Roma (63 page)

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Authors: Steven Saylor

Tags: #Fiction, #Historical, #General Interest

BOOK: Roma
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Todos los invitados habían oído ya aquella historia durante la campaña para las elecciones. Pero al oírla de nuevo en aquel momento feliz, irrumpieron en un clamoroso aplauso y muchos lloraron.

Concluido su discurso de la victoria, Cayo se paseó entre los invitados, dando las gracias personalmente a todos ellos. Después se retiró a un rincón tranquilo con su madre, su esposa, Menenia y Lucio. – ¡Qué refinado te has vuelto! – dijo Menenia-. ¿Sabes? Pienso que eres aún mejor orador que tu hermano. ¡Si Blosio pudiera oírte! Me siento orgullosa de que honres su nombre en tus discursos.

–A mí me produce escalofríos oír esa historia de tu sueño con Tiberio -dijo Cornelia-.

Hablar tan a la ligera de los muertos…

–Es una gran historia, madre. Ya viste cómo les gusta, y siempre que la explico obtengo la misma reacción. Además, es cierta. El sueño fue real, y cambió mi vida.

–Pero profetizar tu propia muerte…

–Aquí no hay ninguna visión de un oráculo. ¡Por supuesto que moriré sirviendo al pueblo! A lo mejor mientras hago un discurso en el Foro, a lo mejor dormido en la cama, a lo mejor mañana, o a lo mejor de aquí a cincuenta años. Como Tiberio, soy patriota y político. ¿Cómo puedo morir si no es al servicio de Roma? – ¡Oh, Cayo, qué cinismo! – Cornelia arrugó la nariz, pero su locuaz respuesta la dejó claramente aliviada.

Lucio, en secreto, también se sintió aliviado. A lo mejor el cinismo de Cayo era exactamente la cualidad que podía mantenerlo con vida.

122 A. C.
–¿Pero dónde está todo el mundo? – Lucio dio una vuelta al peristilo, inspeccionando el exuberante jardín y asomando la cabeza por las distintas estancias que lo rodeaban.

La nueva casa de Cayo en el barrio de la Suburra era más grande pero no tenía el encanto de la casa solariega de los Graco en el Palatino. Para su segundo periodo electoral consecutivo como tribuno, Cayo había decidido expresamente alejarse de su madre y del Palatino, con sus opulentas residencias. Como nuevo hogar había elegido una casa laberíntica, aunque desvencijada, en el humilde barrio de la Suburra, con la intención de ubicarse personalmente entre los ciudadanos de a pie que mayor apoyo le daban.

Lucio había comprendido las motivaciones políticas que habían impulsado a su amigo a realizar aquel traslado, pero el barrio, con prostitutas en cada esquina, veteranos de guerra mutilados mendigando por las calles y emanaciones de olores fétidos, seguía resultándole deprimente. ¿Por qué estaba vacía la casa? ¿Dónde estaban los contratistas e ingenieros del Estado, los embajadores extranjeros, los magistrados, los soldados y los eruditos que normalmente pululaban por la casa del Palatino durante el primer año de Cayo como tribuno, cuando su implacable programa legislativo y su infatigable energía lo establecieron como la persona con mayor poder en el Estado?

–Volverán -dijo Cayo, saliendo de detrás de una de las columnas del peristilo. Parecía inquieto, y también cansado. Acababa de regresar de pasar varias semanas en Cartago, donde se había desplazado para iniciar los trabajos previos de la que sería una nueva colonia romana. Había transcurrido una generación desde que Tiberio ganara la corona mural por escalar las murallas enemigas; los campos salados que rodeaban la devastada ciudad volvían a ser fértiles. La nueva colonia romana se llamaría Junonia. – ¿Qué tal todo… en Junonia? – preguntó Lucio.

–Veo que preguntas con cautela, Lucio. ¿Qué has oído por ahí? Lucio se encogió de hombros.

–Rumores.

–Y no de los buenos, me atrevería a decir. – Cayo suspiró-. Debo confesar que los auspicios que se dieron a conocer en la ceremonia de fundación fueron malos. Hubo fuertes vientos que partieron los estandartes y se llevaron volando los sacrificios que había encima de los altares. ¡Ese condenado viento! El sacerdote dijo oír en él las carcajadas de Aníbal.

