Hubo grandes carcajadas. Lucio, asqueado, marchó de allí apretando la mandíbula, los puños cerrados, los ojos inundados de lágrimas. ¿Para aquello lo había sacrificado todo? ¿Para que un joven vanidoso desertara de su puesto militar para vivir en los lujos de Bitinia? ¿Qué clase de romano era César para hablar con admiración de Cayo Graco, soñar despierto en reconstruir el Estado romano, y luego huir y jugar a ser el amante de un monarca oriental? ¡Lucio debería haber permitido a Sila llevarse a aquel joven estúpido para que hiciese con él lo que le viniese en gana!
Después de declarar que su trabajo estaba completado, restauró la plena autoridad del Senado y de los magistrados. Desde el retiro, dictó sus memorias y se jactó con orgullo de que, tras haber librado a Roma de los peores «alborotadores» (como denominaba a todos los que se oponían a él), había instituido reformas que devolverían la República «a los días dorados de antes de que los Graco removieran la olla y crearan un mar de confusión».
Pero ¿era posible regresar al pasado? Desde la destrucción de Cartago, la política de Roma había estado regida por las grandes riquezas y la expansión acelerada, lo que había dado como resultado injusticias y desigualdades aún mayores. Roma necesitaba generales poderosos para conquistar nuevos territorios y esclavizar nuevas poblaciones. ¿Cómo, si no, acumular más riqueza? ¿Qué hacer cuando estos generales empezaban a tener celos y a sospechar los unos de los otros, y cuando una ciudadanía dividida, llena de avaricia y rencor, se veía obligada a tener que elegir bando? En una ocasión el resultado fue la guerra civil. Y ninguna de las reformas de Sila serviría para impedir que volviera a estallar una guerra. En todo caso, su ejemplo era un estímulo para los supuestos señores de la guerra que albergaban sueños de poder absoluto. Sila había demostrado que cualquiera podía exterminar con crueldad a todo aquel que se le opusiera, declarar sus acciones legítimas y legales, y luego retirarse para terminar sus días en paz y tranquilidad y apreciado por los amigos y seguidores que se habían beneficiado de su generosidad.
El mes de martius, en su villa situada en una bahía cercana a Nápoles, a los sesenta años de edad, Sila moría por causas naturales. Pero su enfermedad fue terrible, y en los repugnantes síntomas que lo achacaron hubo quien vio la mano de la diosa Némesis, que restaura el equilibrio y lo devuelve al orden natural cuando se han cometido injusticias.
La enfermedad se inició con una úlcera intestinal, agravada por el exceso de bebida y un depravado ritmo de vida. Poco a poco, la podredumbre fue extendiéndose y se llenó de gusanos. Día y noche, los médicos retiraban los gusanos, pero volvían a reaparecer y a extenderse más. Después, los poros de su piel empezaron a desprender un flujo repugnante en cantidades tan grandes, que su cama y sus prendas estaban continuamente impregnadas de aquel líquido. No había baño ni masaje capaz de detener la supuración.
Incluso en aquel lastimero estado, Sila continuó con sus actividades. El último día de su vida, dictó el capítulo final de sus memorias, concluyéndolas con la siguiente bravuconería: «Cuando era joven, un adivino caldeo predijo que llevaría una vida honrada y honorable y que acabaría mis días en la cumbre de mi prosperidad. El adivino tenía razón».
El secretario de Sila le recordó entonces que le había sido solicitado que cerrara el caso de un magistrado local acusado de malversar fondos públicos. El magistrado, que deseaba defenderse, se encontraba en la antecámara esperando ser recibido en entrevista. Sila accedió a verlo.
El magistrado entró. Antes de que el hombre pudiera pronunciar palabra, Sila ordenó a sus esclavos que lo estrangularan allí mismo. Los esclavos eran criados de Sila, no asesinos; viéndolos dudar, Sila se puso furioso y les gritó. La tensión reventó un absceso que tenía en el cuello. Empezó a sangrar profusamente. En la confusión resultante, el magistrado salió corriendo y salvó la vida.
