Roma de los Césares (23 page)

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Authors: Juan Eslava Galán

Tags: #Histórico

BOOK: Roma de los Césares
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Después de escuchar dos o tres relatos de salteadores, el pusilánime viajero se pregunta por qué diablos ha tenido que salir de Roma. En adelante procura no apartarse del grupo ni siquiera de día. Camina receloso, volviendo frecuentemente la cabeza para ver si alguien los sigue. Ve peligros en todas partes. No será raro que nos ocurra lo que a aquellos viajeros cuya desgraciada aventura relata Apuleyo.

Como atravesaban una comarca que creían muy peligrosa, se habían provisto de garrotes y marchaban apiñados y en silencio, con tanta prevención que los pacíficos labriegos de la zona los tomaron por cuadrilla de forajidos presta a caer sobre sus desprevenidas haciendas. Por lo tanto reunieron sus fuerzas y salieron a hacerles frente con perros y piedras. Pero dejemos que Apuleyo nos cuente las incidencias del episodio y su relativamente feliz desenlace.

—… en esto, una piedra descalabró a una mujer, y el marido, cuando vio el desaguisado, limpiándole la sangre daba gritos y decía: «¡Justicia de Dios! ¿Por qué matáis a los pobres caminantes y los perseguís, espantáis y apedreáis tan cruelmente? ¿Qué daño os hemos hecho? ¿Qué abuso es éste?».

En cuanto los labriegos oyeron estos lamentos dejaron de tirar piedras y aquietaron a los perros. Uno de aquellos rústicos dijo a voces: «Pero, hombre, haberlo dicho antes. No penséis que os queríamos robar; es que creíamos que veníais a robarnos a nosotros y por eso nos hemos puesto a la defensiva; así que aquí no ha pasado nada, en adelante podéis ir seguros y en paz». Todo aclarado, proseguimos nuestro camino, bien descalabrados, y cada cual contaba su mal: los unos, heridos de pedrada; otros, mordidos de perros, de manera que todos iban lastimados.

A nosotros, que viajamos más regaladamente en compañía de nuestro amigo Cayo, no nos van a lapidar los rústicos, confiemos en ello, pero tendremos que sufrir otros avatares en las incómodas y desabastecidas posadas donde pernoctaremos. Si fuésemos muy ricos, ni siquiera eso, porque los potentados disponen de albergues privados («diversoria») al término de cada etapa de su viaje habitual de Roma a sus posesiones campestres o, cuando viajan por caminos nuevos, se pueden permitir el lujo de llevar en su voluminoso séquito y equipaje tiendas de campaña alhajadas con todas las comodidades.

Otros pernoctan en casa de amigos o conocidos («ius hospitii, hospitium»).

Los funcionarios en comisión de servicios tampoco viajan del todo mal, puesto que pueden utilizar las casas de postas oficiales dispuestas a lo largo de las vías principales para el cambio de tiro y el descanso del personal.

Ya llegamos a nuestra posada («cauponae») y sale a recibirnos el sonriente posadero. En vano fatigaremos la dilatada literatura latina en busca de un tibio elogio del posadero.

Te recibe con profesional zalema, sí, pero es un vampiro insaciable que se nutre de la sangre del baqueteado viajero y no le ofrece a cambio más que un guisote despreciable y una polvorienta yacija orinada por los ratones. Horacio los adjetiva: pérfido posadero, posadero vago. Ingentes cantidades de «graffiti» que leemos por las paredes (y que dentro de dos mil años harán la delicia de los arqueólogos) confirman, con epítetos menos delicados, el rotundo juicio de Horacio. Aunque, ahora que reparo en ello, el eximio poeta quizá tenía algún prejuicio contra el gremio de la hostelería por motivos más personales.

En uno de sus viajes hubo de pernoctar en Trivico y se quedó esperando toda la noche la visita de una grácil maritornes que le había prometido meterse en su cama en cuanto apagaran la luz.

Muchas mozas de partido ejercían la prostitución en ventas y posadas. Se sobreentendía que el varón que viajaba sin compañía femenina podía recabar los servicios sexuales de una de las camareras del mesón.

Cuando nuestro amigo Cayo pregunta el precio de la pensión completa, el posadero ensancha su sonrisa e inquiere discretamente: «¿Con o sin?», y Cayo, que es hombre de mundo, entiende cabalmente lo que le están preguntando: «¿Con chica o sin ella?».

Cuando los achaques de la ingrata vejez los obliguen a permanecer en Roma, nuestros amigos Daciano y Cayo rememorarán con nostalgia los viajes de sus años verdes mientras toman el reconfortante sol de otoño paseando por las apacibles praderas del Campo de Marte. Quizá lamenten no haber viajado más, no haber visitado alguna de aquellas fabulosas ciudades en los confines del mundo de las que hablan los mercaderes. Piadosamente olvidan que para el mercader el viaje nunca fue un placer. Oigamos lo que uno de ellos nos dejó escrito en su epitafio: «Si no te resulta molesto, oh caminante, deténte y lee. En naves y veleros he surcado muchas veces el inmenso mar. He arribado a muchas tierras y ésta es la última escala que me depararon las Parcas cuando nací. Aquí me he despedido de todo afán y fatiga; ya no me asustan las estrellas ni la tormenta; ya no temo que los gastos superen a las ganancias».

