Roma de los Césares (6 page)

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Authors: Juan Eslava Galán

Tags: #Histórico

BOOK: Roma de los Césares
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Calígula fue asesinado, cuando contaba veintiocho años, por el prefecto de su guardia pretoriana, Casio Querea, al que solía humillar imponiéndole expresiones obscenas o ridículas como santo y seña del día. Casio Querea lo acuchilló en el circo, en un pasaje subterráneo que comunicaba el palco con las habitaciones imperiales. Los conjurados de la guardia pretoriana asesinaron también a la emperatriz, Cesonia, y estrellaron contra el muro a su hijita.

El mismo día de la muerte de Calígula, los pretorianos que registraban el palacio imperial encontraron a Claudio, tío carnal del emperador, de cincuenta años de edad, oculto y tembloroso detrás de unas cortinas.

El pobre Claudio creyó llegada su hora pero, para su sorpresa, los soldados lo sacaron al patio y lo aclamaron como nuevo emperador. Claudio (41-54) era hijo de Druso, y por tanto, nieto de Livia, la esposa de Augusto. Una parálisis infantil y otras diversas desdichas lo afectaron gravemente dejándolo cojo y tartamudo. Era, además, desgarbado, feo y algo lento de entendederas. La divinizada familia Julio-Claudia se avergonzaba de aquel engendro. Su madre, Antonia, lo llamaba «aborto de la naturaleza», y cuando tenía que mostrar su desprecio por alguna persona decía: «Es más tonto que mi hijo Claudio». Su abuela Livia ni siquiera le dirigía la palabra. Naturalmente lo mantuvieron apartado de toda actividad pública, lo que le permitió pasar bastante inadvertido y dedicarse a sus loables aficiones, principalmente el estudio de la historia. Compuso una apreciable cantidad de tratados de tema histórico que lamentablemente se han perdido.

Siendo ya de cierta edad, Claudio fue promovido al consulado por su sobrino Calígula. A pesar de ello, como el cargo era poco más que honorífico, nuestro hombre consiguió mantenerse alejado de la política. Es curioso, sin embargo, constatar que sus estudios de historia lo habían llevado a simpatizar con el antiguo régimen republicano al que, con la deformada perspectiva del tiempo, parecían atribuibles las glorias y conquistas del heroico pasado romano. El novelista y biógrafo Robert Graves defiende la tesis de que Claudio se pasó la vida fingiendo ser más tonto de lo que en realidad era, a lo que quizá debió su supervivencia física en el ambiente de conjuras y asesinatos que caracterizó los principados de Tiberio y Calígula.

La actuación de Claudio como emperador fue, en general, beneficiosa para Roma: retornó a la tradición administrativa de Augusto, reformó el sistema judicial, otorgó la ciudadanía romana a algunas provincias, fundó ciudades y, en fin, gobernó despóticamente, unas veces dando muestras de paternal clemencia, otras con tiránica severidad, según su cambiante humor.

No obstante, procuró atraerse a los poderes fácticos: el ejército, el Senado y los «equites». Incluso amplió el imperio con la anexión de dos nuevas provincias africanas (las Mauritanias) y otra en Asia Menor (Licia).

En lo personal tuvo poca suerte con sus cuatro sucesivas esposas, Urgalanilla, Aelia Pactina, Valeria Mesalina y Agripina la Joven. Esta última, que era su sobrina carnal, fue la que peor le salió pues acabó envenenándolo con un plato de setas. La señora tenía cierta práctica en el parricidio puesto que también había eliminado a su anterior marido. Los móviles del crimen fueron maternales y políticos: acelerar la ascensión al trono de su hijo Nerón, que ya había cumplido los diecisiete años.

