Roma (74 page)

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Authors: Steven Saylor

Tags: #Fiction, #Historical, #General Interest

BOOK: Roma
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Un chillido infantil salió de un extremo del jardín. Aparecieron dos criadas, con aspecto de estar realmente mortificadas. Entre ellas, un niño pequeño levantaba los brazos. Las mujeres lo cogieron de las manos o, mejor dicho, lo sujetaron, pues lo que quería el pequeño era soltarse y correr hacia su madre.

Cleopatra rió y aplaudió. – ¡Ven aquí, Cesarión!

El niño corrió hacia ella. Más de una vez, Lucio pensó que acabaría de bruces en el suelo, pero el pequeño recorrió toda la distancia sin caerse. Se arrojó sobre su madre y se aferró a sus piernas, luego levantó la vista hacia Lucio y lo miró con timidez. – ¿Cuántos años tiene? – dijo Lucio.

–Tres.

–Es grande para su edad.

–Y eso es bueno. Tiene que crecer muy rápido. – La reina hizo un ademán en dirección a las criadas, que se acercaron para recoger a Cesarión y entretenerlo en el jardín-. Y ahora, tendrás que excusarme, Lucio Pinario. César vendrá a buscarme más tarde, cuando acabe en el Senado. Tengo que prepararme. Me alegro de tu visita. Tú y yo deberíamos conocernos mejor.

Lucio emprendió el camino de regreso a la ciudad.

Eligió un sendero que le conduciría a través de la Arboleda de las Furias. Aquel lugar sagrado, apartado de la ciudad, estaba desierto y en silencio, pese a que a lo lejos se oían los cantos alegres de la gente que seguía disfrutando de la fiesta a orillas del río. Al pasar junto al altar, Lucio recordó la historia de Cayo Graco y del terrible destino que había sufrido en aquel preciso lugar, perseguido hasta el final por sus enemigos y muerto a manos de un esclavo de confianza que después se quitó la vida. El tatarabuelo de Lucio había sido amigo de Cayo Graco, o al menos eso era lo que le habían contado a Lucio; de la relación que había existido entre los dos hombres, Lucio no tenía ni idea.

Recordó entonces algo que Cleopatra había dicho: «La verdad es que sabemos muy poco sobre nuestros antepasados, incluso nosotros, que podemos nombrarlos remontándonos muchas generaciones atrás». Era cierto. ¿Qué sabía Lucio sobre quienes le habían precedido? Conocía sus nombres gracias a las listas de matrimonios e hijos que su familia conservaba y merced a los registros oficiales que enumeraban los magistrados de la República. Había oído un par de anécdotas sobre algunos de ellos, aunque los detalles diferían a menudo dependiendo de quién contara la historia. En el vestíbulo de la casa de su padre había bustos de cera de algunos antepasados, de modo que Lucio tenía una vaga idea de su aspecto. Pero no sabía prácticamente nada de los hombres y las mujeres en sí, de sus sueños y sus pasiones, sus fracasos y sus triunfos. Sus antepasados eran para él unos desconocidos.

Hasta la noche anterior, ni siquiera conocía el terrible sacrificio que sus abuelos habían hecho para salvarle la vida a César. ¿Cuánto más había que él desconocía? La magnitud de su ignorancia le superaba… tantas vidas, tan llenas de incidentes y sentimientos, desconocidas por completo y para siempre. ¿Qué había dicho Cleopatra? «El pasado es tan desconocido como el futuro». De repente percibía su propia existencia como un punto diminuto iluminado por una tenue rendija de luz, el ahora, situado entre dos infinitos de oscuridad: el antes y el después.

Salió de la arboleda, cruzó el puente y caminó por el Foro Boario. Cerca del templo de Hércules se erigía el Ara Máxima, el altar más antiguo de Roma, dedicado a Hércules, quien había salvado al pueblo de Caco. ¿Habían existido realmente un Hércules y un Caco, un héroe y un monstruo? Eso declararon los sacerdotes, y los historiadores coincidían en ello; así lo atestiguaba el monumento. Si la historia era cierta, incluso en aquella época, había ya un Pinario entre los romanos y los Pinario, desde los primeros días de la República, habían sido responsables del deber sagrado de conservar el Ara Máxima y celebrar el Banquete de Hércules. Habían compartido aquel deber con la familia de los Poticio, que había dejado de existir. ¿Por qué habían abandonado su deber los Pinario? ¿Qué había sido de los Poticio? Lucio no lo sabía.

Oyó la voz de un hombre en el templo de Hércules que decía: «¡Fuera! ¡Fuera!». Y entonces apareció un esclavo en el umbral de la puerta abierta, blandiendo un penacho hecho con una cola de caballo para ahuyentar una mosca del interior del santuario. Todo el mundo sabía que las moscas tenían la entrada prohibida al templo, pues las' moscas se habían arremolinado sobre Hércules y lo habían confundido durante su pelea contra Caco. Tampoco los perros podían acercarse al templo, pues el perro de Hércules no le había alertado de la aparición del monstruo. Eran hechos que tenían que haber sucedido a la fuerza porque, de lo contrario, ¿por qué existirían rituales para conmemorarlas tantísimo tiempo después?

