Lucio se sintió sobrecogido ante la grandeza de aquella visión. Y adulado porque César se la hubiera confiado. Pero César no había acabado todavía.
–Un imperio así no ha existido jamás; ni siquiera el imperio de Alejandro llegó a ser tan vasto.
Y, naturalmente, después de su muerte, los territorios que Alejandro conquistó no se mantuvieron unificados, sino que se dividieron entre sus herederos en medio de una gran confusión y de un tremendo baño de sangre. Ptolomeo, el general de Alejandro, se llevó la mejor parte al tomar Egipto; la reina Cleopatra es su descendiente directa. ¿Y qué será del imperio de Roma cuando yo muera, Lucio? ¿Será un único reino con un único gobernante? ¿Se verá cuidadosamente dividido en muchos reinos aliados entre sí? ¿O quedará fragmentado en reinos rivales en guerra? – ¿No podría volver a ser una república, tío?
César sonrió, como si estuviera maquinando alguna idea misteriosa.
–Todo es posible, supongo… ¡incluso eso! Ningún hombre de mi generación sabría cómo hacer funcionar la República, pero a lo mejor más adelante habrá hombres que sepan hacerlo. Pero mientras, prevengo el futuro. Hago lo posible para trazar el camino hacia él. Tal vez viva hasta una edad muy avanzada y encuentre un medio para transmitir mi legado intacto; pero también podría darse el caso de que muriera esta misma noche, tal y como murieron mi padre y mi abuelo, como consecuencia de un achaque repentino asestado por los dioses sin previo aviso. En estos momentos, mi testamento está repartido entre mis herederos y, naturalmente, tú te encuentras entre ellos, Lucio.
Pero si mi poder perdura y mis planes llegan a fructificar, será necesario llevar a cabo preparativos más complejos.
–Te cuento todo esto, Lucio, porque podría ser que los dioses tuvieran en mente para ti un destino muy especial. Por tu linaje de los Julio, eres descendiente de Venus, igual que yo. Por parte de padre, posees uno de los nombres más antiguos de la historia de Roma. Los Pinario son un linaje muy antiguo… pero tú, Lucio, eres muy joven. No has conseguido nada, todavía; pero tampoco has cometido errores. Prepárate. Seme fiel. Demuestra tu valía en la batalla. Observa la conducta de otros hombres; adopta sus virtudes y evita sus vicios. Estoy pensando concretamente en Antonio. Sé que te sientes unido a él. Pero de ti depende convertirte en un hombre mucho mejor que él.
Lucio frunció el entrecejo.
–Tú confías mucho en Antonio.
–Así es. Pero no estoy ciego ante sus defectos.
Habiendo alcanzado tal grado de confianza con César, Lucio se sintió envalentonado para preguntarle sobre el incidente que había tenido lugar un mes antes, cuando en el transcurso de las Lupercalia, Antonio le había ofrecido tres veces la corona a César.
–Tú estabas presente -dijo César-. Viste todo lo que sucedió. ¿Qué opinas?
–Creo que escenificasteis el incidente como si fuese una obra de teatro para tantear la reacción de los ciudadanos ante una corona. Cuando visteis que había tantos que lo desaprobaban, los tranquilizaste diciéndoles que no tenías ningún deseo de ser su rey.
César asintió.
–En política, la realidad y las apariencias tienen una importancia equivalente. No puedes ocuparte de una y descuidar las otras. Un hombre tiene que decidir tanto lo que es, como lo que los demás creen que es. Lo de las coronas y los títulos es un tema complicado. ¿Te cuento otro secreto?
Lucio movió afirmativamente la cabeza.
–Mañana, antes del debate para la solicitud de la orden para invadir Partía, uno de los senadores leales a mi causa anunciará algo relacionado con los Libros Sibilinos. Al parecer, los sacerdotes encargados de interpretar los versos han descubierto un párrafo de lo más destacable que indica que sólo un rey podrá conquistar a los partos. Rechacé la corona que Antonio me ofreció durante las Lupercalia, con la aprobación del pueblo. Pero ¿qué sucedería si el Senado implorara a César que aceptara un título real para garantizar la conquista de Partia?
–Entonces, ¿te convertirás en rey? – dijo Lucio-. ¿Y eso será mañana?
César sonrió con cautela.
–El plan es el siguiente: el Senado declarará que César es el rey de todas las provincias romanas que se encuentran fuera de Italia, separadas por tierra o por mar. Este tecnicismo satisfará tanto la necesidad de autoridad de César, como la necesidad del Senado y de los ciudadanos de considerarse libres de un rey. César será el rey del resto del mundo, en nombre de Roma.
Lucio puso mala cara.
–Augurios y presagios, y los Libros Sibilinos… ¿son simplemente herramientas en manos de los hombres? ¿No expresan acaso la voluntad de los dioses?
