Un día llegó un visitante a la casa, rodeado por numerosos guardaespaldas. Era un hombre atractivo con una mata de cabello dorado. Lucio lo reconoció: Crisógono, un actor que se había convertido en uno de los favoritos de Sila. Sila había sentido debilidad por los actores desde muy joven, y especialmente por los rubios. Crisógono iba vestido con una túnica de rico tejido de color verde con bordados plateados. La prenda debía de haber costado una fortuna, pensó Lucio. Se preguntó quién habría muerto para que el amante de Sila pudiera lucirla.
–No me quedaré mucho tiempo -dijo Crisógono, examinando el vestíbulo con una mirada acostumbrada a ello, como si estuviese inspeccionando una propiedad que algún día podría llegar a ser suya-. Mi amigo Félix te envía un mensaje.
Lucio apenas pudo reprimir su repugnancia al oír a un antiguo esclavo y actor hablar con tanta familiaridad del hombre más poderoso de Roma. Crisógono, intuyendo su desdén, le clavó una fría mirada. Lucio notó una tremenda sequedad en la boca. – ¿Qué dice Sila?
–El hermano de tu esposa será perdonado… -¿Estás seguro? – Julia, que se había mantenido hasta entonces fuera de la vista de los visitantes, corrió a situarse junto a Lucio. – ¿Me permitirás terminar? – Crisógono levantó una ceja-. Cayo Julio César será perdonado… pero sólo con la condición de que mi amigo Félix pueda tener un encuentro personal con él. – ¿Para poder ver con sus propios ojos cómo decapitan al chico? – espetó Lucio.
Crisógono le lanzó una mirada funesta.
–El dictador vendrá a verte esta noche. Si desea sinceramente recibir el perdón del dictador, el joven César tendrá que estar aquí. – Con un teatral saludo, Crisógono dio media vuelta y se marchó rodeado por sus guardaespaldas.
Aquella noche, se presentó una comparsa festiva delante de la casa de Lucio. Crisógono estaba entre sus integrantes, junto con otros actores y mimos, hombres y mujeres; reían y bromeaban entre ellos, como si hubieran salido a pasear y divertirse bajo la luz de las antorchas. Los guardaespaldas parecían más unos matones y alborotadores callejeros que serios y sobrios lictores. La sobriedad era un bien escaso. Varios miembros del grupo estaban claramente borrachos.
Lucio movió la cabeza, preocupado, cuando observó el grupo a través de la mirilla de la puerta principal.
Sila acababa de llegar en una litera con cortinas rojas portada por una falange de fornidos esclavos. Uno de ellos se colocó a cuatro patas para que el dictador pudiera utilizar su espalda a modo de escalón para descender de la litera a la calle. Al verlo, Lucio ahogó un grito, horrorizado de que el destino de la República y sus ciudadanos estuviera en manos de un ser tan decadente. Sila, que en su día había sido un hombre musculoso, la pura imagen de un deslumbrante general romano, se había convertido en un hombre gordo y con papada. Siempre había tenido una tez salpicada de manchas -«moras cubiertas con harina de avena», según la describían algunos-, pero a sus defectos se sumaba ahora una auténtica madeja de venas rojizas.
El dictador aporreó la puerta. Lucio dio un paso atrás, indicó con un ademán a un esclavo que abriera e irguió su cuerpo a la espera de recibir al visitante. Sila pasó por su lado y cruzó el vestíbulo sin pronunciar palabra, solo, sin ningún guardaespaldas. ¿Se creería invulnerable? Al fin y al cabo, él mismo se había puesto el apodo de Félix.
Cayo lo esperaba en el atrio. Físicamente, el joven no podía presentar mayor contraste con el dictador. Delgado por naturaleza, de rostro alargado, la enfermedad había dejado a Cayo más flaco si cabe y sus luminosos ojos brillaban como consecuencia de la fiebre. Se había levantado y mantenía el cuerpo erguido, los hombros echados hacia atrás y la barbilla alta. Para la ocasión, se había vestido con una toga que le había prestado Lucio. Pero incluso con los pliegues y los recogidos que le había arreglado Julia, le quedaba muy holgada.
Lucio se hizo a un lado mientras Sila lanzaba una prolongada mirada de evaluación hacia Cayo.
Se acercó un poco más.
–De modo que éste es el joven César -dijo por fin-. Te miro, y me devuelves la mirada.
Arrugo el entrecejo, pero no palideces. ¿Quién te crees que eres, joven?
–Soy Cayo Julio César. Soy hijo de mi padre, que fue pretor. Soy descendiente de los Julio, una antigua casa patricia. Nuestro linaje se remonta hasta Venus.
–Tal vez. Pero cuando te miro, joven, veo a otro Mario. Lucio contuvo la respiración. El corazón le retumbaba en el pecho. ¿Pretendía Sila matar a César con sus propias manos?
El dictador rió.
–Pese a todo, he decidido perdonarte la vida, y así lo haré… siempre y cuando mis condiciones queden satisfechas.
Lucio dio un paso al frente.
–Dictador, has pedido reunirte personalmente con el joven César, y aquí está. ¿Qué más…?
