Roma de los Césares (2 page)

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Authors: Juan Eslava Galán

Tags: #Histórico

BOOK: Roma de los Césares
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Como es de esperar, el gobierno resulta elegido entre la aristocracia de la ciudad. Sus integrantes han de progresar en la carrera política, obligatoriamente, de acuerdo con un escalafón («cursus honorum»), que integra los siguientes cargos: «cuestores» o encargados de hacienda, tesorería y pagos. Al principio eran sólo dos, pero este número fue aumentando, según la creciente complejidad de la máquina estatal lo requería, hasta alcanzar los cuarenta en época de César; «ediles», o concejales municipales. Normalmente había cuatro «pretores», que cumplen las funciones del ministerio de justicia y del interior. En ausencia del cónsul lo sustituyen. Al principio sólo hubo uno, pero en la época de César eran ya dieciséis; «cónsules», que vienen a ser presidentes del gobierno con poderes casi absolutos pero compartidos, puesto que son dos. Presiden el Senado y los comicios y capitanean el ejército. El año romano recibe el nombre de sus dos cónsules; «censores», que son antiguos cónsules encargados de elaborar el censo de los ciudadanos actualizando su clasificación por clases según la fortuna de cada individuo. También nombran a los nuevos senadores, entre las personas de prestigio, y vigilan las costumbres de la población. Se eligen para cinco años.

Los cargos gubernativos más bajos (cuestores y ediles) tienen «potestas», es decir, poder administrativo; los más altos (pretores y cónsules) tienen «imperium», que es poder de vida y muerte, de carácter sagrado.

Cuando están ejerciendo su cargo van precedidos y escoltados por un número variable de soldados («lictores») que portan al hombro las «fasces», varas de azotar, atadas en un haz, símbolo del poder coactivo que otorga el cargo. Cuando están fuera de la ciudad, y por lo tanto de la jurisdicción del pueblo, añaden a las varas un hacha de verdugo («securis») cuyo hierro sobresale del haz. Mussolini, que soñaba con emular la pretérita gloria de Roma, adoptó las «fasces» como símbolo de su partido «fascista».

Al margen de los cargos descritos, y fuera ya del «cursus honorum», existían los diez tribunos de la plebe que representaban, teóricamente, «una revolución insitucionalizada». Estos tribunos, elegidos entre los plebeyos, tenían derecho de veto contra todos los cargos con «imperium». Además, eran inviolables: el que les ponía la mano encima quedaba solemnemente excomulgado («sacer»). En la práctica no siempre fueron efectivos en la defensa de los derechos del pueblo, puesto que el voto de uno solo de ellos podía invalidar el de los otros nueve.

Finalmente, y sólo en circunstancias excepcionales, el Senado podía proponer a un dictador para que salvara a la patria. En este caso, automáticamente quedaba en suspenso la autoridad de todos los demás cargos, a excepción de los tribunos de la plebe.

El dictador disfrutaba de plenos poderes durante seis meses.

El sistema electoral romano tenía, además de las expuestas, otras pintorescas limitaciones. Solamente se podía votar en Roma, no existía el voto por correo (que Augusto intentaría introducir, sin resultados). Por lo tanto, de la numerosa población que habita fuera de la ciudad, sólo los ricos se pueden permitir el lujo de acudir a las urnas cada vez que se anuncian votaciones: ¡unas veinte veces al año! Además, pude ocurrir que los taimados aristócratas recurran a tácticas dilatorias para que sus adversarios políticos venidos del campo se vean obligados a regresar a sus hogares sin haber votado, por miedo a perder las cosechas. Por otra parte, el mecanismo del sistema está ideado para favorecer descaradamente las tendencias conservadoras en detrimento de las liberales. La mitad de las unidades de voto, las mentadas centurias, han de estar integradas por «seniores» o ciudadanos mayores de 45 años, lo que perjudica al mayor número de «juniores», que ha de resignarse con la otra mitad. Por si esto fuera poco, en caso de empate tienen preferencia los casados y, entre ellos, los que tengan hijos.

Asistamos, aunque sólo sea por curiosidad, a una votación. El día elegido, que debe ser auspicioso, se iza una bandera roja en el Capitolio y se convoca a los votantes a toque de corneta («classicum»). Este día señalado ha venido precedido, como es natural, por un periodo de veinticuatro días de propaganda electoral, presentación de candidatos, confección de listas y actuación de muñidores y comparsas.

Primero, el aspirante se presenta a los magistrados y, en caso de que cumpla los requisitos (ya se sabe, la experiencia previa requerida por el «cursus honorum»), es inscrito como «petitor». Estos candidatos («candidati», así denominados porque se lucen con una toga blanqueada con tiza) comienzan su gira electoral («ambitus», de donde, tome nota el lector, procede la palabra «ambición») por plazas, mercados de abastos, paseos y demás lugares de concurrencia, donde hablan con todo el mundo y se fingen interesados en los problemas del procomún, a la caza del voto. Entre el obligado séquito que los acompaña a todas partes figura un memorioso sujeto, «el nomenclator», cuyo oficio consiste en conocer por su nombre y apodo a todos los posibles votantes e írselos apuntando al candidato para que pueda saludar a cada cual familiarmente.