Nerón (54-68) comenzó su mandato dando muestras de sabiduría y templanza. No en vano había sido educado por dos sabios tutores, Burro, el prefecto de pretorio, y Séneca, el famoso filósofo cordobés. La sabiduría y profundidad de juicio del joven emperador sorprendían a todos. La primera vez que le presentaron una sentencia de muerte para que firmase su cumplimiento comentó con amargura: «¿Por qué me enseñaron a escribir?». A poco abolió la pena de muerte y prohibió los juegos sangrientos en el circo.

Incluso pretendía sustituirlos —en lo que ya empezamos a percatarnos de que estaba loco de atar— por juegos florales y justas poéticas. Quiso también reducir los impuestos y humanizar las condiciones de vida de los esclavos.

Todo parecía ir bien. Incluso en el exterior, las armas de Roma triunfaban, se sometían los rebeldes partos y se reconquistaba Armenia. Pero, de pronto, el joven Nerón dio cumplidas y notorias muestras de enajenación mental: en el año 59 asesinó a su posesiva madre Agripina y a partir de ese momento empezó a actuar como artista y cómico: era poeta y músico, conducía carros en el circo y emprendía cualquier actividad que pudiera favorecer sus inclinaciones exhibicionistas. Quizá al principio fuera un loco gracioso, pero su propio omnímodo poder acabó convirtiéndolo en un loco homicida. Reanudó los procesos por imaginarios delitos de lesa majestad y llegó a condenar a muerte a su esposa y a Burro, su preceptor. Es, sin embargo, falso que incendiase Roma para contemplar una ciudad en llamas. En realidad, cuando ocurrió el incendio que devastaría gran parte de la ciudad en el año 64, Nerón se encontraba a sesenta kilómetros de allí, en Antium, y regresó a toda prisa para dirigir los trabajos de extinción y socorrer a los damnificados. También es falso que acusara del incendio a los cristianos y desencadenara contra ellos una sangrienta persecución. La verdad es que los cristianos de la ciudad eran todavía escasos. Las noticias relativas a esta persecución son apócrifas y fueron insertadas, siglos después, en los textos de Tácito y Suetonio.

Nerón, muy helenizado en sus gustos, quiso reconstruir Roma en el más puro estilo griego y, como buen megalómano, se hizo diseñar un palacio que diese al mundo la justa medida de su genio y poder, la Domus Aurea. Según los planos originales, la nueva morada imperial hubiese cubierto casi un tercio de la superficie total de la ciudad. La suerte de Roma, o su desgracia, fue que el palacio quedase, casi todo él, sobre el papel. Al año siguiente, la llamada conjura de Pisón estuvo a punto de acabar con el emperador. Muchos conjurados ilustres se suicidaron preceptivamente, entre ellos el filósofo Séneca y los escritores Petronio y Lucano; otros fueron ejecutados por el verdugo.

Tres años más tarde, una nueva conjura tuvo éxito. El gobernador de las Galias, Julio Vindex, se sublevó.

El rebelde resumía su desprecio al emperador con estas palabras: «Lo he visto actuar sobre un escenario haciendo papeles de mujer preñada y de esclavo al que van a ejecutar». En aquello había quedado la severa continencia de los antiguos romanos. A Vindex se unieron Galba y Otón, gobernadores de Hispania Citerior y Lusitania, respectivamente. El obediente Senado depuso a Nerón. Abandonado de todos, el emperador se hizo matar por un liberto. Tenía treinta y un años. Su amante, la cristiana Acte, se encargó de sepultarlo.

Con Nerón pereció la dinastía Julio-Claudia, que tan gloriosamente fundara Augusto un siglo antes. A este propósito circulaba en Roma una curiosa leyenda: paseaba Livia en su silla, a poco de casarse con Augusto, cuando, al cruzar una plaza, un águila que sobrevolaba dejó caer sobre su regazo una gallina a la que había apresado en un corral de la vecindad. La gallina aún sostenía en el pico una ramita de laurel que se hallaba picoteando en el momento de su secuestro. Considerando aquel suceso como una señal del cielo, Livia alojó a la gallina en el corral de una casa de su propiedad, donde también plantó la ramita de laurel. El árbol creció frondoso y la gallina se multiplicó en una muchedumbre de ponedoras descendientes, como si árbol y ave fuesen reflejo de la creciente prosperidad de Roma y de los Julio-Claudios.