–Tal vez ambas cosas sean ciertas. Los augurios y todo lo demás son herramientas, sí; y el hombre que domina dichas herramientas lo hace porque disfruta del favor de los dioses. Resulta destacable la frecuencia con que la voluntad divina coincide con los proyectos de los hombres de éxito. – César sonrió-. Naturalmente, no todos los presagios son favorables. ¡Si hiciera caso a todas las advertencias que escucho por parte de todos y cada uno de los adivinos que aparecen en todas y cada una de las esquinas de Roma, no saldría nunca de casa, ni me aventuraría a dirigirme mañana al Senado de Roma! – ¿Has recibido alguna advertencia en concreto? – ¡Tantas que ni podría contártelas todas! Estrellas fugaces, cabras nacidas con dos cabezas, estatuas que lloran, cartas escritas en la arena de manera misteriosa… en el transcurso del último mes me han llamado la atención sobre todo tipo de augurios. Algunas de estas advertencias citan específicamente los idus de martius como un día de malos presagios. Ésa es una de las razones por las que Antonio ha estado últimamente comportándose como una madre protectora. Piensa que debería andar constantemente rodeado por guardaespaldas. Pero César ha decidido ignorar esos supuestos augurios y hacer lo que desea.
Su tranquila conversación se vio de pronto interrumpida por un vocerío procedente de una calle secundaria. Un grupo de hombres se acercaba directamente hacia ellos. César agarró a Lucio por el brazo y lo arrastró hasta el umbral de una puerta.
Los hombres se pusieron a cantar, en voz alta y desafinando. Era evidente que estaban borrachos.
Uno de ellos divisó las dos figuras en la sombra de la puerta y se acercó a mirarlos. – ¡Por las bolas de Numa! Si es el descendiente de Venus en persona… ¡nuestro amado dictador! – ¿Quién? – gritó uno de sus compañeros. – ¡Cayo Julio César! – ¡Mentiroso! – ¡No, lo juro! Venid a comprobarlo por vosotros mismos.
Los hombres se amontonaron junto a la puerta. Se quedaron sobrecogidos por un instante al reconocer a César, pero iniciaron una serie de gestos burlescos haciendo reverencias y postrándose a sus pies. – ¡Rey César! – exclamaron-. ¡Aclamad todos al rey! César no se amedrentó. Sonrió y elegantemente acusó recibo de sus gestos con un movimiento afirmativo de cabeza.
Uno de ellos dio un traspiés y mantuvo el equilibrio extendiendo los brazos, imitando una crucifixión. – ¡Mírame! ¡Soy un pirata! ¡Oh, gran César, ten piedad de mí! Otro, se subió la túnica para ocultar la cabeza. – ¡Mírame! ¡Soy Pompeyo a su llegada a Egipto! ¡Piadoso César, devuélveme mi cabeza! – ¡Y yo soy la reina del Nilo! – dijo otro, caminando de manera amanerada y escondiendo las manos en el interior de la túnica para dar la sensación de que tenía unos pechos enormes-. ¡Hazme tuya, gran César! ¡Nuestro hijo será el próximo rey de Egipto!
Siguieron con sus bromas durante un rato y luego parecieron olvidarse del tema. Despidiéndose con la mano, prosiguieron su camino y entonaron otra canción. Sólo cuando desaparecieron, César relajó la mano que en todo momento había estado sujetando el brazo de Lucio.
Lucio observó el rostro de su tío abuelo bajo la luz de la luna. Los ojos de César brillaban con una emoción peculiar. Aunque fuera por un breve instante, César había sentido un momento de auténtico miedo. El suceso no lo había dejado ni airado ni conmocionado, sino alegre.
El día siguiente eran los idus de martius.
Lucio se despertó empapado en sudor. La habitación estaba oscura. La débil luz azul que precede el amanecer perfilaba los postigos cerrados sobre la ventana. A lo lejos cantaba un gallo.
Había tenido uno de aquellos sueños extraños en los que el protagonista tiene tanto el papel de participante como el de observador, en los que es consciente de que está soñando pero es incapaz de detener el sueño. En el sueño, César había muerto y se había congregado un auténtico gentío para escuchar la lectura de su testamento. En la escalinata del templo, una virgen vestal presentaba un pergamino y se lo entregaba a Marco Antonio. Antonio desenrollaba el documento y procedía a su lectura. Lucio estaba situado en las primeras filas pero, por mucho que aguzara el oído, no podía escuchar los nombres que anunciaban. El rugido de la muchedumbre era ensordecedor. Quería pedir a la gente que se callara, pero no podía abrir la boca para hablar. Ni podía moverse. Antonio seguía leyendo, pero Lucio no podía oírlo, ni hablar, ni moverse.
