Roma de los Césares (27 page)

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Authors: Juan Eslava Galán

Tags: #Histórico

BOOK: Roma de los Césares
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Según el tipo de armamento se imponía una técnica de lucha distinta, lo que tenía sus ventajas y sus inconvenientes. Había que aprovechar los puntos débiles del oponente sin descuidar por ello la propia defensa. Por el armamento utilizado podemos distinguir los siguientes tipos de gladiadores: Sammita («sammis»). Es el tipo más antiguo. En su origen todos los gladiadores eran sammitas. Sus defensas son: yelmo cerrado y rodeado de grandes viseras, escudo, manga acolchada que le protege el brazo derecho y greba de bronce sobre la pierna izquierda. Va armado con una espada corta.

Retiario («retiarius»). Viste túnica corta y cinturón de cuero. Se protege el brazo derecho con una manga acolchada que a la altura del hombro tiene una placa de metal curvada hacia afuera que le guarda la cabeza y el cuello. Va armado de red y tridente.

El sammita y el retiario suelen formar pareja. El retiario combate mejor a unos tres pasos de distancia, fuera del alcance de la corta espada de su oponente, al que, sin embargo, puede herir con el largo tridente o envolver con su red. Uno de sus golpes maestros consiste precisamente en imprimir un movimiento circular a la red plegada para que golpee al sammita en las corvas, al tiempo que le amenaza el pecho o el cuello con el tridente. Si el sammita pierde el equilibrio y cae de espaldas, puede darse por perdido. La mejor defensa del sammita es el ataque. Debe acortar distancias y acercarse hasta un paso del retiario, con lo que le entorpece el manejo tanto de la red como del tridente al tiempo que lo pone al alcance óptimo de su corta espada.

Como el sammita enfrentado al retiario siempre busca acortar las distancias del duelo, da la impresión de perseguir al otro que, por su parte, procura apartarse en seguida buscando los tres pasos idóneos que requiere su armamento. En la secuencia de golpes y contragolpes, el juego gladiatorio se convierte en una persecución. Por este motivo el sammita acabó denominándose «secutor», «perseguidor», en tiempos de Calígula o quizá antes.

Oplomachus. En realidad es otra evolución del sammita aunque más pesadamente armado: casco con visera, escudo, coraza, grebas y tiras de cuero en las articulaciones. Suele enfrentarse al tracio.

Tracio («trax»). Pequeño escudo circular y grebas. Armado con un malvado sable curvo.

Myrmillon. Casco decorado con un simbólico pez («mormyllos»), que le da nombre, alusivo a la red del retiario con el que se enfrenta. Porta escudo rectangular y espada.

Provocator. Escudo redondo y lanza.

Menos frecuentes fueron los «equites» que luchaban a caballo, como torneando, el «essedarus», que combate sobre carro de guerra, y los «andabates», que lo hacen a ciegas, encerrada la cabeza en un casco sin orificios.

Éstos llevan el cuerpo protegido por una cota de malla. Otra variedad no menos cruel es la del combate de «meridiani», es decir, de gladiadores totalmente desprovistos de armas defensivas. Séneca comenta con disgusto: «Nunca se mueve la espada sin herir al contrario».

Existieron otras variaciones pintorescas que, sin duda, indignarían a los aficionados serios: lucha de pigmeos contra mujeres (desde, al menos, el año 88, si bien en el 200 se prohibió que las mujeres lucharan).

Capítulo 23

Correos

H
emos pasado en Roma unos días bastante agradables. Ahora nos disponemos a regresar a Hispania. Nuestro amigo Marco Cornelio nos ha rogado que en el viaje de vuelta llevemos algunas cartas para su hijo Cayo y para otros conocidos suyos destinado en aquella provincia. Marco gusta de escribir sus propias cartas con elegante y picuda caligrafía. Utiliza una pluma de bronce, lo que no es muy común, pues casi todas las que hemos visto en Roma son de caña afilada («calamus»), que de vez en cuando se aguza con una navajita («scalprum»), aunque también las hay de ave («penna») y, si se escribe sobre cera, punzones («stilus») provistos de un pomo, en el extremo no afilado, que sirve para borrar.

El artístico tintero donde Marco moja la pluma contiene un líquido pardusco compuesto de hollín, negro de sepia y heces de vino, todo ello ligado en goma muy diluida. Es una tinta bastante deficiente que puede borrarse con una pasada de esponja (lo que a veces se hace para reutilizar el papiro). También puede borrarse con la lengua, claro. Calígula obligaba a los malos poetas a borrar sus composiciones de este modo, lo que no deja de ser un eficaz ejercicio de crítica literaria. Los enamorados y los espías utilizan a veces otro tipo de tinta que es invisible: la leche, que después de secarse no dejaba rastros sobre el papiro, pero podía leerse espolvoreándolo con carbón.