–Y… dicen que los lobos destruyeron las señales que marcan los límites de la ciudad -dijo Lucio. – ¡Eso es una mentira redomada inventada por mis enemigos! – explotó Cayo. Cerró los ojos y respiró hondo-. ¿Dónde está Licinio con su flauta para tranquilizarme? Lo más importante es que, pese a todos los obstáculos, Cartago va a renacer como colonia de Roma. – Sonrió-. Si algún día te quedas sin proyectos de construcción de calzadas aquí en Italia, allí abajo tendrás mucho trabajo, Lucio. ¿Y qué has hecho tú mientras yo no estaba?

Lucio reflexionó su respuesta, feliz de poder cambiar de tema, y luego se echó a reír.

–Si tienes algo de qué reírte -dijo Cayo-, ¡compártelo entonces conmigo, por Hércules!

–Muy bien. Hace unos días estuve en el Foro Boario. Había una larga cola de hombres y mujeres con los vales para comprar su ración de cereales. ¿Y a quién veo en la fila pacientemente si no a ese viejo sapo de Pisón Frugi? – ¿A Pisón Frugi? ¡No puedo creerlo! – ¡Precisamente, al senador que con más vehemencia se opuso al establecimiento del subsidio para los cereales! Me quedé mirándolo boquiabierto un buen rato y al final le pregunté: «¿Cómo te atreves a beneficiarte de una ley a la que con tanta fuerza te opusiste?». – ¿Y qué te dijo?

–El viejo miserable me miró pestañeando y luego hizo un mohín. «Si ese ladrón de Cayo Graco me hubiera robado todos mis zapatos para repartirlos entre los ciudadanos y la única manera de recuperarlos fuera haciendo cola con todos los demás, lo haría, por una simple cuestión de principios. Lo que ése hace es sisar del tesoro para comprar cereales para sus acólitos. ¡De modo que sí, haré cola porque quiero recuperar todo lo que sea posible!».

Cayo movió la cabeza. – ¡Increíble! ¿Te has percatado de que los hombres que protestan con más fuerza contra los beneficios públicos siempre acaban abriéndose camino a empellones para ponerse en primera fila cuando esos beneficios se reparten? – ¡Es exactamente lo que yo pensaba! – ¿Y qué más ha sucedido en Roma durante mi ausencia? – Cayo formuló la pregunta en tono informal, pero su mirada subrayaba la importancia de la pregunta. Cuando vio que Lucio dudaba, refunfuñó exasperado-. ¡Vamos, Lucio, cuéntame lo peor! se trata de Livio Druso, ¿verdad? ¿Qué ha hecho ese malvado traidor?

El problema con el otro tribuno electo se había iniciado antes de que Cayo marchara para África.

La partida de Cayo debería haber estado marcada por un gran logro: la aprobación por parte de la asamblea popular de una ley que extendía la ciudadanía romana a todos los aliados de Italia. Pero en el último momento, el tribuno Livio Druso, que siempre había apoyado las reformas de Cayo, se había vuelto en contra de la legislación, apelando básicamente a los intereses de la chusma. – ¿Creéis que hoy en día es complicado encontrar un buen asiento en el teatro? – decía-. ¡Pues esperad a que todos los italianos vengan a la ciudad para ver nuestros festivales! ¿Os gusta hacer largas colas para asistir a los banquetes públicos o para obtener el subsidio del grano? ¡Entonces os encantará ver a todos esos italianos colándose delante de vosotros! ¿Queréis ver desaparecer todos y cada uno de vuestros privilegios sólo para que Cayo Graco pueda congraciarse con sus nuevos amigos? – Cuando Druso vetó la legislación, lo hizo con el apoyo popular. Fue una derrota dolorosa para Cayo justo en vísperas de su partida.

