Roma Invicta (31 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Histórico

BOOK: Roma Invicta
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La batalla de Aquae Sextiae

S
uele representarse a celtas y germanos como pueblos salvajes, mucho más atrasados que los romanos, fuertes y bravos en el combate individual, pero incapaces de organizarse como un auténtico ejército. Como si ellos mismos quisieran corroborar esta visión, de vez en cuando algún caudillo o campeón se adelantaba de entre sus filas y retaba a duelo singular a los enemigos.

A decir verdad, estos duelos formaban parte del ritual anterior a la batalla, o en ocasiones se producían en las pausas en que los ejércitos rivales se separaban para tomar aliento. Los mismos romanos eran muy aficionados a ellos, y no solo en los tiempos de los reyes o los primeros siglos de la República. Marcelo, el conquistador de Siracusa en la Segunda Guerra Púnica, había conseguido la máxima condecoración romana, los
spolia opima
, gracias a que venció en duelo al caudillo Viridomaro. Más próximo en el tiempo a Mario, Escipión Emiliano había matado en combate singular a un cacique durante sus primeras campañas en Hispania. Y eso no quiere decir que las legiones de cuyas filas salían estos campeones romanos fueran hordas caóticas y desordenadas.

Refiriéndose a este asunto, el experto en armas de la Antigüedad Fernando Quesada afirma: «Una lectura atenta de la información prueba que los galos combatían en ejércitos estructurados y organizados, con insignias militares, señales y formaciones reconocibles».
[16]
Aunque el texto se refiere en concreto a los galos, es perfectamente aplicable a este caso, pues nos referimos a una especie de
continuum
de tribus de costumbres y armamentos similares.

Por eso, lo que los romanos asomados a la empalizada de su campamento veían ahora ante sus ojos no era una horda abigarrada y caótica de salvajes, sino interminables filas de infantería cerrada apoyadas por escuadrones de caballería en los flancos.

Mario no estaba dispuesto a aceptar la batalla en las condiciones que le ofrecía el caudillo enemigo, Teutobudo. Durante la guerra en África ya había tenido que combatir demasiadas veces cuando y donde quería Yugurta. Ahora era él quien conocía bien el terreno, de modo que decidió aguardar.

La espera consumía a sus soldados. Según Plutarco, durante aquellos días, Mario los hizo subir por turnos al parapeto para que vieran lo más de cerca posible a aquellos enemigos venidos del norte y se acostumbraran a su aspecto. Así vino a demostrarles que eran altos, sí, pero no gigantes sobrehumanos.

Con el paso de los días, el temor ante los enemigos dio paso a cierta familiaridad y, sobre todo, a rabia provocada por sus desafíos y por ver cómo devastaban los alrededores. Después de tantos años entrenándose duro, las mulas de Mario estaban deseando demostrar su valía, así que le pidieron a su general que los sacara al campo de batalla.

Para contener su impaciencia, Mario les explicó que no desconfiaba de su valor, pero que debido a cierta profecía sabía que vencerían al enemigo en otro momento y lugar. Los soldados imaginaron que se refería a Marta, una adivina siria a la que Mario tenía en gran consideración y llevaba consigo a todas partes en una litera. Según se contaba, el éxito de aquella mujer se debía a que era capaz de acertar los resultados de los combates de gladiadores.

Frontino narra en sus
Estratagemas
una anécdota que debió de ocurrir en aquellos días. Un guerrero salió de las filas teutonas y desafió a voces a Mario para que, como jefe de los romanos, combatiera con él. En Numancia, cuando era un joven tribuno, Mario había aceptado un desafío similar. Pero ahora tenía cincuenta y cinco años y, sobre todo, cargaba a sus espaldas con la responsabilidad de un ejército y de toda la República. Desde la empalizada, contestó a aquel hombre que, si tantas ganas tenía de morir, se echara un nudo corredizo al cuello. Como el teutón se empeñaba, Mario le envió a un gladiador de poca estatura y bastantes años, seguramente un lanista de los que entrenaba a los reclutas. «¡Cuando lo venzas, me enfrentaré contigo!», le gritó. Por desgracia, no sabemos cómo terminó esta historia que admite varios desenlaces a cual más interesante.

