que debían morar los dioses. Veneraba su cuerpo, el vehículo que la transportaba hacia aquel lugar divino; adoraba su sexo, aquella parte de él, tan potente y a la vez tan expuesta y vulnerable, que él con ilusión protegía en el interior de ella. Eran pensamientos blasfemos, no le cabía la menor duda; pero los dioses se habían ido, la vestal ya no era virgen y un esclavo se había convertido en su amo. El mundo era un lugar loco y destrozado, pero Pinaria nunca se había sentido tan viva y completa.
A través de la ventanita, muy débilmente, oyeron el grito de «¡Pasó el peligro!» lanzado por el centinela más próximo. El grito se repitió en diversos puntos del perímetro de las barricadas. En el silencio que siguió, una oca dejó escapar un único intento de graznido. Para salvarlos de los galos, habían trasladado las ocas sagradas de Juno desde el nuevo templo edificado en honor a la diosa en el Aventino y las tenían encerradas en un recinto próximo al templo de Júpiter.
–Tendremos que comérnoslos pronto -dijo Penato. – ¿A las ocas? Son sagrados para Juno -dijo Pinaria. – ¿Pero para qué le sirven las ocas a una diosa si todos los que la veneran acaban muriéndose de hambre?
–Nadie se atrevería a tocarlos.
–Pero me he dado cuenta de que les han reducido su ración de grano. Estas ocas están poniéndose escuálidas. Pronto no tendrán carne que merezca la pena ser comida. Mejor comerlas ahora, mientras aún sirvan para sustentarnos. – ¡Antes se comerían a los perros!
–Pero al menos los perros sirven para algo. Vigilan de noche, junto con los centinelas. A mi viejo amo le gustaba mucho el hígado de pato, que es similar. Decía que era delicioso. – ¡Penato, a veces dices cosas terribles!
Se acurrucó contra ella. – ¿Como las que te digo al oído cuando estoy dentro de ti?
Ella se estremeció y posó la mano en su sexo, que estaba erecto y duro. Habían terminado hacía sólo un instante y volvía a estar en erección. Él le acarició el pecho y le besó un pezón. Pinaria se sintió inundada por una oleada de puro placer.
Suspiró.
–Camilo llegará mucho antes de que nadie se plantee comerse las ocas sagradas.
Ésta era la esperanza que corría en boca de todos. Hacía sólo unos días, un soldado intrépido, Poncio Comino, había conseguido superar las defensas de los galos y llegar hasta los defensores del Capitolio. Se había llenado la túnica con pedazos de corcho y flotado Tíber abajo; entonces, al caer la noche, había avanzado con sigilo por las calles y escalado el Capitolio por un punto que era tan escarpado y peñascoso que los galos nunca lo vigilaban. El centinela romano que había sido testigo de su llegada se había sorprendido al ver un ser humano trepando la cara rocosa de la pendiente como una araña, y más sorprendido aún cuando el hombre le había hablado en su idioma. Poncio Comino traía la noticia de que las fuerzas romanas estaban reagrupándose bajo el liderazgo del exiliado Camilo, que solicitaba que los pocos senadores atrapados en el Capitolio le invistieran formalmente con los poderes de dictador. Los senadores habían enviado a Poncio Comino de vuelta a Camilo con la garantía de todo su apoyo y promesas de rezar por su victoria. ¿Habría superado con éxito el mensajero las fuerzas galas y habría conseguido llegar hasta Camilo? Nadie lo sabía, pero las noticias del exterior habían traído nuevas esperanzas al Capitolio. Camilo estaba en marcha y llegaría en cualquier momento. ¡Camilo, el conquistador de Veyes, los rescataría y expulsaría a los galos de Roma!