–Druso no se ha quedado con los brazos cruzados durante tu ausencia -admitió Lucio-. De hecho, se ha mostrado implacable en sus esfuerzos por socavar tu poder. Te ha acusado de explotar a los pobres… -¡Qué! – … porque tus leyes cobran una renta a la gente que desea obtener tierra de cultivo del Estado. – ¡Se trata de una renta nominal! Era una concesión necesaria para conseguir más soporte para la ley.

–Druso propone una legislación que permita a los pobres tierra de cultivo del Estado completamente gratuita. – ¿Y qué dicen a eso los reaccionarios chapados a la antigua del Senado?

–Apoyan a Druso en todo momento. ¿No lo ves? Druso es su testaferro. Al superarte en «graquismo», te roba tus seguidores. Tus enemigos están dispuestos a legislar contra sus intereses egoístas de manera temporal con tal de lanzarle algún hueso al populacho.

–Y en cuanto me hayan neutralizado, quedarán libres para escupirle al pueblo a la cara y actuar igual que antes.

–Exactamente. Por desgracia, los ciudadanos de a pie parecen incapaces de ver más allá de la fachada de Druso. Los ha ganado consintiendo todos sus caprichos.

Cayo dejó caer los hombros. Parecía tremendamente agotado.

–Durante mi primer año como tribuno, nada salió mal. ¡Pero en este segundo año, nada sale bien! Lo único que espero es que en mi tercer año… -¿Un tercer año como tribuno? Eso no es posible, Cayo. Te permitieron un segundo año sólo por el tecnicismo legal que Tiberio pretendía utilizar, la falta de candidatos para ocupar los diez puestos. Para sacarlo adelante fue necesaria la cooperación de hombres que en condiciones normales habrían sido tus rivales.

–Y lo mismo sucederá este año, ¡porque el pueblo lo exigirá! Lucio no pensaba lo mismo, pero se mordió la lengua.

121 A. C.
–Si pueden, me incitarán para que utilice la violencia. Eso es lo que quieren: arrinconarme, deshonrarme, llevarme a tal estado de desesperación que acabe devolviéndoles el golpe. Así podrán destruirme y afirmar que lo hicieron por el bien de Roma.

Cayo, nervioso, caminaba por el peristilo, dando vueltas al exuberante jardín de su casa en el barrio de la Suburra. Desde que no había conseguido obtener el puesto de tribuno por tercer año consecutivo, su posición era cada vez más precaria.

–Las elecciones fueron una farsa -dijo-, con abundantes irregularidades…

–Eso es agua pasada, Cayo. Ya lo hemos hablado muchas veces. El pasado, pasado está. – Lucio, a quien nunca le había gustado caminar mientras hablaba, permanecía quieto apoyado en una columna. Su desgaste era interno, nadie lo veía. ¿Cuándo dejaría Cayo de hablar sobre las elecciones que le habían robado? El hecho ineludible era que cuando llegó el día de las votaciones su apoyo había disminuido de forma considerable; la estrategia de debilitamiento de sus enemigos había funcionado tal y como ellos lo tenían planeado.

Después de las elecciones, durante sus últimos días en el puesto, la influencia de Cayo había seguido menguando. Su frustración había dado paso a la imprudencia.

–Lo admito, fue un error…

–Un error crucial. – … cuando ordené a mis seguidores demoler los asientos de madera construidos para aquella lucha de gladiadores. Tenía buenos motivos para hacerlo. Una zona de asientos de pago para los ricos tapa la visión de los pobres…

–Pero recurriste a la violencia.

–Fueron daños materiales. Nadie resultó herido grave.

–Incitaste los disturbios, Cayo. Jugaste el papel que querían tus enemigos. Dicen que eres un agitador peligroso, un demagogo violento. – Lucio suspiró. Habían hablado del tema muchas veces.

Ahora que Cayo había dejado su cargo, sus enemigos estaban revocando sistemáticamente todas las leyes que él había promulgado, borrando del mapa todos sus logros. Las noticias de hoy eran aún peores. El Senado tenía programado debatir la revocación del estatuto de fundación de Junonia.

La colonia que tendría que haber sido el monumento más perdurable de Cayo, estableciendo para siempre un vínculo entre su abuelo, el conquistador de Aníbal, su hermano, el primero que escaló las murallas de Cartago, y él, el fundador de Junonia, era un proyecto que acabaría siendo abandonado.