Antes de nuestra partida, otros amigos nos visitan y nos entregan cartas para Hispania. No es que no funcione el servicio de correos, lo que sucede es que los particulares prefieren no usarlo. El servicio de correos oficial («cursus publicus» o «cursus vetricularis») utiliza una «res veredaria» unida por caballos de posta («stationarii») y posadas oficiales. Existe un director general («praefectus vetriculorum») a cuyas órdenes están los jefes de distrito («manceps»). También existen los correos privados al servicio de empresas y grandes señores. Si el destinatario vive en la ciudad o sus cercanías se utiliza un recadero («tabellarii»); para los que viven más lejos están los «cursores».

Algunos eruditos germanos han criticado un aspecto de los correos imperiales: las calles y plazas de Roma no tenían nombre y las casas no estaban numeradas. Piensan que debió de ser tremendamente complicado encontrar al destinatario de una carta en una ciudad de más de un millón de habitantes. Quizá olvidan que sus habitantes eran latinos y que casi todos vivían en la calle, donde todo el mundo se conocía en cada barrio. Por lo tanto sería fácil dar con el destinatario de una carta en cuyo envoltorio pusiera: «A Fulano, que vive en el sitio del Foro donde empieza la cuesta del Palatino», o «Mengano, cuya tienda está delante del Foro de César»; o «Zutano, que habita cerca del templo de Baco». En las respectivas vecindades, todo el mundo los conocería.

Nadie se pierde en Roma. Dar con una dirección es tan fácil o tan complicado como en cualquier gran ciudad actual. Comprobémoslo en un texto de Terencio:

—¿Recuerdas el pórtico allí abajo, cerca del mercado?

—Por supuesto.

—Pasa por allí, cruza la plaza y sigue hacia arriba. Cuando llegues a lo alto verás una calleja que baja, síguela sin detenerte y al final hay, a un lado, un pequeño santuario y enfrente un callejón.

—¿Dónde?

—Donde está la gran higuera silvestre… ¿Sabes cuál es la casa del rico Cratino?

—Sí.

—Pasas por delante de ella y tuerces a la izquierda, cruzas la plaza y al lado del santuario de Diana tomas a la derecha. Antes de llegar a la puerta hay una fuente y delante una carpintería. Allí es.

Capítulo 24

La caída del imperio romano

O
h, Roma! ¿Por qué culpa han merecido grandes principios estos fines feos?

Intentaremos dar cumplida respuesta a esta retórica indagación de Quevedo, otro español que amó mucho a Roma y a lo romano. Montesquieu y otros románticos pusieron en circulación una teoría: Roma se engrandeció gracias al carácter austero, valeroso y emprendedor de sus primeros ciudadanos, pero sus descendientes, enriquecidos por las conquistas de feraces territorios y desentendidos del procomún durante la dictadura imperial, fueron degenerando y se tornaron viciosos, perezosos y cobardes, lo que acarreó, fatalmente, la decadencia y ruina del imperio.

Montesquieu evitó mencionar el fin del paganismo y la expansión del cristianismo como otra posible causa de la decadencia. Gibbon lo insinúa en su magna obra «Historia de la decadencia y ruina del imperio romano», ese espléndido retrato de la disolución de Roma cuando la ciudad se ve atacada por el cáncer de la barbarie y del fanatismo religioso. Voltaire formula la misma idea con brutal claridad: «El cristianismo abrió el cielo, pero arruinó el imperio». Luego han venido otros (Frobenius, Spengler) que consideran la decadencia de los imperios como un hecho biológico inexorable.

Los propios romanos tuvieron clara conciencia de su propia decadencia. Algunos cristianos, influidos por los textos de Daniel y el «Apocalipsis», incluso la saludaron alborozadamente confundiéndola con el profetizado fin de los tiempos que daría paso al reino de Dios sobre la tierra. En otros autores antiguos se descubre, sin embargo, una resignada melancolía: «El mundo —escribe Cipriano— ha entrado ya en su senectud, pues la decadencia de las cosas prueba que se aproxima a su ocaso».

Es posible que las causas económicas pesaran más que las otras: la agricultura decae y se empobrece, escasea la mano de obra, se deterioran las carreteras, faltas de reparos, la congénita inflación dispara los precios y devalúa constantemente la moneda, lo que causa la ruina de la clase media sobre la que se apoyaba el sistema tributario. Y las arcas públicas están más necesitadas que nunca de ese dinero que no les llega. Durante los siglos
IV
y
V
Roma vivió en casi constante estado de guerra contra los bárbaros que presionaban sus fronteras del Danubio y del Rin y con los partos de Oriente. Mantener un ejército que contuviese a estos pueblos suponía un gran esfuerzo económico. En la época dorada del imperio la maquinaria estatal funcionaba gracias al botín de las nuevas conquistas. Pero, desde que Roma deja de conquistar nuevos territorios y sus fronteras se estabilizan, el erario público sólo puede contar con el dinero de los impuestos arrancados a la cada vez más oprimida clase media. Los ingresos disminuyen, los gastos aumentan. Para colmo de males, la administración imperial resulta demasiado compleja para los limitados medios de la época: se va haciendo evidente que Roma no puede administrarlo todo. A partir del siglo
III
, la autoridad central se disgrega en anarquía militar. En el espacio de medio siglo asistimos a una sucesión de treinta y nueve emperadores, muchos de los cuales son asesinados en golpes de Estado. Roma queda a merced de los militares, de los pretorianos establecidos en la capital o de los jefes de los ejércitos que guardan las fronteras. Muchos de ellos ni siquiera son romanos, sino bárbaros contratados por Roma. Primero se reparten el poder en tetrarquías (desde Diocleciano), después lo descentralizan dividiéndolo en capitales administrativas provinciales, lo que, andando el tiempo, permite que se vayan desgajando provincias enteras sobre las que reinarán, con casi completa autonomía, caudillos vándalos, visigodos, francos u ostrogodos, sólo nominalmente sometidos a Roma.