Quizá este mercader que ha recorrido todo el orbe conocido supo desde el principio que no hay ciudad ni paisaje que no se contengan en Roma y que la última meta de todo viaje es uno mismo.

Capítulo 21

Rijosos y pelanduscas

U
n campesino acomodado, Marco Metelo, recorre los últimos kilómetros de la vía Flaminia. Ya cree distinguir la resplandeciente techumbre del templo de Júpiter Capitolino. Impaciente por llegar, aviva el paso de su cabalgadura. El motivo del viaje es adquirir un esclavo que precisa para las labores del campo, pero si no anduviese escaso de mano de obra habría puesto cualquier otra excusa. El caso es viajar a la tentadora capital del imperio un par de veces al año para echar una cana al aire. Nuestro hombre se sonríe recordando el dicho popular: «Baño, vino y amor acaban con uno pero son la verdadera vida».

Marco Metelo está felizmente casado, desde hace quince años, con la todavía atractiva, aunque ya algo chafadita, Calpurnia. Si visita los lupanares romanos en cuanto se le presenta la ocasión es por practicar variaciones que un romano chapado a la antigua no puede intentar con su mujer legítima. No se vayan a imaginar nada raro, son cosas sencillas. Calpurnia, como toda matrona decente, no se muestra jamás completamente desnuda, ni siquiera ante su marido. Incluso en el momento de mayor ardimiento, comparece algo celada de camisas y arneses pectorales, lo que, si añade aliciente a los preliminares del amor, también los entorpece y enoja cuando llega el conclusivo momento de la franqueza. Otras cosas que el fogoso Marco Metelo no puede hacer en casa es copular con la luz encendida o de día. La norma exceptúa solamente a los recién casados, con los que hay que ser indulgentes si se arrullan a la hora de la siesta.

Estas mojigaterías son perdurables vestigios de la severa moral sexual de los antiguos romanos. Pensemos que Catón el Censor censuraba a los senadores por besar a sus esposas delante de los hijos. El caso es que en la timidez de la esposa y su resistencia a mostrarse desnuda advertimos una contradicción pues, por otra parte, el mundo romano cultiva la desnudez: los dioses, incluyendo entre ellos a los emperadores deificados, se representan desnudos; los más celosos defensores de la moral y de las buenas costumbres de los tiempos antiguos, entre ellos el mentado Catón el Censor, solían andar en cueros por la casa si la temperatura de la estación lo consentía.

Es más, la pudibunda costumbre de taparse las vergüenzas se consideraba propia de sociedades subdesarrolladas.

Herodoto se asombra, en el siglo
V
a. de C., del pudor de los bárbaros.

El romano, al igual que otros pueblos paganos de la antigüedad, se entregaba gozosamente al frenesí de vivir y no consideraba pecaminoso el sexo ni advirtió culpa alguna en la complacencia de los sentidos hasta que el cristianismo lo liberó de su error y le mostró el valle de lágrimas. Muy al contrario, el romano estaba persuadido de que la actividad venérea es fuente de legítimo placer puesto que «lo natural no puede ser indecente» («naturalia non sunt turpia»). Habían heredado de etruscos y griegos una valoración de lo físico difícil de imaginar para las otras culturas más represoras que subordinan lo sensual a lo espiritual. Los romanos no disociaban armonía corporal y sublimación del espíritu, antes bien los consideraban aspectos complementarios de un conjunto armónico al que cada individuo puede legítimamente aspirar.

El ejercicio de la sexualidad sólo tenía tres limitaciones: el adulterio, el incesto y el escándalo público.

Sin embargo, el incesto debió de ser bastante frecuente puesto que, a menudo, la esclava doméstica que sustituía a su ya ajada madre en el lecho del señor, había sido engendrada por él.

La pederastia se toleraba. Después de todo, el mismo Júpiter, padre de los dioses, la había practicado con su tierno copero Ganimedes. Los más liberales pensaban, con los griegos, que las relaciones de un adulto con un muchacho pueden resultar formativas para éste. Pero cuando el jovencito comenzaba a encañar su primera barba, la intimidad debía cesar y su mentor le hacía cortar los largos cabellos que hasta entonces habían acentuado su aspecto femenino. Las ostras posibles limitaciones del sexo eran higiénicas: el coito estaba contraindicado en las mujeres embarazadas y en las madres recientes que dieran el pecho a sus hijos. Quizá por este motivo las mujeres acomodadas solían delegar tal menester en alguna esclava nodriza, cuya forzada abstinencia vigilaban estrechamente.

A la masturbación, presumiblemente frecuente en la juventud, no se le dio gran importancia hasta que, ya entrado el siglo
II
, se abre camino la nueva moral estoica. Pero aun entonces sólo se desaconseja por motivos de salud, no morales. Se supone que contribuye al precoz desarrollo del organismo.