Cayo estaba amargado. Tenía miedo, además. Estaba convencido de que lo único que acabaría aplacando a sus enemigos era su propia sangre. – ¿Es cierto lo que la gente anda diciendo sobre las obras benéficas de Cornelia? – preguntó Lucio. – ¿De qué me hablas?

–Tu madre estableció un programa para que los campesinos recolectores desempleados de las zonas rurales viniesen a Roma a buscar trabajo.

–Eso lo sabe todo el mundo. Ni siquiera Pisón Frugi puso objeciones. Los campesinos son mano de obra barata.

–Hay quien dice que el programa no es más que un pretexto, una forma de aumentar el número de tus seguidores leales en la ciudad… por si acaso. – ¿Por si acaso qué?

–Por si acaso surgen brotes de violencia para la que están preparándose ambos bandos. – Lucio miró por encima del hombro. En aquel mismo momento, había recolectores en casa de Cayo, dando vueltas por allí, inquietos, armados con cayados y guadañas-. ¿Qué pasará, Cayo?

–Sea lo que sea, tú estás fuera del tema, Lucio.

–Ya no compartes tus planes conmigo. Desde que regresaste de Junonia, me mantienes a cierta distancia. Celebras reuniones sin mí. Demoliste los asientos para el encuentro de gladiadores sin decirme palabra. No conocí con antelación el programa de Cornelia para ayudar a los recolectores.

–Si te he mantenido fuera de mis reuniones, Lucio, ha sido por tu propio bien. La gente ya no habla de nosotros como conjunto. Con un poco de suerte, olvidarán que en su día fuiste mi mayor apoyo entre los caballeros. Tú eres un hombre de negocios, Lucio, no un político. No participas en la carrera política. No supones una amenaza real para mis enemigos en el Senado. ¿Por qué deberías sufrir también mi destino?

–Soy tu amigo, Cayo.

–También eras el amigo de Tiberio, pero nunca levantaste un dedo para ayudarle, ni tampoco para ayudar a Blosio.

Lucio cogió aire. La desesperación sacaba a relucir el lado más mezquino y odioso de Cayo.

–Cuando Fortuna te favoreció, Cayo, disfruté de los placeres de tu amistad. Tal vez Fortuna te haya dado la espalda, pero yo nunca lo haré.

Cayo se encogió de hombros.

–Entonces, acompáñame ahora. – ¿Adónde?

–Al Foro. Habrá una protesta contra la propuesta de abandonar el proyecto de Junonia. – Era como si Cayo acabase de recibir un empujón de energía renovada. Empezó a dar vueltas por la casa, gritando y reuniendo a su séquito-. ¡En pie todo el mundo! ¿A qué esperáis? ¡Basta de gandulería! ¡Nos vamos a la casa del Senado!

Con un impulso, Lucio entró rápidamente en el estudio de Cayo y cogió una tablilla de cera y un estilete. Cayo seguía siendo el mayor orador de su generación. En esta ocasión, pronunciaría palabras que no debían caer en el olvido. El estilete de metal era un instrumento formidable, confeccionado con elegancia pero sólido y fuerte en la mano de Lucio, y tremendamente afilado en uno de sus extremos.

El día era caluroso y sofocantemente húmedo, los truenos retumbaban a lo lejos.

Cuando Cayo y su séquito llegaron al Senado, vieron salir por una puerta lateral a un hombre alto y de facciones angulosas cargado con un recipiente poco profundo. El hombre era Quinto Antilio, secretario del cónsul Opimio. Y el recipiente que llevaba estaba lleno de entrañas de cabra.

Antes de iniciar sus actividades diarias, el Senado celebraba un sacrificio ritual y los órganos del animal sacrificado eran examinados por un augur. El augurio había terminado ya. Y Antilio era el encargado de eliminar las entrañas.

Cuando pasó por su lado, Antilio sonrió socarronamente a Cayo y sus seguidores. – ¡Apártate de mi camino, basura callejera! Abrid paso a un ciudadano decente.