Cuando un emperador celebraba un triunfo, siempre se coronaba con una rama de laurel tomada de aquel árbol.

Después de la ceremonia, la rama se volvía a plantar y siempre retoñaba y echaba raíces pero, curiosamente, se marchitaba a la muerte del emperador al que había coronado. Pues bien, durante el último año del principado de Nerón, las gallinas del corral murieron una tras otra y el laurel plantado por Livia se secó. Señal por la que los romanos vinieron a saber —concluye la leyenda— que la dinastía Julio-Claudia había fenecido.

Flavios, Antoninos y generalísimos

A la muerte de Nerón, los militares se disputaron el poder. En menos de un año, cuatro generales se sucedieron en el trono imperial y cada uno de ellos suprimió a su antecesor. El primero fue Galba, al que los pretorianos asesinaron porque preferían a Otón, pero éste hubo de suicidarse al ser derrotado por Vitelio, que contaba con las tropas de la frontera renana. Vitelio apenas pudo saborear las mieles del triunfo pues fue derrotado y muerto a su vez por Vespasiano, al que apoyaban las legiones de Oriente. Más afortunado que sus antecesores, Vespasiano se mantuvo en el poder durante diez años (69-79) y fundó la breve dinastía de los Flavios. Este militar, nieto de un centurión, no sentía las veleidades artísticas de Nerón, lo que quizá fuera un alivio para Roma. Era, por el contrario, un hombre sencillo y realista, como los de antiguamente, que procuró administrar austeramente su patrimonio imperial. Favoreció a los habitantes de las provincias, extendió la ciudadanía latina («Ius latii») a Hispania y aumentó a mil el número de senadores, admitiendo entre ellos a muchos miembros de la nobleza municipal, plebeya, de las ciudades italianas. Fue el que inició la construcción del Coliseo o anfiteatro Flavio que es hoy el monumento más característico de Roma. Su principado distó mucho de ser pacífico. En la famosa guerra judaica, su hijo Tito aplastó la rebelión de Palestina y destruyó, memorablemente, el templo de Jerusalén.

También guerreó contra germanos y dacios.

Tito, que había sido prefecto de pretorio de su padre, sucedió a Vespasiano en el año 79. Su temprana muerte, a los cuarenta y dos años de edad, privó a la dinastía de un hombre experimentado y capaz. Lo único destacable de su corto reinado de tres años son dos catástrofes: el segundo incendio de Roma, el año 80, y la famosa erupción del Vesubio (79) que destruyó, sepultándolas bajo una montaña de cenizas y lava sólida, las ciudades de Pompeya, Herculano y Estabia. Una víctima famosa de esta erupción fue el naturalista Cayo Plinio Segundo, muerto cuando intentaba acercarse al cono del volcán en una expedición científica.

Tito tenía un hermano de treinta años, Domiciano, que heredó el trono. Absolutista y despótico, tomó el título de «Dominus et Deus» y gobernó arbitrariamente hasta que una conjura palaciega lo asesinó a los quince años de reinado. En ese tiempo prosiguieron las guerras contra los dacios en el Danubio, contra los germanos y contra los britanos. Roma contenía todavía a sus enemigos, pero el imperio comenzaba a dar muestras de hallarse militarmente exhausto: se crean las primeras líneas defensivas («limes») en Escocia y en el Rin.

A la dinastía Flavia siguió la Antonina, basada más en el principio de adopción que en el de la sucesión familiar. En términos generales, los Antoninos fueron beneficiosos e incluso intentaron reformar las costumbres y educar al pueblo. El primer emperador, Nerva (96-98), un anciano senador que sólo gobernó dos años, tuvo quizá el único mérito de promover al consulado y asociar al trono al gobernante excepcional que lo sucedió: Marco Ulpio Trajano (97-117), el primer emperador nacido fuera de Italia, pues era español y oriundo de Itálica, junto a Sevilla.