Desde 364 el imperio se divide en dos grandes bloques: Oriente y Occidente. Todavía sobrevive la idea imperial asociada a Roma, como un símbolo, hasta que, en 476, Odoacro desprecia el título de emperador y envía las insignias imperiales a Zenón, el soberano de Oriente. El título y la sombra del imperio se mantendrán en Constantinopla (la Nueva Roma) por espacio de otro milenio, hasta su conquista por los turcos.

Esto en cuanto al imperio, pero ¿qué fue de Roma como ciudad? Las ilustraciones de los textos de nuestro bachillerato, inspiradas en la aparatosa e imaginativa pintura histórica del siglo pasado, nos han familiarizado con la idea del repentino pillaje, incendio y destrucción de Roma por los bárbaros invasores. En realidad, el acabamiento material de la ciudad de los Césares fue fruto de un proceso mucho más lento y doloroso. Por una parte, el cristianismo triunfante despreciaba la arquitectura civil (termas, circos, teatros, foros, etc.) y centraba sus esfuerzos en la religiosa, es decir, en la construcción de iglesias; por otra parte, la general decadencia económica no permitía ya emprender grandes obras pero sí saquear los materiales de las antiguas que iban arruinándose por falta de reparos. La ciudad comienza a alimentarse, monstruosamente, de su propio cuerpo. Los grandes edificios públicos que elevó el paganismo quedan obsoletos y se deterioran rápidamente.

Después los van despojando de estatuas, bronces, mármoles, tejas, techumbres, vigas y todo tipo de recubrimientos en materiales aprovechables que se revenden en diversos mercados o se transportan a Constantinopla, la Nueva Roma.

La ciudad se va despoblando y sus cada vez más escasos habitantes abandonan las gloriosas siete colinas y se concentran en el llano, particularmente en el Campo de Marte y al otro lado del río, en el Transtíber, donde, en época medieval, se levantará la ciudad del Vaticano. Muy pronto el sagrado Capitolio será «campo de soledad», «mustio collado» y quedará relegado a pasto para cabras (Monte Caprino), y el antaño bullicioso y concurrido Foro, verdadero corazón del imperio, se llenará de yerbajos y será pasto de vacas (Campo Vaccino).

Los saqueados monumentos y palacios de la ciudad se arruinan rápidamente.

Todo el venerable mármol que enorgullecía a Augusto, columnas, frisos, estatuas y solerías, va a alimentar los hornos de cal que surten a las sórdidas construcciones de la ciudad medieval. De toda esa disipada belleza apenas se salva una docena de edificios a los que la ignorancia de los nuevos amos indulta porque pueden reconvertirse en iglesias cristianas, en fortalezas o en pedestales para imágenes de santos. Nos referimos al Panteón, que se consagra a Nuestra Señora; a la biblioteca del templo de Augusto, que pasa a ser Santa María la Antigua; al Templum Sacrae Orbis, que es la iglesia de los Santos Cosme y Damián; a la Curia Iulia, hoy iglesia de San Adriano; al teatro de Pompeyo y termas de Constantino, que después de albergar tanta amable vida se ven brutalmente alistados y convertidos en hoscas fortalezas. La misma triste suerte corre el mausoleo de Adriano, actual castillo de Sant. Ángelo. Y la columna Trajana, que un día sostuvo el águila de Roma y hoy sirve de pedestal a una imagen de San Pedro.

Después de la oscura Edad Media, el Renacimiento, a pesar de su veneración por lo clásico, resultará aún más pernicioso para el legado de la antigua Roma. Un proverbio dice: «Lo que los bárbaros dejaron, los Berberini lo deshicieron».

Capítulo 25

Retorno a Roma

H
an transcurrido dos mil años desde nuestra última visita. Hoy, con un punto de melancolía en el alma, nos atrevemos a regresar a Roma. Hubiésemos querido repetir el rito de aquellos peregrinos del Persiles cervantino que «en llegando a la vista de la ciudad, desde un alto montecillo la descubrieron, e hincados de rodillas, como a cosa sacra, la adoraron», pero el veloz y ultramoderno autobús que nos trae desde el aeropuerto no nos parece marco adecuado para estas expansiones del espíritu.

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