El insulto incitó la rabia que Lucio reprimía normalmente. Notó que la sangre le latía con fuerza en las sienes. Estaba sofocado. – ¿A quién te atreves a llamar basura? – preguntó.

–A este montón de estiércol. – Antilio utilizó el recipiente para hacer un gesto en dirección a Cayo. Las entrañas se derramaron y fueron a caer sobre la toga de Cayo. Cayo arrugó la nariz y dio un brinco, un gesto que hizo retorcerse de risa a Antilio.

Sin pensarlo, actuando por puro impulso, Lucio se abalanzó sobre él y le hundió en el pecho el estilete de metal.

Todos los presentes sofocaron sus gritos. Antilio dejó caer el recipiente. Las entrañas se esparcieron por todas partes, haciendo retroceder rápidamente a los transeúntes. Antilio cogió con fuerza el estilete e intentó arrancarlo de su pecho, pero la sangre había convertido el metal pulido en un material tremendamente resbaladizo. La parte delantera de su toga se tiñó de rojo. Se convulsionó y cayó hacia atrás, golpeándose la cabeza contra el pavimento.

Cayo se quedó mirando boquiabierto el cuerpo muerto, luego a Lucio, incapaz de creer lo que veían sus ojos.

Alguien que pasaba por la calle había visto el asesinato y corrió a informar del suceso a los senadores. Salieron enseguida, algunos por la puerta principal, otros por la lateral, convergiendo todos en el lugar donde se encontraban Cayo y sus acompañantes. Encabezando el grupo estaba el cónsul Opimio. Cuando vio el cuerpo de Antilio, su primera expresión fue de rabia, seguida rápidamente por una mirada de júbilo que apenas podía disimular. – ¡Asesino! – gritó, mirando directamente a Cayo-. Has matado a un sirviente del Senado mientras realizaba un deber sagrado.

–Ese hombre ha arrojado entrañas sangrientas sobre un tribuno de la plebe -gritó Cayo-. ¿Le propusiste tú la idea?

–Tú ya no eres tribuno. No eres más que un loco… ¡y un asesino!

Los integrantes de ambos bandos empezaron a proferirse insultos. Uno de los hombres de Cayo corrió en busca de los seguidores que estaban congregándose delante del Senado. Cuando empezaron a llegar, algunos de los senadores pensaron que se trataba de una encerrona deliberada.

Cundió el pánico. Empezaron los puñetazos.

El destello de un relámpago iluminó la escena con una luz deslumbrante. Cayo gritó a sus hombres ordenándoles que mantuvieran la calma, pero el rugido ensordecedor de un trueno engulló sus palabras. El cielo se abrió momentos después. Una intensa lluvia sorprendió a la multitud. El Foro se vio barrido por un auténtico vendaval. Los alborotadores se dispersaron.

Criado entre libros de historia, Lucio recordó un relato de los primeros tiempos de la ciudad y sintió un escalofrío de terror. Rómulo, el primer rey, había desaparecido en el transcurso de una tormenta cegadora. Cayo había sido acusado de querer una corona y estaban en aquellos momentos bajo una tormenta de tal magnitud, que Lucio no recordaba haber visto otra similar en su vida.

Lucio desconocía el papel que otro Pinario había desempeñado en la muerte de Rómulo, pero sabía que su loco acto de impulsividad acababa de sentenciar el destino de Cayo Graco.

Al día siguiente, Lucio hizo algo que sólo había hecho en otra ocasión. Se colgó al cuello el fascinum de la familia.

De vez en cuando, siendo niño, se lo había visto a su madre. Cuando Lucio se convirtió en padre, Menenia le había donado ceremoniosamente aquella herencia familiar; le había explicado su gran antigüedad y lo poco que conocía sobre su origen, y le había hablado de su poder como talismán protector contra el mal. Lucio se lo puso el mismo día que lo recibió, simplemente para complacer a su madre, después lo había guardado y se había olvidado de él.