Para muchos, Trajano fue el mejor de los gobernantes que tuvo Roma. En vida le concedieron el título de «Optimus»; a su muerte se estableció la costumbre de desear a cada nuevo emperador, en el acto de toma de posesión de las insignias, que fuera «más feliz que Augusto y mejor que Trajano» («felicior Augusto, melior Trajano»). Trajano fue un hombre de acción, enérgico y honesto, afable con el Senado, generoso con la plebe. Moderó los impuestos, administró sensatamente, emprendió obras públicas, aumentó el número de los inscritos en la «annona» o beneficiencia, instituyó un organismo de auxilio a los niños necesitados («alimenta») y cuidó del bienestar del pueblo de Roma como ningún gobernante lo había hecho.

Dice Dión Casio: «Sabía bien que la excelencia de un gobierno se muestra tanto en su atenta vigilancia de las diversiones como en su preocupación por los asuntos más serios, y que aunque el reparto de dinero agrade a los individuos, también debe haber espectáculos que satisfagan a la plebe». Fue, en fin, tan sabio y paternal que una leyenda medieval pretendía que el papa Gregorio el Grande (hacia el 600) había conseguido con sus oraciones que Trajano fuese admitido en el paraíso a pesar de su condición de pagano.

Una de las grandes reformas de este emperador consistió en integrar las provincias en el núcleo de decisiones del imperio, aquel viejo sueño de César que Augusto había frenado. A partir de Trajano, el número de senadores provinciales aumentaría a casi la mitad del total. En política exterior reanudó las conquistas, que estaban estancadas prácticamente desde Augusto. Primero sometió a los dacios y fundó la provincia de Dacia, origen de la actual Rumania. Luego hizo la guerra a los partos, el tradicional enemigo del Este, y creó por aquellos confines las nuevas provincias de Armenia, Siria y Mesopotamia. El emperador murió en Asia Menor, al concluir aquella campaña, cuando Roma había alcanzado su máxima expansión territorial, pero ya daba alarmantes señales del cansancio y agotamiento que precede al declive.

A Trajano sucedió su pariente Adriano (117-138), también de origen hispano. Este hombre culto, refinado y distante, resultó ser un infatigable viajero y turista «explorador de todo lo curioso» («omnium curiositatum explorator»). Se ha sugerido que pudo ser homosexual y que su pasión por el bello Antínoo lo llevó a llenar sus dominios con estatuas del muchacho. El nuevo emperador supo ganarse a la plebe con juegos y amnistía fiscal y prosiguió las obras sociales de su predecesor, pero renunció formalmente a la expansión del imperio, hizo la paz con los partos, a los que devolvió extensos territorios, y sólo se preocupó de ganarse la amistad de los pueblos sometidos y de establecer fronteras seguras: la oriental en el Éufrates y la europea en el Danubio y el Rin. En Bretaña construyó la muralla de Adriano, que atraviesa Inglaterra de costa a costa. Fue también un buen organizador que reestructuró la administración y el ejército, codificó el derecho civil romano («Edictum perpetuum»), y fundó ciudades en un intento de reactivar la economía de sus dominios. Murió a los sesenta y dos años de edad, después de larga y penosísima enfermedad. Lo sepultaron en un monumental mausoleo circular («mausoleum Hadriani») que es la base del actual castillo de Sant. Ángelo. El sucesor de Adriano fue su hijo adoptivo Antonino Pío (138-161), hombre sabio y gris de cincuenta y dos años de edad, que prosiguió la política pacifista de su antecesor aunque se vio obligado a combatir contra los belicosos partos. En su tiempo la calidad del soldado romano había decaído tanto que cada vez se recurría más al alistamiento de mercenarios germanos.

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