Frustrados, los teutones intentaron expugnar el campamento romano. Pero ahora no estaban en Arausio, donde los cimbrios consiguieron destruir los dos fuertes en los que se habían refugiado los restos de sendos ejércitos derrotados. Las tropas de Mario, frescas e intactas, aguantaron perfectamente el chaparrón de proyectiles que les lanzaron los enemigos y les infligieron bajas sustanciales. Como era de esperar, por otra parte, ya que atacar una muralla o empalizada bien defendida siempre suponía bastantes más muertos para los asaltantes que para la guarnición.

Por fin, los teutones decidieron proseguir su camino hacia el sur, convencidos de que tenían tan acobardados a los romanos que estos ni siquiera se atreverían a salir del campamento.

Plutarco cuenta que los teutones y ambrones tardaron seis días en desfilar por delante del campamento hasta perderse de vista. Había cientos de miles de personas entre combatientes, mujeres, ancianos, esclavos y niños, y marchaban por contingentes tribales, con pesados carromatos en los que llevaban todas sus posesiones a cuestas. No es de extrañar que la caravana se extendiera decenas de kilómetros, con varias columnas avanzando en paralelo a paso de caracol.

Algunos de los invasores pasaban lo bastante cerca de la empalizada como para lanzar puyas a los romanos. «¿Queréis que les digamos algo a vuestras mujeres, ya que las vamos a ver antes que vosotros?», les decían, y es de suponer que añadían obscenidades de tono más subido que no nos han transmitido nuestras fuentes.

Cuando se despejó la polvareda del último carromato, Mario sacó a sus hombres del campamento y se dedicó a seguir a los teutones en dirección este. Acostumbrados a marchar con su impedimenta a cuestas, las mulas de Mario viajaban a buen paso, en paralelo a los cimbrios y a cierta distancia, la suficiente para no perderlos de vista. Cada noche, Mario ordenaba levantar un campamento bien fortificado en un sitio elevado, procurando que hubiera obstáculos naturales entre su ejército y los teutones.

Dos o tres días más tarde y setenta kilómetros más al este, después de adelantar a buena parte de la caravana enemiga, llegaron a las inmediaciones de Aquae Sextiae, la colonia fundada en 121 por Sextio Calvino, a unos treinta kilómetros del mar.

Aquel era el sitio elegido por Mario, que durante los años anteriores había tenido tiempo de sobra para reconocer todos los alrededores. Allí se abría una amplia llanura entre el río cercano y una ladera cubierta de árboles. Fue en ella donde apostó a sus hombres Mario, de tal manera que si los teutones querían combatir con él tuvieran el río a sus espaldas. El único problema era que en esa ladera no había suficiente agua, y pronto sus legionarios empezaron a quejarse de la sed.

Siguiendo las ordenanzas, los romanos empezaron a levantar un campamento con defensas lo bastante sólidas para resistir otro posible asalto. En cambio, los bárbaros, que iban llegando por tribus y clanes, se hallaban mucho más dispersos por el llano y la orilla del río.

Aprovechando que había una zona que parecía más despejada, un grupo de sirvientes del campamento romano bajó para coger agua a mediodía. Pese a todo, los criados tomaron la precaución de llevar armas encima. Al acercarse al río, se toparon casi de bruces con unos bárbaros que se estaban bañando en las fuentes termales, y se desató una pelea. Al oír los gritos, acudieron más ambrones, ya que era su tribu la que estaba desplegada por esa zona. Aunque estaban recién comidos y ahítos de vino, formaron filas y avanzaron aporreando los escudos mientras repetían a modo de grito de guerra su propio nombre: «¡Ambrones, ambrones!».