Luego está el equipo de promoción de imagen que incluye parientes, amigos y correligionarios. Es importante cuidar este equipo. «Que todos los estamentos —aconseja un texto de la época—, que todas las categorías y todas las edades estén representadas… considera desde ese punto de vista tres clases de personas: las que acuden a saludarte a casa, las que te acompañan a la plaza pública y las que van contigo a todas partes…». Es muy normal utilizar a gente joven, más idealista y sacrificada, en la campaña electoral: «¡Qué celo admirable el de los jóvenes! —exclama otro texto—. Ya sea para hacer propaganda, para visitar al elector, para hacer recados, par figurar en tu cortejo, ¡qué actividad!». En el equipo deben figurar algunos eficientes amanuenses, porque es necesario despachar desesperadas cartas a posibles votantes ausentes instándolos a que vengan a Roma a votar: «Necesito que vengas inmediatamente —escribe el candidato Cicerón a su amigo Attico—; es seguro que algunos nobles amigos tuyos se van a oponer a mi elección. Trata de venir a Roma».

Los mítines («contiones») están a la orden del día, así como la compra de votos por medio de los «divisores».

Se divulgan eslóganes políticos: «Vota a Fulano, el más honrado» o «el más virtuoso», o «el más honesto».

Otras calificaciones: «hombre de pro», «muy religioso», «ya conocéis su rectitud», «organizará espectáculos».

A veces unas siglas siguen al nombre del candidato: D. R. P., es decir, «digno de cargos públicos». Las valas publicitarias están muy solicitadas. A falta de mejores medios, se realizan sobre la pared previamente cedida por el dueño de la casa. Tales pintadas electorales son ejecutadas en serie por un equipo que integra a un blanqueador, que prepara la pared; un rotulador, que escribe el texto usando mayúsculas rojas o negras de hasta treinta centímetros de altura, y dos ayudantes que portan la luz y los trebejos.

En Pompeya se ha encontrado el siguiente anuncio: «Votad a Aulo Vettio Firmo para edil. Os lo solicitan Fusco y Vaccula». Con este tipo de murales se ganaban la vida muchos artistas, algunas de cuyas obras, imitando nobles inscripciones en piedra, merecerían figurar en un museo.

Es una lástima que los del partido rival acostumbrasen estropear estos carteles con sus pintadas (por lo que, a veces, se añadía debajo, en letras más pequeñas, alguna maldición: «Que la enfermedad se lleve al que lo borre»). Algunas pintadas nos hacen sonreír: «Los borrachos noctámbulos solicitan tu voto para su compadre Fulano» (aquí el nombre del político al que se pretende desacreditar). «Lo apoya la cofradía de los dormilones; Lo apoyan sus amigos chorizos; Lo apoyan los esclavos fugados». Otras resultan filosóficas: ¡«Cuántas mentiras alimenta la ambición»! Las hay, finalmente, que son como dardos envenenados. En otro muro pompeyano, debajo del mural que solicita el voto para un tal Cayo Julio Polibio, sus adversarios han añadido: «Cuculla y Zmyrina» —dos conocidas prostitutas del barrio— «declaran amar y apoyar a Polibio».

¿Qué prometían al electorado los políticos romanos? Los asesores de campaña aconsejaban un programa ecléctico: «Que el Senado crea que vas a defender su autoridad; que los "equites", la gente honorable y los ricos encuentren en ti la defensa de su reposo y de su paz, y que la plebe estime que no vas a oponerte a sus intereses». ¿A quiénes conviene halagar, hechizar, conquistar con el encanto personal?: «A las gentes del campo y de los pueblos les basta con que nos sepamos su nombre para creerse que son amigos nuestros… los candidatos en general y tus adversarios en particular descuidan a esas gentes… pero será mejor que consigas que vean en ti más que a un buen nomenclator, a un verdadero amigo…». «No descuides los banquetes que has de organizar en tu casa o en las de tus amigos e invita a gente de todos los barrios, procurando que estén representadas todas las tribus».

Bien, hemos visto la bandera, hemos oído la trompeta y, como buenos ciudadanos con derecho a voto, hemos acudido al lugar de los comicios. En la explanada del Campo de Marte, a las afueras de la ciudad, se han ido reuniendo los que van a votar y a la orden de un magistrado que dice «dispersaos, romanos» («discedite quirites») nos hemos ido agrupando por centurias. Las de los ricos, que votan los primeros, se han puesto previamente de acuerdo sobre la lista de cargos que quieren sacar. El secretario («centurio») organiza el acto auxiliado por un administrativo («rogator») que va pasando lista para que cada cual emita su voto. En los primeros tiempos el voto era oral, pero desde 139 a. de C. se escribe. En obsequio a la mayoría analfabeta sólo hay que tachar una letra en la papeleta («tabella»). Si se trata de un juicio las letras son L («libero», es decir, declaro libre), o D («damno», condeno). A veces A de «absolvo» o C de «condemno». Si se trata de una proposición de ley se pone V («vti rogas», que sea como pides), o A («antiquo», que sigan las cosas como antes). Cuando el «centurio» ha identificado al votante lo deja pasar con su tablilla a un alto y estrecho escaño de madera («ponte»), donde, bien a la vista de todos, está la urna («cista»), custodiada por varios circunspectos «custodes». Con este lentísimo sistema no es de extrañar que el escrutinio durase cinco o seis horas. En realidad cuando las centurias de los ricos, que votaban primero, habían obtenido la previsible mayoría, la votación se interrumpía y los pobres se quedaban sin votar. También se suspendía si a alguien le daba un ataque de epilepsia, el llamado «mal comicial», que era aviso de los dioses. En algunas ciudades también se dieron casos de suspensión, aplazamiento o anulación por causas más terrenales: garrotazo a la urna, palizas a candidatos, falsificación de papeletas o manipulación del recuento, voto de gente no censada y un largo etcétera. De donde se deduce que el pucherazo electoral no es cosa de ahora o, por decirlo a la romana, «nihil novum sub sole».