Llegaron enseguida los médicos para detener la hemorragia, pero a Sila le había llegado su hora.
Empezó a sentirse desorientado hasta perder la conciencia. Sobrevivió esa noche, pero murió a la mañana siguiente.
Una tentación perversa pero irresistible, el deseo de ver el amargo final de un terrible episodio o la necesidad de estar absolutamente seguro de que una criatura tan aterradora estaba realmente muerta, empujó a Lucio Pinario fuera de su casa y a caminar por las calles para presenciar el funeral de Sila.
La ciudad entera se había volcado a ver la procesión. Lucio encontró un lugar con buena vista y se maravilló de la suerte que había tenido hasta que se dio cuenta de por qué el lugar estaba vacío.
Cerca de allí se había instalado un mendigo harapiento que emitía un olor tan fétido que todo el mundo a su alrededor se había ido. Lucio ignoró el hedor. Si podía soportar ver a Sila en su féretro, se dijo, podría soportar perfectamente el olor de otro ser humano.
Encabezaba la procesión una imagen de Sila, un duplicado de la estatua ecuestre erigida en el Foro. La efigie emitía a su paso un aroma a especias que borraba incluso el hedor del mendigo. El hombre miró a Lucio y le regaló una sonrisa desdentada.
–Dicen que la efigie está hecha con incienso y canela y todo tipo de especias caras. Se ha recogido una colecta entre todas las mujeres ricas de Roma para esculpirla. La quemarán en la pira funeraria junto con Sila. ¡Y el humo que emita perfumará la ciudad entera!
Lucio arrugó la frente. – ¿Que van a incinerar a Sila? Sus antepasados de la familia de los Cornelio siempre fueron enterrados.
–Tal vez sea así como dices -dijo el mendigo-, pero el dictador especificó en su testamento que sus restos fueran quemados hasta quedar reducidos a cenizas. – Hombres como aquél, que tenían todo el día libre para dedicarlo a escuchar comentarios y recopilar chismorreos, solían saber muy bien de qué hablaban-. Ya puedes imaginarte por qué. – ¿Por qué? – ¡Piensa un poco! ¿Qué le sucedió a Mario, el rival de Sila, después de morir? ¡Sila abrió la cripta y se cagó encima! Hay muchos que harían lo mismo con Sila, para vengarse, no lo dudes. Y para no darles esa oportunidad, ha ordenado su cremación.
Lucio miró de reojo al mendigo. Al hombre le faltaba la mano izquierda y se apoyaba en una muleta que sujetaba con la axila del brazo derecho. Una enorme cicatriz cruzaba su cara y parecía que no tenía visión en un ojo.
Siguiendo la efigie desfilaron los cónsules y demás magistrados, y luego todos los miembros del Senado, vestidos de negro. Les seguían los caballeros más destacados, después el pontífice máximo y las vírgenes vestales. Detrás, a centenares, los veteranos de Sila, equipados con su mejor armadura y liderados por el joven Pompeyo Magno.
Desfilaban después músicos y un coro de plañideras profesionales, integrado únicamente por mujeres. Los músicos tocaban flautas y liras haciendo sonar una melodía de duelo mientras que el coro cantaba una canción elogiando a Sila.
Seguían los mimos, rompiendo el ambiente sombrío con sus payasadas. Los mimos eran un elemento tradicional en el funeral de los ricos y, en este caso, destacaban entre ellos algunos de los actores más famosos de Roma, miembros del círculo íntimo de Sila desde la época de su juventud.