Lucio recordó la historia de los romanos atrapados por los galos en la cima del Capitolio; las ocas dieron la alarma, pero los perros no ladraron. Para conmemorar aquel hecho, un perro era empalado cada año y desfilaba luego por toda la ciudad, junto con una de las ocas sagradas de Juno, que era transportada en una litera. La primera vez que Lucio presenció aquel espectáculo siendo un niño sintió repugnancia y perplejidad, hasta que su padre le explicó su significado. Ahora, cuando Lucio presenciaba cada año el ritual, le resultaba tranquilizador, un recordatorio tanto de la ciudad del pasado como de su propia infancia y de la primera vez que vio la procesión.

Lucio se sintió reconfortado al pensar en todos los rituales que tenían lugar a lo largo del año y en todas las tradiciones de los antepasados que de forma tan escrupulosa se habían preservado pese al paso de los siglos. La religión existía para honrar y aplacar la ira de los dioses, pero ¿acaso no servía también para que el pasado y el futuro fueran un poco menos misteriosos y, en consecuencia, menos amedrentadores?

Perdido en sus pensamientos, Lucio siguió su tranquilo camino de vuelta a casa. Al doblar una esquina, se dio cuenta de que estaba muy cerca de la casa de Bruto. Había visitado a Cleopatra siguiendo un impulso. Otro impulso espontáneo le empujó en aquel momento a rendirle una visita a Bruto que, según los rumores, era otro de los posibles herederos de César.

Todo el mundo sabía que César había sido amante de Servilia, la madre de Bruto. El asunto había salido a la luz antes de que Lucio naciera, y nada más y nada menos que en el Senado.

Servilia era hermanastra de Catón, nieto del famoso Catón que había defendido hasta el final la destrucción de Cartago. Catón era uno de los enemigos más acérrimos de César. Veinte años atrás, y mientras en el Senado se celebraba un acalorado debate sobre una supuesta conspiración por parte del populista Catilina, César había recibido una nota de manos de un mensajero. Catón, sospechando que aquello pudiera implicar a César en el complot, insistió en que leyera la nota en voz alta. César se negó. Catón continuó receloso y con actitud vehemente hasta que César acabó claudicando y leyendo en voz alta el mensaje. Era una nota de amor de Servilia, la hermana de Catón. Catón se sintió humillado. César, divertido. Desde aquel día, su relación con Servilia se hizo pública y se iniciaron las especulaciones que insinuaban que César podía ser el padre de su hijo, Marco Junio Bruto. El especial aprecio que César había mostrado siempre hacia Bruto, incluso cuando éste se puso del lado de Pompeyo, había servido para alimentar aún más las especulaciones.

Fuera cual fuese la relación, Bruto estaba entre los hombres que César había elegido para ocupar diversos puestos cuando inició la reconstrucción del gobierno. En aquel momento, Bruto era el pretor de la ciudad, pero el año siguiente partiría hacia Macedonia con el cargo de gobernador provincial. Teniendo en cuenta que la campaña que César pensaba iniciar en Partia podría mantener al dictador alejado de Roma durante un periodo indefinido, los nombramientos no se habían hecho por el periodo habitual de un año, sino para cinco años.

Bruto era además un miembro clave del Senado, por lo que Lucio pensó que tal vez ya habría salido de casa y hubiera emprendido camino hacia el Campo de Marte para asistir a la reunión del Senado que iba a tener lugar en el salón de actos del Teatro de Pompeyo. Pero Bruto seguía aún en casa, a buen seguro, pues cuando Lucio se aproximó vio entrar por la puerta principal a varios hombres vestidos con las características togas con ribete rojo de los senadores. Lucio supuso que estarían reuniéndose allí para salir juntos en grupo en dirección al salón de actos. No era el momento más adecuado para hacerle una visita a Bruto. Pero, igualmente, Lucio siguió caminando hacia la casa de éste De pronto oyó un sonido de pasos a sus espaldas. Un numeroso grupo de hombres se puso a su altura y enseguida lo superó. Lucio no vio más que una nube de togas y algunos rostros que le resultaban familiares. Pese a que estaba seguro de que algunos senadores lo habían reconocido, ninguno de ellos lo saludó. Apartaron la vista al verlo. Y mientras seguían andando y comentando entre ellos, creyó oír mencionar su nombre. Todo le parecía muy extraño.

Los senadores llegaron a casa de Bruto, llamaron a la puerta y desaparecieron en su interior.

Lucio llegó al umbral a continuación y se quedó mirando la puerta sin saber qué hacer. ¿Qué sucedía en casa de Bruto? Algo no marchaba como debía. Pensó que los senadores podían ser portadores de malas noticias… ¿algo relacionado con César, quizá? Lucio se armó de valor y llamó a la puerta.

