Los defensores de la propuesta de Sicinio eran muy entusiastas, pero la oposición era rabiosa.
Los terratenientes y los prestamistas de Roma tenían con ello todo que perder y nada que ganar. Los que gobernaban la ciudad veían su autoridad diluida; ¿y si Veyes se convertía no en un anexo de Roma, sino en una ciudad rival, con sus propios magistrados y sacerdotes? Los opositores acusaban a Sicinio de confabular para enriquecerse controlando la distribución de las propiedades en Veyes; a lo mejor pretendía incluso convertirse en rey de Veyes. Para la oposición, la migración propuesta era nada más y nada menos que una nueva secesión de la plebe, sólo que esta vez la secesión sería permanente. Los dioses habían favorecido a una ciudad, Roma, y Roma debía seguir tal y como estaba. Veyes debía ser destruida, derribada, y sus edificios reducidos a cenizas.
Camilo estaba entre los que con más vehemencia se habían opuesto a la ocupación de Veyes. En un discurso en el Senado, había pronunciado una frase que se convertiría en el grito de guerra de la oposición: «¡Una ciudad abandonada por los dioses nunca debería ser habitada por los hombres!».
Había quien decía que su exilio era el precio a pagar por su oposición a Sicinio y su facción. Habían acusado a Camilo de corrupción y él no había podido defenderse, pero el tema de fondo era la postura de Camilo respecto a la Cuestión Veyense. ¿Debía ser Roma una ciudad o dos? ¿Debía habitarse Veyes o ser destruida? El tema sin resolver eclipsaba cualquier otra preocupación relativa a la ciudad. El debate era salvaje e implacable, y a menudo acababa dando lugar a situaciones violentas en el Foro. Al parecer no había término medio; la migración o bien prometía la solución a todos los problemas, o bien amenazaba con aniquilar Roma. Había muchos intereses en juego. ¡No era de extrañar que Foslia se hubiese reído ante la singular divagación sobre el matrimonio entre clases que había hecho la virgo máxima cuando surgió el tema de la Cuestión Veyense!
Con todo y con eso, tal y como Postumia había argumentado, todas estas preguntas estaban relacionadas entre sí a cierto nivel. La política divide cada pregunta en diversas cuestiones, todas ellas exasperantes y sin solución: cada uno afirmaba su propia voluntad y acababa prevaleciendo el que fuese más fuerte en un momento dado. La religión unía todas las preguntas en una, para la que había una única respuesta: la voluntad de los dioses.
Pinaria tenía a menudo la impresión de que el mundo fuera de la casa de las vestales era un torbellino de caos, violencia e incertidumbre. Los enemigos de Roma buscaban su destrucción, igual que Roma buscaba la de ellos. Los ciudadanos de Roma peleaban sin cesar por la riqueza y el poder; incluso en el seno de las familias, los hijos peleaban entre sí y a veces desobedecían a su paterfamilias, mientras que las esposas se rebelaban contra sus maridos. Pero estas luchas eran una simple sombra de algo mucho mayor, y aun así difícil de ver, igual que a una hormiga puede resultarle difícil ver un templo, por su propia enormidad: la voluntad de los dioses. La sabiduría no venía de dentro, ni de otros mortales: la sabiduría estaba en determinar el deseo de los dioses.
Incluso después de sus muchos años de estudio, era frecuente que el camino le resultara oscuro a Pinaria.
Se alegraba de que la cena hubiese tocado a su fin y de que la conversación hubiera terminado; las vestales se dirigirían ahora al templo de la diosa para la oración de acción de gracias de la noche.
Por mucho placer que los juegos de palabras proporcionaran a personas inteligentes como Foslia, o a maestras como la virgo máxima, hablar nunca solucionaba nada. La paz se obtenía sólo a través de la realización del ritual, y la mayor paz se obtenía a partir de aquellos preciosos momentos en los que Pinaria contemplaba, sin interrupciones y libre de todo pensamiento ajeno, la llama sagrada de Vesta, sabiendo que era la única cosa en el mundo pura e imperecedera. – ¡Vienen de camino! ¡Vienen de camino! ¡Tengo que avisar a todo el mundo! ¡Vienen de camino!
El loco se había abierto paso entre las criadas de la entrada de la casa de las vestales. Había cruzado corriendo el vestíbulo y entrado en el atrio, y ahora se encontraba en el centro del impluvium. Era mediodía y el sol le daba de lleno. Como un niño en plena pataleta, metió los pies en el agua, que le llegaba a la altura de las rodillas; la luz del sol centelleó y creó un arco iris en el agua. – ¡Vienen de camino! – gritaba, apretando los puños a ambos lados de su cuerpo y juntando las cejas, enfurruñado-. ¿Por qué nadie me escucha?
Las vestales y las criadas se apiñaron manteniéndose a cierta distancia, observándolo fascinadas.
Foslia, que acababa de llegar, le dijo a Pinaria al oído: -¿Quién es esta criatura?
–No lo sé. Pero lo he visto por las calles, en el trayecto que lleva al templo de Vesta.