El mendigo se sintió obligado a señalarlos. – ¡Mira, aquél es Roscio, el comediante! Lo vi en una ocasión representando El soldado fanfarrón. Dicen que es más rico que muchos senadores. Y ése es el viejo Metrobio, especializado en papeles femeninos. Dicen que durante años representó en la cama de Sila el papel de actriz principal hasta que ese chico tan mono, Crisógono, le robó el puesto; ya está entrado en años, pero vestido con esa estola aún está de muy buen ver. Y, naturalmente, ése que hoy representa el papel de mimo pícaro debe de ser Sórex, vestido como Sila y personificando al muerto. Imita a la perfección sus andares y sus gestos, ¿no te parece? ¡Esperemos que no se ponga ahora a cortar cabezas!
Detrás de los mimos, la procesión seguía con los antepasados de Sila: hombres que lucían las máscaras funerarias de cera de los muertos y vestían las prendas ceremoniales que aquéllos habían utilizado en vida. Sujetaban en lo alto guirnaldas, coronas y otros honores militares que Sila había recibido a lo largo de su prolongada y victoriosa carrera.
Y, finalmente, desfiló la guardia de honor, portando el féretro. El cuerpo de Sila yacía sobre un lecho de marfil decorado en oro, envuelto en tela de color púrpura y guirnaldas hechas con ramas de ciprés. Le seguían su esposa Valeria y los hijos nacidos de sus cinco matrimonios.
La procesión no se dirigía hacia la necrópolis situada después de cruzar la puerta Esquilina, sino en dirección contraria. – ¿Dónde lo llevan? – murmuró Lucio. – ¿No lo sabías? – dijo el mendigo-. Han instalado la pira funeraria de Sila en el Campo de Marte. Y también su monumento. Lo han erigido ya. – ¿El Campo de Marte? ¡Allí sólo hay enterrados reyes! El mendigo se encogió de hombros.
–Incluso así, Sila precisó en su testamento que su monumento fuera erigido en el Campo de Marte.
La procesión terminó. Los espectadores empezaron a seguirla. Lucio, decidido inexorablemente a presenciar la incineración del cadáver, se sumó al gentío. El mendigo siguió su ejemplo, manteniéndose a su lado. Siempre que pensara en el día del funeral de Sila, Lucio recordaría el hedor que desprendía aquel hombre.
Cuando la multitud se congregó en el Campo de Marte, el cielo se cerró con nubes de tormenta.
Se oscureció de tal modo que los hombres encargados de la pira se reunieron nerviosos para dialogar. Pero las nubes se dispersaron tan rápidamente como se habían juntado. Un rayo dorado de sol iluminó el féretro colocado en la pira.
–Ya sabes lo que dirán -susurró el mendigo, acercándose aún más a Lucio. Su olor les había abierto camino hasta poder situarse casi en primera fila-. Dirán que la buena suerte siguió a Sila incluso hasta su pira funeraria. ¡Que Fortuna alejó la lluvia!
Hubo discursos. Sila fue elogiado como el salvador de la República. Se contaron historias para demostrar su virtud y su genialidad. Las palabras resonaban en los oídos de Lucio como el zumbido de una plaga de langostas.
Prendieron fuego a la pira. Las llamas se elevaron hacia el cielo. Lucio estaba tan cerca que el calor le llegaba a la cara y estaba rodeado de cenizas. El mendigo señaló el monumento funerario, una cripta imponente del tamaño de un pequeño templo. Dijo algo que Lucio no pudo oír debido al crepitar del fuego. Lucio frunció el entrecejo y movió negativamente la cabeza. El mendigo subió el tono, gritando casi. – ¿Qué pone? ¿Cuál es la inscripción que hay en el frontispicio del templo? Dicen que Sila redactó su propio epitafio.
Oleadas de aire caliente oscurecían la visión, pero Lucio forzó la vista para poder descifrar las letras. Leyó en voz alta:
–«Ningún amigo me ha hecho favores, ningún enemigo me ha inferido ofensa alguna que yo no haya devuelto con creces».