Pero aquella noche, mientras la tormenta continuaba con toda su furia, el fascinum se le apareció en sueños, cerniéndose sobre una gran hoguera. Cuando Lucio se despertó, lo buscó entre una maraña de abalorios que la familia no utilizaba y que guardaba en el interior de una caja fuerte. Se pasó la cadena por el cuello. Sintió al instante sobre el pecho la frialdad del talismán de oro, oculto debajo de la túnica y la toga. Lucio no era un hombre especialmente religioso, pero si el fascinum poseía algún tipo de poder protector, aquélla era la ocasión ideal para lucirlo.

Para llegar a la casa de Cayo, en la Suburra, Lucio tenía que atravesar el Foro. Oyó ecos de gritos y llantos procedentes de la dirección donde se encontraba el Senado. El gentío lloraba la muerte de Quinto Antilio.

La casa de Cayo estaba más llena de gente que nunca. El ambiente era de histeria reprimida.

Entre los hombres que corrían como locos de un lado a otro había un espíritu sorprendentemente optimista, una sensación casi de celebración. La última vez que Lucio había presenciado aquella mezcla de miedo, anticipación y camaradería había sido delante de las murallas de Cartago, junto a Tiberio, momentos antes del asalto final. Era la sensación de que estaba a punto de nacer un nuevo mundo, para bien o para mal, y de que, al día siguiente, muchos de los que se hallaban allí no estarían vivos para verlo.

Cayo, de pie entre un grupo de segadores con sus guadañas, lo vio y lo saludó con la mano. – ¿Has venido por el Foro?

–Sí, pero me he mantenido alejado de la casa del Senado. Oí gritos, pero no vi…

–No importa. – El tono de voz de Cayo era extrañamente distante-. Los ojos y los oídos de mis sustitutos van continuamente de aquí para allá, trayendo noticias frescas cada pocos minutos.

Quinto Antilio ha sido depositado en un féretro justo delante de los Rostra. Varios senadores compiten para ver cuál de ellos logra recitar la elegía más mojigata. Las plañideras lloran y se tiran del pelo. Mientras, me temo que mis más fieles seguidores se han congregado ya en la periferia.

Nada de violencia aún, sólo algún que otro insulto. Cuando las plañideras exclaman «¡Antilio!», mis hombres les responden con un «¡Tiberio!». Naturalmente, el cadáver de mi hermano fue arrastrado por las calles y lanzado al río. Nadie puede acusarnos de haber hecho con Antilio una cosa así.

–Cayo, lo que hice ayer… es imperdonable. – ¡Y absolutamente atípico! – Cayo sonrió, pero su mirada era triste-. Las Furias en persona debieron liberar tu rabia. ¿Quién iba a imaginarse que tenías tanta guardada? La verdad es que Quinto Antilio no supone una gran pérdida para el mundo. Naturalmente, Opimio me culpa a mí del asesinato. Incluso ahora sigue arengando a los senadores con todo tipo de acusaciones disparatadas y asegura que pretendo asesinar a todos y cada uno de ellos. «¡Los Graco planean un baño de sangre!», proclama. Resulta curioso ver cómo los de su clase acusan a la oposición de los mismos crímenes que ellos andan tramando. – ¿Acabará en eso, Cayo? ¿En un baño de sangre?

–Pregúntaselo a Opimio. Está haciendo todo lo posible para incitar y poner frenéticos a los senadores. Ha propuesto una medida que denomina «Decreto de excepción». Suena amenazador, ¿verdad? Permitirá a los cónsules «tomar todas las medidas necesarias para defender el Estado». Es decir, estarán autorizados para matar a cualquier ciudadano allí mismo donde se encuentre, sin juicio previo.

–No puede ser que esto esté sucediendo, Cayo.

–Los dioses lo han permitido. Un simplón como Opimio no se percata de que una cosa como la que él denomina Decreto de excepción no se utilizará una única vez. Están abriendo la Caja de Pandora. Si permites que el Estado asesine a sus ciudadanos en una ocasión, la situación volverá a repetirse una y otra vez. – El tono elocuente de Cayo desapareció de repente y su voz se quebró-. ¡Ay, Lucio! ¿Qué será de nuestra querida República? ¿De nuestra maltrecha y desesperadamente perdida República?

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