El sueño no era exactamente una pesadilla, pero aun así se despertó conmocionado y empapado en sudor. Se levantó tambaleante de la cama y abrió los postigos. El gallo volvió a cantar. Desde su ventana se veía un amasijo de tejados, las agujas irregulares de los cipreses y también un pedacito del templo de Júpiter, en la cima del Capitolio, reconstruido después de que fuera destruido por un incendio en la época de Sila. La escena estaba bañada por una luz muy suave, como si el mundo estuviera hecho de un mármol antiguo y erosionado por el paso del tiempo, sin color ni perfiles definidos.
Lucio llenó los pulmones de aire fresco. La capa de sudor se evaporó de su piel, dejándolo con piel de gallina. El sueño había sido agobiante y perturbador, pero por fin estaba despierto. El mundo estaba tal y como lo había dejado, y el primer rayo de sol sobre los tejados marcaba el principio de un día como cualquier otro.
Pero aun así, en cuestión de horas, César recibiría la aprobación del Senado para iniciar la conquista de Partia. Sería declarado rey de todas las provincias más allá de Italia. La edad de la República tocaría a su fin y empezaría una nueva época.
Ansioso por salir de su habitación y dejar atrás su desasosegado sueño, Lucio se vistió rápidamente. Se puso su mejor túnica, una de color azul con ribete amarillo, y se calzó su mejor par de zapatos. Cuando la gente empezara a vitorear la decisión de César de librar la guerra contra Partia, no estaría bien que su joven pariente se encontrara vestido con prendas que utilizaba a diario.
Salió de su casa y caminó durante un rato sin rumbo fijo, observando el despertar de la ciudad.
En las grandes mansiones del Palatino, los esclavos abrían las puertas principales para ventilar los vestíbulos, apagaban las lámparas que habían estado alumbrando toda la noche y barrían las entradas. Lucio vislumbró a lo lejos, entre dos casas, el Foro Boario y la orilla del Tíber. En el mercado, los comerciantes empezaban a instalar sus tenderetes. Muchos habían preparado cestas especiales llenas de comida. Los clientes empezaban a hacer cola para comprar. Lucio había olvidado por completo que era el día de la festividad de Anna Perenna, un festejo que únicamente celebraban los plebeyos.
Anna Perenna era la diosa bruja, representada siempre con pelo gris, cara arrugada y joroba, vestida con manto de viaje y cargada con cestas llenas de comida. Su leyenda se remontaba a los inicios de la República, cuando los plebeyos protagonizaron la primera secesión, retirándose en masa de la ciudad como protesta por los privilegios especiales de los patricios y para exigir la creación de la figura del tribuno para proteger sus intereses. Cuando los plebeyos se quedaron sin provisiones, apareció una anciana que dijo llamarse Anna Perenna cargada con cestas de comida.
Por mucha comida que la gente se llevara de sus cestas, éstas permanecían milagrosamente llenas y, de este modo, los plebeyos nunca pasaron hambre.
Después de la secesión, Anna Perenna desapareció y nunca nadie volvió a saber de ella. El día consagrado a su memoria, los idus de martius, las familias plebeyas salían de la ciudad para comer al aire libre a orillas del Tíber. Preparaban sus propias cestas llenas de comida o las compraban ya listas en el mercado. Montaban tiendas y extendían mantas sobre el suelo. Los niños jugaban en la hierba con pelotas y palos. Las parejas se cortejaban bajo las pérgolas. La gente comía y bebía hasta no poder más y después sesteaba a orillas del río. Al caer el sol, las familias plebeyas regresaban a la ciudad en una informal procesión y entonando canciones en honor a Anna Perenna.
La festividad apenas significaba nada para Lucio. Siendo patricio, nunca había tomado parte en la misma. Pero aquel día, paseando por el Foro, viendo a las familias dirigirse hacia el río cargadas con sus cestas de comida, sus mantas y sus juguetes, no pudo evitar contagiarse del ambiente festivo. Más gracia le hizo aún pensar que, de entre todos aquellos juerguistas despreocupados, sólo él sabía que aquel día acabaría convirtiéndose en una jornada trascendental y memorable gracias a las peticiones especiales que César plantearía al Senado.
Pensando en César, Lucio se encaminó directamente a la zona situada al norte del antiguo Foro, donde en los últimos años su tío abuelo había hecho limpiar y reconstruir una parcela de gran extensión a la que había dado su nombre. El Foro Juliano estaba rodeado por un inmenso pórtico rectangular con relucientes columnas de mármol. En uno de sus extremos se alzaba el nuevo templo consagrado a Venus, construido en mármol macizo, el cumplimiento de un juramento que César había hecho a la diosa antes de su victoria en Farsalia. Delante del templo había una fuente decorada con ninfas. Dominando la plaza abierta, se alzaba una magnífica escultura de César con armadura de batalla y montado a lomos de un corcel blanco.