El mendigo estalló en carcajadas. Lucio se quedó mirando al hombre, sintiendo por él pena y repugnancia. – ¿Quién eres? – dijo. – ¿Yo? Nadie. Cualquiera. Uno de los enemigos de Sila a quien se lo devolvió con creces, me imagino. Era soldado. Luché a las órdenes de Cinna, luego con Mario… siempre contra Sila, aunque sin ningún motivo en particular. ¡Y mírame ahora! Sila me la devolvió con creces. ¿Y tú, ciudadano? Vestido con ropas tan elegantes, tan pulcro y acicalado, con todas tus extremidades intactas… imagino que serías uno de sus amigos. ¿Te dio Sila lo que te merecías?
Lucio llevaba encima una bolsita con monedas. Hurgó en su interior, pero se lo pensó mejor y se la entregó entera al mendigo. Antes de que el hombre pudiera darle las gracias, Lucio desapareció entre el gentío. Se abrió camino entre la muchedumbre y regresó a la ciudad.
El Foro estaba vacío. Sus pisadas, atravesando a paso ligero el suelo pavimentado, retumbaban en el amplio espacio. Al pasar junto a los Rostra, sintió un escalofrío. Levantó la vista y vio la silueta de la estatua dorada de Sila; el sol, detrás de la cabeza de la estatua, formaba un brillante halo. Incluso muerto, el dictador proyectaba sobre su vida una fría sombra.
Lucio Pinario había contraído un resfriado a principios de invierno y no podía quitárselo de encima; la dolencia le afectaba a una y otra parte de su cuerpo y no acababa de irse. Apenas salía de casa y recibía muy pocas visitas. Con cierta demora, y gracias a un obrero parlanchín que había acudido a reparar una gotera en el tejado, se enteró de la noticia que todos los chismosos del Foro conocían ya: Cayo Julio César había sido secuestrado por los piratas mientras navegaba por el Egeo.
Lucio llevaba muchos meses sin ver a Julia ni a su hijo. Sus excepcionales visitas resultaban demasiado dolorosas y violentas para todos los implicados. Pero al enterarse de la desgracia de su hermano, pensó que Julia debía de estar destrozada y se sintió obligado a hacerle una visita.
Tosiendo con saña, Lucio se cubrió con un pesado manto de lana. Un único esclavo lo acompañó por las calles húmedas y heladas hasta el otro extremo del Palatino, donde Julia vivía con su esposo, Quinto Pedio.
En apariencia, el matrimonio había ido transcurriendo favorablemente para Julia. En los primeros tiempos, por infeliz que fuera y teniendo en cuenta que no había forma de saber cuánto tiempo estaría reinando Sila como dictador, consideró que lo más prudente era sacar el máximo partido de la situación. Julia se adaptó rápidamente a sus nuevas circunstancias; como su hermano, era una superviviente, pensaba con amargura Lucio. Lucio también se adaptó a ellas, aunque a su manera. Para no volverse loco, descartó de entrada de sus pensamientos cualquier idea de que Julia pudiera algún día divorciarse de Pedio para volver a casarse con él. Después de la muerte de Sila, la idea había regresado de vez en cuando, sobre todo en los momentos más agudos de soledad. Pero el acto de someterse a Sila le había robado su dignidad de romano; sin dignidad, no tenía ni la autoridad ni la voluntad para intentar recuperar lo que había sido suyo. Era inútil culpar de todo ello a los dioses, o a Cayo, ni siquiera a Sila. Todo hombre tenía que soportar su propio destino.
Un esclavo le abrió la puerta y le hizo entrar en casa de Pedio. Sorprendida y en absoluto recelosa, Julia lo recibió en una habitación situada junto al jardín donde ardía un brasero y los postigos estaban cerrados para resguardar la estancia del frío.
Verla siempre era como si le clavasen un cuchillo en el corazón. Aunque los pliegues sueltos de su estola lo disimulaban, se dio cuenta de que estaba embarazada. Ella se percató de que Lucio estaba mirándole el vientre, y bajó la vista.
Las flemas vibraban en su pecho. Trató de reprimir la necesidad de toser.