–Parece un mendigo, a juzgar por sus harapos. ¡Y ese pelo y esa barba horrorosa y mal cuidada! ¿Ha amenazado a alguien?
–No. Parece que quiere alertamos de alguna cosa. La virgo máxima ha ido a buscar al pontífice máximo…
–Bromeas. Más bien tendría que haber ido a buscar a algunos lictores armados para que se llevasen a este hombre encadenado.
–Me ha dado la sensación de que la virgo máxima se lo tomaba en serio.
En la entrada reinaba la confusión. Postumia y el pontífice máximo aparecieron en el vestíbulo y entraron en el atrio, seguidos por una comitiva de sacerdotes y agoreros.
El loco cayó de rodillas, el agua salpicó a su alrededor. – ¡Pontífice máximo! ¡Por fin! Escucharás la verdad de lo que digo.
El alto sacerdote lucía una túnica con numerosos pliegues recogidos en un nudo justo por encima de la cintura; el bonete que le cubría la cabeza durante las ceremonias estaba echado hacia atrás y dejaba al descubierto una coronilla calva rodeada de pelo blanco. Se acarició su larga barba blanca y miró por encima de la nariz al hombre arrodillado en el impluvium. – ¡Marco Cedicio! Qué bajo has caído en este mundo… y no lo digo porque hayas caído de rodillas. – ¿Conoces a este hombre, pontífice máximo? – dijo Postumia.
–Lo conozco. Cedicio era un plebeyo respetable, un abatanador dedicado al lavado y al tinte de la lana; observa las manchas oscuras de sus uñas. Pero hace un tiempo abandonó su establecimiento y se convirtió en un vagabundo. Frecuenta un rincón particular en la calle que hay por encima del templo de Vesta. ¿No lo has visto nunca andando de aquí para allá, hablando solo? Veamos, Cedido, ¿qué son estas tonterías? ¡En qué estabas pensando, entrando por la fuerza en esta morada sagrada y aterrorizando a las vírgenes! ¿Qué dices en tu defensa? – ¡Oh, pontífice máximo, tienes que escucharme!
–Te escucho, loco. ¡Habla!
–He oído una voz. Estaba en la calle, solo… no había otro mortal a la vista, lo juro… y me ha hablado una voz, con la misma claridad con la que yo te hablo ahora. ¡Una voz de la nada! – Cedicio se retorcía las manos y se mordió el labio inferior. – ¡Por Hércules, hombre, suéltalo! ¿Crees que no tengo nada mejor que hacer? ¿Qué ha dicho esa voz?
–Ha dicho: «¡Los galos están de camino!». Eso es lo que ha dicho, así como lo oyes: «¡Los galos están de camino!».
El pontífice máximo frunció la frente. – ¿Los galos?
Uno de sus subordinados se colocó a su lado.
–Una tribu de salvajes de una tierra del norte muy lejana, pontífice máximo, más allá de la gran cordillera montañosa que llaman los Alpes. Hace unos años, descubrieron un paso entre los Alpes.
Algunos pasaron a Italia y fundaron una ciudad llamada Mediolanum. Dicen los poetas que fue el deseo de vino lo que llevó a los galos hasta Italia; en su tierra natal no lo tienen. Se dice que su idioma, una combinación de gruñidos, es muy tosco y desagradable al oído.
–Sí, he oído hablar de esos galos -dijo el pontífice máximo-.¿Y por qué tendrían que venir aquí, Marco Cedicio, y por qué debería importarnos?
Cedicio hundió las manos en el agua poco profunda, a punto de llorar. – ¡Los galos están de camino! ¿No lo entendéis? ¡Su llegada será terrible, lo peor que haya sucedido jamás! ¡Perdición! ¡Muerte! ¡Destrucción! ¡Avisad a los magistrados! ¡Ve enseguida y llévate contigo a las vestales! ¡Reza a los dioses por nuestra salvación!
Un sacerdote bajito y fornido de la comitiva que seguía al pontífice máximo llevaba un buen rato examinando un pergamino, dando vueltas a los cilindros con ambas manos y estudiando el texto. El hombre dio un salto de pronto, lo que llamó la atención de Pinaria.
Foslia se dio cuenta también. Agarró a Pinaria por el brazo y le dijo al oído: -¿Te has dado cuenta de lo que lleva ese sacerdote? ¡Es uno de los Libros Sibilinos!
–Seguro que no -susurró Pinaria-. ¿No los guardan en el Capitolio, en una bóveda debajo del templo de Júpiter?
–Claro, allí es donde los sacerdotes estudian los versos en griego, los traducen al latín y debaten su significado. Ese tipo gordinflón debe de ser uno de los sacerdotes, ¡y ése debe de ser uno de los Libros Sibilinos!
–Jamás pensé que llegaría a ver uno -dijo Pinaria, temblando de miedo. Los versos arcanos se consultaban solamente en situaciones terribles.
El sacerdote dio un nuevo brinco y exclamó excitado: -¡Pontífice máximo, he encontrado algo! Sabía que había visto esta referencia alguna vez y por fin la he encontrado. La sibila vaticinó personalmente este momento. Escribió un verso para guiamos. – ¿Qué dice? Lee el oráculo en voz alta.