–Primero y ante todo -interrumpió Sila, dirigiéndose a Cayo-, debes divorciarte de tu esposa, Cornelia. Y después…
–Jamás. – Cayo permaneció inmóvil. Su rostro no traslucía emoción alguna, pero su tono de voz era inflexible.
Sila levantó una ceja. Su carnosa frente estaba llena de arrugas.
–Lo repito: debes divorciarte de Cornelia. Tu matrimonio reúne las casas de mis enemigos Mario y Cinna. No puedo permitir una unión así…
–Me niego. – ¿Qué?
–Me niego. Ni siquiera un dictador puede exigir esto a un ciudadano romano.
Sila lo miró sin comprenderlo. Su colorado semblante enrojeció aún más. Movió lentamente la cabeza en sentido afirmativo.
–Entiendo.
Lucio se rodeó el cuerpo con los brazos. Palpó el puñal debajo de la toga y se preguntó si en un momento dado tendría el coraje necesario para utilizarlo. ¿En qué estaría pensando Cayo al dirigirse a Sila de aquella manera? Tenía que ser la fiebre que le hacía deliran Y entonces Sila se echó a reír a grandes carcajadas.
Cuando por fin dejó de reír, habló con perplejidad. – ¿Es a Mario a quien veo en ti, joven… o a mí mismo? ¡Me lo pregunto! Muy bien, entonces, podrías conservar tu cabeza y también a tu esposa. Pero a cambio de este favor, me parece justo que algún miembro de tu familia vuelva a contraer matrimonio para complacerme. – Sila miró por encima del hombro. Por primera vez desde que había entrado en la casa, miró directamente a Lucio-. ¿Qué me dices de ti? – ¿Yo, dictador?
–Sí, tú. ¿Qué relación tienes con este joven? ¿Eres su cuñado?
–Sí, dictador -¿Y dónde está la hermana del chico, tu esposa? Me imagino que estará rondando por aquí, es lo que siempre suelen hacer ¡Sal de ahí, mujer! Ven al atrio donde yo pueda verte.
Julia salió de un rincón exhibiendo un aspecto humilde. – ¡Si es la viva imagen de su hermano! Muy bien, puede ocupar su lugar. Tú y este hombre de aquí… ¿Me repites tu nombre?
–Lucio Pinario, dictador -Tú y Lucio Pinario os divorciaréis enseguida. Teniendo en cuenta que es un matrimonio patricio, hay que observar ciertas formalidades. Os doy dos días, no más. ¿Me habéis entendido los dos?
–Dictador, por favor -musitó Lucio-. Te lo suplico…
–Una vez disuelto el matrimonio, no me importa lo que hagas, Pinario. Pero tú, Julia, tienes que volver a casarte enseguida. Eres la sobrina de Mario, igual que tu hermano es su sobrino, y tengo que controlar a todos los integrantes de la familia Julia. ¿Con quién te casaremos? Déjame pensar -Se dio un golpecito en la frente y chasqueó los dedos-. ¡Quinto Pedio! Sí, es el tipo adecuado. – ¡Ni siquiera lo conozco! – dijo Julia. Estaba a punto de echarse a llorar. – ¡Pues pronto lo conocerás, y muy bien! – Sila esbozó una amplia sonrisa-. Bien, todo arreglado. El nombre del joven César será excluido de las próximas listas de proscripción. Incluso así, te aconsejo que te ausentes una temporada de la ciudad; los accidentes ocurren. El joven César podrá conservar así a su esposa y vosotros dos os divorciaréis…
–Dictador…
–Llámame Félix, por favor.
–Lucio Cornelio Sila… Félix… te suplico que lo reconsideres. Mi esposa y yo nos amamos profundamente. Nuestro matrimonio es un… -Quería declarar que su matrimonio había sido un enlace por amor, pero le parecía obsceno hablar de amor enfrente de Sila-. Tenemos un hijo pequeño. Se amamanta aún del pecho de su madre…
Sila se encogió de hombros.
–Que el niño se quede entonces con su madre. No tendrás ningún derecho sobre él. Que lo adopte Quinto Pedio.
Lucio lanzó un grito sofocado, demasiado aturdido como para poder hablar. Julia empezó a sollozan Cayo dio un paso al frente, tambaleándose. Estaba blanco como la tiza.
–Dictador, veo que he hecho mal en oponerme a tu propuesta. Haré lo que me has pedido. Me divorciaré de Cornelia… -¡No harás nada de eso!
–Dictador, nunca fue mi intención…
–Tus intenciones no valen aquí para nada. La que prevalece es mi voluntad. Se te ha perdonado la vida. Tu matrimonio continúa. Pero tu hermana y su esposo se divorciarán. – Se volvió hacia Lucio-. ¡O eso, o haré poner tu nombre en las listas de los proscritos, Pinario, y colgaré tu cabeza de una estaca!
Con una reverencia dramática, digna de Crisógono, Sila dio media vuelta y salió de la casa. Su séquito lo recibió con vítores y risas de borrachera. Un esclavo cerró rápidamente la puerta para acallar el escándalo.