–He venido porque me he enterado de lo de tu hermano. Julia tomó aliento. – ¿Qué has oído?
–Que fue secuestrado por los piratas. – ¿Y?
–Solamente eso.
Julia arrugó la frente. Eran noticias ya desfasadas. La había alarmado haciéndole pensar que sabía alguna cosa que ella no conocía y ahora estaba furiosa.
–Si algo puedo hacer… -dijo él, con poca convicción.
–Muy amable por tu parte, Lucio, pero Quinto y yo hemos conseguido reunir el dinero del rescate. Lo enviamos hace ya algún tiempo. Lo único que podemos hacer ahora es esperar.
–Entiendo.
Una débil sonrisa iluminó el rostro de Julia.
–Sus secuestradores deben de ser analfabetos. Si hubieran leído lo que Cayo dice de ellos en sus cartas, nunca le habrían permitido enviarlas. – ¿Sus cartas?
–Así fue como nos enteramos de su situación. «Querida hermana, me han secuestrado», escribió… ¡siempre tan prosaico! «¿Serías tan amable de reunir el dinero para mi rescate?». Y a partir de ahí, empezó a escribir los insultos más cáusticos para sus secuestradores, lo incultos que son, lo estúpidos que son… Tal y como Cayo lo explica, está comportándose como si fuera su dueño y señor: dándoles órdenes, exigiéndoles comida decente y un lugar más confortable donde dormir, intentando incluso enseñarles modales. «Con estas criaturas se impone utilizar un tono autoritario, como si estuvieras dirigiéndote a un perro». Como si la experiencia fuera simplemente un ejercicio de aprendizaje para él… ¡la manera adecuada de gobernar una tripulación de piratas! – Bajó la vista-. Naturalmente, su valentía podría ser simplemente un intento de tranquilizarme y mantener alta su moral. Esos hombres son ladrones y asesinos, al fin y al cabo. Lo que le hacen a la gente… esas cosas terribles que se oyen…
Julia tembló y se le quebró la voz. Era todo lo que Lucio podía hacer para no correr hacia ella y tomarla entre sus brazos. Resistió el impulso porque no tenía derecho a hacerlo y porque, si ella lo rechazaba, no podría resistirlo.
–Cayo es un superviviente -dijo Lucio; «como su hermana», pensó-. Estoy seguro de que estará bien. – Tosió acercándose la manga a la boca.
–No te encuentras bien, Lucio.
–Suena peor de lo que en realidad es. Tendría que ir volviendo a casa. Simplemente he venido a ofrecer… -Se encogió de hombros-. No sé por qué he venido.
Julia dejó que su mirada se perdiera en las llamas del brasero. – ¿Querías ver a…?
–Tal vez sea mejor que no.
–Está creciendo muy rápido. ¡Tiene sólo seis años y ya sabe leer! Sabe lo de su tío. Tiene pesadillas de piratas. Es igual que tú.
Lucio sintió un enorme peso en el pecho, como si estuviese aplastándolo una piedra. Ir allí había sido un error. En el momento en que se volvía para marcharse, entró un esclavo corriendo. El hombre sujetaba con fuerza un pergamino, enrollado, atado y lacrado con cera. Cuando Julia lo vio, abrió los ojos de par en par. – ¿Es…?
–Sí, ama, ¡De tu hermano!
Julia le arrancó la misiva de las manos y la desenrolló. Examinó el contenido y empezó a llorar.