Si el romano era medianamente acomodado, podía permitirse el lujo de satisfacer sus apetitos sexuales en una querida («delicium») o incluso en muchas. Algunos emperadores dispusieron de auténticos harenes. No obstante, el obseso sexual que anda siempre revolcándose con sus esclavas («ancillariolus») está mal considerado.

En Roma existían muchos lugares donde satisfacerse con amor mercenario de acuerdo con una variadísima oferta adaptable a cualquier economía. La «lex Iulia» distinguía entre dos clases de mujeres: las matronas decentes y las prostitutas. La matrona debía observar una moral sexual intachable, puesto que cualquier desviación podía ser severamente castigada por la justicia. Por el contrario, la prostituta estaba facultada para ejercer su oficio sin ningún tipo de cortapisas, pero no podía contraer matrimonio legalmente, ni heredar, ni testar. El instrusismo profesional se perseguía.

No era infrecuente que la guardia irrumpiera en un prostíbulo y lo registrara de arriba abajo, sin muchas contemplaciones, para comprobar si había entre las pupilas alguna patricia casada. Éste era el caso de la emperatriz Mesalina, que llegó a ejercer el oficio por pura afición, como queda explicado en otro lugar.

Para que no hubiese malentendidos, las prostitutas quedaban obligadas a usar un atuendo especial que las distinguiera de las mujeres decentes incluso cuando transitaban por la calle. No podían llevar velo ni calzado y habían de vestir túnica corta en lugar de «stola». A esto se debe que una de las muchas denominaciones de la prostituta fuera «togata», «togada». Estas curiosas medidas evolucionaron con el tiempo. En el siglo
II
no era ya posible distinguir a la mujer de vida alegre de la pacífica y honesta ama de casa: entonces, como ahora, inevitablemente, el seguimiento de la moda y la captación del varón inducían a las honestas a imitar el vestido y aderezo de las que no lo eran. Y las prostitutas no sólo usaban calzado sino que algunas se hacían inscribir en las suelas unas letras que iban imprimiendo el mensaje «sígueme» («sequere me») en la huella que dejaban sobre el polvo. Interesante y original ardid publicitario.

Las leyes toleraban la prostitución como válvula de escape para que los temperamentales romanos desviasen su libidinosa atención de las doncellas casaderas y de las matronas casadas.

Es decir, se trataba de proteger la sagrada institución del matrimonio. Se suponía que un joven debía iniciarse en el sexo a los dieciséis años. Si no tenía esclava adecuada debía recurrir a los prostíbulos. No obstante, no todos los que frecuentaban estos establecimientos eran jóvenes solteros. El negocio florecía porque muchos degenerados esposos desertaban del lecho conyugal en busca de la variedad y atractivo del amor mercenario. El mismo reposado atractivo le encontraban los donjuanes, si admitimos los sabios razonamientos de Horacio: «Ir con prostitutas no tiene los peligros que trae aparejado el adulterio: no hay que aguardar a que se rinda la virtud de la amada; se nos ofrece desnuda sin tapujos y no velada y con disimulos como hace la esposa legítima, y además, no hay que estar temiendo que en medio del orgasmo aparezca de pronto el marido y haga saltar la cerradura».

Casi todos los burdeles romanos («lupanaria, fornices») estaban instalados en la Subura, el «barrio chino» de la ciudad, en el monte Esquilino, en los distritos V y XV. También los había, de lujo, en el distrito IV. Pero sería erróneo pensar que la prostitución se limitaba a los burdeles. También se ejercía en los altillos de las tabernas, en las cercanías de las termas y en las ventas y posadas de las principales carreteras.

Siendo Roma el corazón de un imperio que albergaba tantos y tan distintos pueblos, no nos sorprende que las mujeres que allí ejercían el oficio del amor fuesen de las más exóticas procedencias: las había griegas y orientales, cultas y refinadas, de alto «standing» como se dice ahora, y las había humildísimas busconas de ínfima condición que se entregaban por un par de monedas pequeñas. Una variada gama de nombres designaba sus respectivas categorías: las «meretrices», del verbo «merecer», eran las más caras, por lo general trabajaban por cuenta propia y sólo de noche; por el contrario, las denominadas «prostibulum», es decir, las que pasan el día delante de la puerta, haciendo la calle, eran las más baratas. Éstas ejercían su oficio desde la hora «nona», algo así como las dos de la tarde, cuando los artesanos daban de mano en el trabajo. Por este motivo se las denominaba también «nonariae». Otros apelativos eran «lupa» «loba», de donde procede «lupanar», y «scortum», «pellejo». Ramón J. Sender, al que encantaban las etimologías, nos explica que «se llamaba pellejas a las prostitutas que vestían, por obligación, pieles de cabras rojizas. Y zorras a las que vestían pieles de zorra, amarillentas. Ahora lo hacen sólo las cortesanas ricas con gabanes costosos, y hasta las muchachas más honestas, cuando se prueban esos atavíos en los anuncios de modas, ponen una expresión putísimamente atávica».

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