Nos sorprende la modernidad de la estrategia electoral romana, producto, sin duda, de una larga evolución.

Durante siglos la estuvieron practicando aunque, como hemos visto, nunca alcanzaron un gobierno democrático en el moderno e igualitario sentido del término. Durante siglos, también, aquella república gobernada por una aristocracia inmovilista hizo la guerra a todos los pueblos y países de su entorno. En el siglo
III
a. de C.

Roma había sojuzgado a toda la península Itálica. Después amplió sus intereses a los territorios de ultramar y se enfrentó a la poderosa Cartago por el dominio del Mediterráneo.

Romanos y cartagineses lucharon en tres guerras. Durante la segunda, la situación de Roma llegó a ser angustiosa con el victorioso caudillo enemigo, Aníbal, a las puertas de la ciudad. No obstante, Roma resistió con heroica determinación y, años después, logró derrotar a su temible adversario. Con la definitiva destrucción de Cartago (147 a. de C.) Roma quedó dueña del Mediterráneo e inició su expansión territorial por Europa, Oriente Medio y el Norte de África. Las inmensas riquezas de estos territorios enriquecieron a la aristocracia senatorial, que se distribuía los cargos y prebendas, y a los «equites», que canalizaban el activo comercio, pero, al propio tiempo, la devastadora competencia de la mano de obra esclava terminó arruinando al pequeño campesino y al artesano y los convirtió en parásitos improductivos cuya única salida consistía en hacer fortuna en el ejército.

Estos cambios económicos provocaron, a lo largo del periodo republicano, fuertes tensiones sociales entre los tres grupos predominantes: los cada vez más numerosos y empobrecidos plebeyos; la pujante plutocracia de los «equites», que demanda un mayor espacio político proporcional a su poderío económico; y la inmovilista aristocracia senatorial que se encastilla en sus antiguos privilegios y se resiste a ceder terreno.

Dos reformadores, los hermanos Gracos, tribunos de la plebe, intentaron obtener tierras para el pueblo por medio de una revolución pacífica, pero fueron asesinados. No obstante, la aristocracia hubo de transigir en que desde entonces el enriquecido Estado sobornara a la plebe con distribuciones de trigo a bajo precio o gratuitas («annona»). Esta práctica se institucionalizaría y contribuiría a la formación de una numerosa clase social parasitaria y embrutecida que vive de los subsidios estatales y se desentiende de las cuestiones del gobierno.

Capítulo 3

El ocaso de la república

H
acia el siglo
I
a. de C., el Senado se había convertido en una institución obsoleta y corrupta, incapaz de afrontar las nuevas necesidades que comportaba la administración de los inmensos territorios conquistados por Roma. Julio César daría finalmente al traste con la república y prepararía el retorno de Roma al autocrático régimen monárquico. César, aunque nacido en el seno de una antigua y prestigiosa familia senatorial, se inclinó políticamente por el partido del pueblo, que se oponía al corrupto Senado y propugnaba la evolución institucional y una mayor democratización de las estructuras del poder. El joven César apostó fuerte: primero se atrajo a la oprimida y descontenta plebe con espectáculos públicos, banquetes y dádivas que lo dejaron endeudado y al borde de la ruina; después marchó a Hispania, donde sofocó una rebelión de tribus indígenas y ganó —además de prestigio— las inmensas riquezas que necesitaba para saldar sus deudas y proseguir su brillante carrera política; finalmente regresó a Roma. Allí encontró a otro famoso general y ambicioso político, Pompeyo, que acababa de enemistarse con el Senado, y a un millonario, Craso, paradójicamente líder del partido del pueblo (en el que también militaban muchos adinerados «equites»). Este Craso, llamado el Rico («Crassus dives»), llegó a ser dueño de la mayor parte de los bienes raíces de Roma. Sus procedimientos combinaban el ingenio con la falta de escrúpulos. Había credo, por ejemplo, un cuerpo de bomberos propio y, cuando había un incendio en la ciudad, compraba a bajo precio los inmuebles amenazados y luego enviaba a sus hombres a extinguir el fuego. Pero sabía ganarse a la gente con préstamos y regalos y el pueblo lo apoyaba.

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