El pequeño sacerdote levantó la mirada del pergamino. Observó durante un largo rato a Marco Cedido con los ojos abiertos de par en par, pestañeó, tosió para aclararse la garganta y leyó:
Un hombre se arrodilla en el agua y no se hunde.
Habla a los sabios para hacerlos pensar.
No deben encogerse ante su aviso.
El pequeño sacerdote dejó el pergamino a un lado. Todos los allí reunidos miraron al hombre arrodillado en aguas poco profundas, que decía haber oído una voz incorpórea que le enviaba un aviso: «¡Los galos están de camino!».
Poco después de que Cedicio diera la alerta, llegó la noticia de que un inmenso ejército de galos venía barriendo el territorio desde el norte y estaba sitiando la ciudad de Clusium, situada junto a un afluente del Tíber, a cien millas de Roma, río arriba.
Los padres de la ciudad conferenciaron. Se debatió la profecía de Cedicio y las palabras de la sibila. Se decidió enviar una delegación a Clusium para observar directamente a los galos. Si eran tan numerosos como afirmaban los rumores y tan amenazadores como creía Cedicio, los enviados intentarían hacer uso de la diplomada (promesas, pactos o amenazas) para alejar a los galos de Clusium o, como mínimo, disuadirlos de seguir con su avance hacia el sur y poner su objetivo en Roma.
Los embajadores romanos eran tres hermanos de la distinguida familia de los Fabio. Los galos los recibieron con educación, pues habían oído hablar de Roma y sabían que la ciudad era una fuerza a tener en cuenta. Pero cuando los Fabio preguntaron a los galos qué mal les habían hecho los clusianos para querer atacar la ciudad y si hacer la guerra injustamente no era una ofensa para los dioses, el caudillo de los galos se limitó a reírse de ellos. Breno era un hombre de mandíbula fuerte, con una erizada barba pelirroja y una desgreñada melena, tan fornido y musculoso que parecía esculpido a partir de un bloque de granito. Los galos eran casi una raza de gigantes, y Breno se engrandeció ante uno de los embajadores romanos. Pese a que hablaba con cierto humor tosco, los romanos tuvieron la impresión de que los menospreciaba. – ¿Que cómo nos han ofendido los clusianos? – preguntó Breto-. ¡Teniendo demasiado, mientras nosotros tenemos muy poco! ¡Siendo tan pocos, mientras nosotros somos tantos! En cuanto a las ofensas a los dioses, tal vez seáis distintos a nosotros, pero la ley de la naturaleza es la misma en todas partes. El débil somete al fuerte. Y sucede igual entre dioses, animales y hombres.
Por lo que he oído de vosotros, creo que los romanos no sois distintos. ¿No habéis tomado nunca las pertenencias de los demás, no habéis convertido hombres libres en esclavos simplemente porque sois más fuertes que ellos y porque es lo que os conviene? ¡Creía que sí! De modo que no pidáis que sintamos lástima por los clusianos. Tal vez deberíais ser vosotros quienes sintierais lástima por los pueblos que habéis conquistado y oprimido. Tal vez tendríais que decidir liberarlos y devolverles sus bienes. ¿Os gustaría, romanos? ¿Qué decís? ¡Ja!
Breno se rió en su cara. Los Fabio se sintieron tremendamente insultados, pero mantuvieron la boca cerrada.
La cuestión podría haber terminado ahí, pero Quinto Fabio, el más joven y cabezota de los hermanos, estaba decidido a derramar sangre gala. Todas las razas, incluyendo los galos, reconocían la categoría de protegidos divinos de los emisarios; estaba universalmente acordado que los embajadores debían recibir hospitalidad y no sufrir ningún daño, y ellos a cambio no levantarían las armas contra sus anfitriones. Quinto Fabio violó aquella ley sagrada. Al día siguiente, vistiéndose con la armadura de un clusiano, se unió a las fuerzas de la ciudad sitiada y entró en batalla contra los galos. Después de elegir a un galo especialmente alto, cabalgó directamente hacia él y lo mató de un solo golpe de espada. Deseoso de un trofeo, Quinto Fabio saltó de su caballo decidido a despojar al fallecido de su armadura, y al hacerlo su casco clusiano se le cayó de la cabeza. Breno, que estaba combatiendo en la cercanía, vio su cara y lo reconoció enseguida.
El jefe galo se sintió ultrajado. De haber podido enfrentarse a Quinto Fabio en el campo de batalla, la muerte de uno de los dos habría acabado con el asunto, pero la presión de la batalla distanció a los dos hombres y ambos acabaron ilesos la jornada.
Los Fabio regresaron a Roma. Breno, un hombre impulsivo y orgulloso, pasó la noche entera cavilando. Por la mañana anunció el fin del sitio de Clusium. Los romanos merecían su castigo por haberlo insultado, primero sugiriendo que había ofendido a los dioses y después por quebrantar de manera flagrante la ley divina al tomar las armas contra él. Breno anunció que el ejército galo al completo, más de cuarenta mil soldados, emprendería enseguida su marcha hacia el sur.