Lucio se preparó para lo peor, pensando que serían malas noticias. Pero justo en aquel momento, Julia echó la cabeza hacia atrás y empezó a reír. – ¡Es libre! ¡Cayo está vivo, sano y salvo, y libre! ¡Es maravilloso! Tienes que escucharlo, Lucio: «Querida hermana, he estado cautivo contra mi voluntad durante cuarenta días. Me han dado la libertad gracias al rescate que enviaste. La experiencia ha sido de lo más desagradable, pero no me ha dejado muy maltrecho; no te preocupes por mi bienestar. No puedo decir lo mismo sobre el de mis captores. Tan pronto fui liberado, me propuse organizar una partida para dar caza a los piratas. No fue muy complicado; los muy simples estaban ansiosos por dilapidar la ganancia que habían obtenido ilegalmente y se dirigieron al puerto más cercano que encontraron y que dispusiera de una taberna y un burdel. Los capturamos fácilmente y recuperamos una parte importante del rescate; te devolveré ahora todo lo que pueda y el resto más adelante. En cuanto a los piratas, plantamos cruces en una colina visible para todos los barcos que navegan por la zona y los crucificamos. Durante mi tiempo de cautividad, les puse sobre aviso diciéndoles que me encargaría de que acabaran mal, y así lo hice. Los vi morir, uno a uno. Difunde.esta noticia por toda Roma, a través de todos los medios que te sea posible. Entre tú y yo, me siento bastante orgulloso de cómo ha terminado todo esto. Se ha hecho justicia y se ha mantenido la dignidad romana. Cuando me llegue el momento de iniciar la carrera política, este episodio se convertirá en un espléndido relato de campaña.
Julia rió. – ¡Querido Cayo… siempre con un ojo puesto en el futuro! Pienso que algún día llegará a cónsul, ¿no crees?
Lucio tenía la boca seca. Le dolía el pecho de tanto toser.
–A lo mejor será el próximo Sila -dijo. – ¡Lucio! ¡Qué cosas tan terribles dices!
–O a lo mejor es el próximo Graco… excepto que tu hermano seguramente tendrá éxito allí donde los Graco fracasaron.
Antes de que Julia pudiera replicarle, su hijo entró corriendo en la habitación seguido por su anciano tutor griego, azorado.
–Ama, no he podido detenerlo. Por toda la casa ha corrido la voz de que has recibido noticias de tu hermano. El pequeño Lucio quiere saber… -¿Dónde está el tío Cayo? – gritó el chico. Lucio vio que llevaba colgado el fascinum de sus antepasados. Ver el amuleto le causó tanta satisfacción como dolor-. ¿Dónde está el tío Cayo? ¿Lo tienen aún cautivo los piratas?
Julia cogió al niño por la carita. – ¡No, ya no! Tu valiente tío Cayo ha escapado de los piratas. – ¿Ha escapado?
–Pues sí. ¿Y sabes qué hizo luego? Les dio caza y los mató. – ¿A todos los piratas? – ¡Sí, a todos! El tío Cayo los clavó en cruces y les dio la terrible muerte que se merecían. Esos terribles piratas ya nunca volverán a molestar a nadie. – ¡Porque el tío Cayo los ha matado!
–Eso es. De modo que se acabaron las pesadillas de piratas. Mira, ha venido alguien a quien deberías saludar.
Julia levantó la vista, pero Lucio había desaparecido.
Ya en la calle, Lucio tosió con mucha violencia. Su aliento formaba nubes de vaho en el aire frío.
Echó a andar con prisa, sin rumbo fijo, con los pensamientos confusos; su esclavo tuvo que correr para darle alcance. Tenía los ojos inundados de lágrimas. Notaba las lágrimas resbalando calientes por sus mejillas. Le empañaban la visión. No vio la placa de hielo que había en el suelo. El esclavo sí la vio y gritó para avisarle, pero demasiado tarde.
Lucio pisó el hielo. Le fallaron las piernas y cayó hacia atrás. Se golpeó la cabeza en una piedra.
Se estremeció y se retorció, pero luego se quedó tendido en el suelo, inmóvil. De su cabeza empezó a brotar sangre.
Viendo la mirada vacía en los ojos abiertos de par en par de su amo y la forma tan peculiar en que se había torcido el cuello, el esclavo soltó un grito, pero ya no se podía hacer nada. Lucio estaba muerto.