Lucio se quedó con la mirada clavada en el suelo.
–Después de tantos esfuerzos… de todos nuestros… sacrificios… de nuestras noches en vela… del soborno que pagué a Fagites… la humillación…
–Cuñado -susurró Cayo-, nunca imaginé… -¡No me llames así! ¡Ya no soy tu cuñado!
En el cuarto de los niños, el bebé empezó a llorar. Julia cayó de rodillas, llorando también.
Lucio miró fijamente a Cayo.
–Julia y yo tenemos que pagar ahora el precio de tu orgullo. Para salvar tu cuello y conservar tu preciosa dignidad, nosotros debemos perderlo todo. ¡Todo!
Cayo abrió la boca, pero no encontró nada que decir. – ¡Nos la debes! – gritó Lucio, señalando a Cayo con el dedo-. ¡No lo olvides nunca! ¡Jamás, mientras vivas, olvides la deuda que tienes con mi hijo, y con los que serán sus hijos!
Poco a poco, mientras los hombres morían a miles o huían al exilio, el ritmo frenético de proscripciones decretadas por Sila fue decayendo, pero el dictador siguió gobernando Roma con puño de hierro.
El divorcio dejó a Lucio Pinario convertido en un hombre amargado y destrozado. Nadie le echó la culpa de su desgracia. Sus amigos, muchos de los cuales también habían sufrido grandes penalidades, hicieron todo lo posible por consolarlo y elogiaron incluso su sacrificio. «Hiciste lo que tenías que hacer, salvar la vida de un hombre», decían. «Lo hiciste por tu hijo y por tu esposa; de haber desobedecido, Sila te habría proscrito y tu familia habría quedado en situación de indigencia».
Pero no había argumento capaz de aliviar la angustia y el remordimiento de Lucio. Había perdido a su familia intentando salvarla. Había renunciado a su dignidad para conservar la cabeza.
El nuevo esposo de Julia, Quinto Pedio, no hizo nada para impedir que Lucio viera a su hijo, o a Julia, pero Lucio estaba tan avergonzado que era incapaz de enfrentarse a ellos. Doblegarse delante de un dictador reducía a cualquiera a un estado que en poco superaba al de un esclavo; un romano sin honor no era un romano.
Sería mejor, decidió, si sus seres queridos lo consideraban un hombre muerto. Que Julia fuese una viuda que se había vuelto a casar. Que su hijo fuera un huérfano. Habría sido mucho mejor que Lucio hubiese muerto. ¡Ojalá se hubiese contagiado de las fiebres de Cayo y muerto como consecuencia de ello!
De modo que, igual que si hubiera muerto, legó prematuramente a su hijo una herencia muy preciada: el fascinum dorado que llevaba incontables generaciones con la familia. El amuleto estaba muy gastado, su forma era apenas reconocible. Pero, igualmente, Lucio se lo hizo llegar a Julia junto con una oración para que protegiese al hijo de ambos de un desastre como el que había asolado a su padre. El talismán debería ser transmitido a la siguiente generación.
Sin ningún deseo de volver a casarse, deprimido y desesperado, continuó viviendo solo en su casa del Palatino.
En cuanto a Cayo, siguió el consejo de Sila y abandonó Roma tan pronto como recuperó fuerzas para viajar. Aceptó un destino militar en la costa del Egeo, bajo el mando del pretor Minucio Termo.
Lucio pensaba en Cayo lo menos posible, pero un día, cruzando el Foro, pasó junto a un grupo de hombres que estaban charlando y oyó de refilón a un extranjero mencionando el nombre de Cayo. Lucio se detuvo a escuchar.
–Sí, Cayo Julio César -repitió el hombre-, aquel cuyo padre cayó muerto hará un par de años. – ¡Pobre chico! Me imagino que el rey Nicomedes debe recordarle la gallarda figura del padre, pero ningún romano debería jamás doblegarse para satisfacer a otro hombre, ni siquiera a un rey. – ¡Sobre todo a un rey!
El comentario fue seguido por una risotada obscena. Lucio se acercó a ellos. – ¿De qué habláis?
–De las escapadas del joven César por Oriente -dijo uno de los chismosos-. El pretor Termo le mandó a Bitinia en una misión en la que tenía que encontrarse con el rey Nicomedes. Cuando César llegó allí, ya no se quiso marchar. Al parecer, se llevó enseguida muy bien con el rey, no sé si me explico… Esa vida regalada que se lleva en la corte real trastornó un poco al chico… y Nicomedes es un tipo atractivo, a juzgar por sus monedas. Termo se ha quedado como un marido desairado y envía un mensajero tras otro exigiendo el regreso de César, ¡pero César no soporta la idea de abandonar la cama del rey! – ¿Cómo es posible que sepáis estas cosas? – espetó Lucio-. Que César se demore en una misión podría tener un centenar de explicaciones distintas… -¡Por favor! – El chismoso puso los ojos en blanco-. Todo el mundo habla del asunto. ¿No has oído el último chiste? Sila le permitió conservar la cabeza… ¡pero Nicomedes se ha llevado su virginidad!