Se abrió una mirilla. Lucio dio su nombre. Un par de ojos lo examinaron de arriba abajo sin pestañear. Se cerró la mirilla. Lucio estuvo tanto tiempo esperando que llegó a la conclusión de que se habían olvidado de él y decidió marcharse. Pero la puerta se abrió justo en aquel momento. Un esclavo de mirada sombría lo hizo pasar al vestíbulo.

–Espera aquí -dijo el esclavo, y desapareció acto seguido.

Lucio empezó a deambular de un lado a otro del vestíbulo. Examinó los bustos de los antepasados en sus nichos, prestándoles escasa atención, hasta que se fijó en uno que ocupaba un lugar de honor entre todos ellos al estar colocado en un nicho especial y flanqueado por candelabros con velas encendidas. La máscara parecía muy antigua. Era una cara famosa, conocida por todos los romanos gracias a las estatuas públicas que había repartidas por toda la ciudad.

–No es más que una copia, naturalmente -dijo una voz-. Las máscaras de cera no duran eternamente y más de una rama de la familia la reclama, de modo que ha habido duplicados. Aun así, ésta en concreto es muy antigua y muy sagrada, como puedes imaginar. Las velas están siempre encendidas, día y noche.

Era Bruto quien hablaba. Con la curiosidad despierta para ver si podía detectar algún parecido, Lucio miró el rostro de Bruto y la cara de su famoso antepasado y tocayo, el que fuera sobrino del último rey, Tarquinio, quien se vengó de la violación de Lucrecia, quien ayudó a derrocar la monarquía, quien se convirtió en el primer cónsul y quien presenció la muerte de sus hijos por haber traicionado la República.

Lucio frunció el entrecejo.

–Por lo que veo, no os parecéis en nada. – ¿No? Aun así, pienso que podríamos compartir un destino similar. En cualquier caso, su ejemplo me inspira, sobre todo hoy ¿Tendría fiebre Bruto? Le parecía a Lucio que sus ojos brillaban con un resplandor poco natural. – ¿Por qué has venido? – dijo Bruto.

–No lo sé muy bien. Pasaba por casualidad. Vi que llegaban visitas. Pensé que algo… que quizá algo iba mal…

Sus palabras se desvanecieron cuando vio aparecer a otro hombre detrás de Bruto. Cayo Casio Longino era el cuñado de Bruto, casado con su hermana. Era uno de los senadores que había pasado corriendo por la calle. Lucio lo saludó.

–Buenos días, Casio.

Casio no le devolvió el saludo. Le susurró algo a Bruto al oído. Se le veía tenso y estaba muy pálido.

Intercambiaron más cuchicheos y lanzó miradas furtivas a Lucio. Era como si estuviesen discutiendo sobre algún asunto y tratando de tomar una decisión. Lucio empezó a ponerse nervioso con tantas miradas de escrutinio.

Bruto agarró a Casio por el brazo y se lo llevó a un rincón del vestíbulo, pero pese a que sólo murmuraban, Lucio alcanzó a escucharlo. – ¡No! Ya hemos llegado a un acuerdo… César y sólo César. ¡Nadie más! De lo contrario, no demostraríamos ser mejores que…

Casio lanzó una gélida mirada a Lucio, acalló a Bruto con un siseo y tiró de él para seguir hablando en la habitación contigua.

Lucio no sabía si seguían aún cuchicheando, pues su corazón latía con tanta fuerza que le resonaba en los oídos y no pudo escuchar nada más. Miró hacia la puerta de entrada. El paso estaba bloqueado por el esclavo de rostro sombrío. Aparecieron entonces más esclavos procedentes del atrio, seguidos por Bruto. – ¡No le hagáis daño! – gritó Bruto-. Sólo quiero que lo inmovilicéis. Tendrá que quedarse aquí hasta que…

No había tiempo para pensar. Un escalofrío de pánico recorrió el cuerpo de Lucio y lo llevó a actuar por puro instinto. Se abalanzó hacia la puerta, pero una serie de manos le sujetaron los brazos y los hombros. Intentó escabullirse de ellas, pero las manos lo agarraron con más firmeza. Se liberó haciendo uso de todas sus fuerzas, se volvió y enseñó los puños. Conectó un golpe con los nudillos en la mandíbula de uno de los esclavos y la sacudida le dejó el brazo dolorido. El esclavo se balanceó y lo golpeó en el hombro. Lucio le dio entonces en plena cara. El esclavo se tambaleó y cayó hacia atrás, con la nariz sangrando.

En aquel momento, sólo se interponía en su camino el esclavo que cerraba la puerta. Lucio corrió hacia él, bajó la cabeza y le estampó un cabezazo en el estómago. El esclavo lanzó un alarido de dolor y se inclinó hacia delante, llevándose las manos al vientre. Lucio lo apartó, consiguió abrir la puerta y salir a la calle.

Pensó en correr hacia la casa de César, pero la calle estaba llena de hombres que le cortaban el paso. Dio media vuelta y echó a correr en dirección contraria, alejándose del Foro, alejándose del Campo de Marte y del teatro de Pompeyo.

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