Los primeros que acudieron en ayuda de los sirvientes fueron unos auxiliares ligures, y después más tropas romanas. Este tipo de escaramuzas que escalaban hasta convertirse en refriegas generalizadas no eran raras: así había ocurrido, por ejemplo, en Pidna, donde una mula que se les escapó a los aguadores romanos desencadenó la batalla en la que las legiones aplastaron a las falanges del rey Perseo.

En este caso, los ambrones llevaron las de perder; lo cual no es de extrañar, ya que no estaban en las mejores condiciones físicas y además el enemigo había cargado contra ellos cuesta abajo. Tras acabar con ellos, los romanos siguieron adelante en la ofensiva y atacaron su campamento, donde se encontraron con la sorpresa de que las mujeres les plantearon batalla armadas con hachas y espadas.

Cuando cayó la noche, los romanos y sus aliados se retiraron al fuerte. Aquel primer encuentro apenas había afectado al grueso de las tropas enemigas, pero sirvió para subir la moral de los hombres de Mario y para que controlaran un tramo del río y dispusieran de agua potable.

Durante esa noche y al día siguiente, los romanos continuaron fortificando su campamento sobre la ladera. Mientras tanto, no dejaban de llegar más contingentes bárbaros a los que los romanos habían ido adelantando durante aquellos días.

A la noche siguiente, siguiendo instrucciones de Mario, el oficial Claudio Marcelo salió del campamento a hurtadillas del enemigo y se apostó en una elevación boscosa, a un lado del previsible campo de batalla. Llevaba consigo tres mil efectivos entre infantería y caballería, además de sirvientes con acémilas enjaezadas como corceles.

Cuando amaneció, Mario sacó a sus tropas del campamento y las desplegó delante de la empalizada. Estaba convencido de que Teutobudo y sus guerreros aceptarían el reto, confiados en su superioridad numérica y en sus propias virtudes guerreras.

Mario había tenido buen cuidado de elegir el terreno. La clave era que sus hombres no salieran al llano abierto, donde los enemigos podrían formar un frente más amplio y flanquearlos como habían hecho en Arausio. En cambio, si se mantenían en la falda del monte, por muchos que fueran los teutones —acaso el doble que los romanos—, de poco les iba a servir en un campo de batalla más restringido donde únicamente sus primeras filas podrían entrar en la zona de matanza efectiva para chocar cuerpo a cuerpo con los romanos.

Con el fin de contener a los legionarios y evitar que se dejaran llevar por el entusiasmo y cargaran cuesta abajo, los oficiales pasaban constantemente por detrás de sus filas repitiendo las instrucciones. En cuanto a Mario, a sus cincuenta y cinco años, formó al frente como uno más, pues, como dice Plutarco, «ejercitaba su cuerpo mejor que cualquiera y en valentía los superaba a todos» (
Mario
, 20).

Ante una batalla como aquella a un general se le ofrecían dos posibilidades: mantenerse atrás montado a caballo para tener mejor visión de conjunto y acudir donde fuese necesario, o pelear a pie en primera fila. Esta última opción reducía su control sobre el curso del combate, pero a cambio multiplicaba la moral de las tropas demostrando que el general compartía sus peligros y, sobre todo, que confiaba en sus hombres lo bastante como para encomendarles la vida a ellos y no a la velocidad de un corcel.

Mario se decidió, así pues, por la segunda alternativa: una vez que las piezas estaban en el tablero, aquella batalla había que ganarla con las piernas y con el corazón.

Para conseguir que los teutones mordieran el cebo y tomaran la iniciativa, Mario envió su caballería a la llanura a hostigarlos. Los teutones, que estaban deseando entrar en combate, persiguieron a los jinetes. Al ver que estos hacían volver grupas a sus monturas, los bárbaros aprovecharon el impulso que llevaban y siguieron adelante cargando cuesta arriba.

En otras ocasiones, contemplar a aquellos guerreros altos, rubios y pálidos enarbolando sus armas entre alaridos de guerra había bastado para romper las filas romanas. Pero los hombres que formaban en Aquae Sextiae no eran reclutas bisoños esperando su primer baño de sangre, sino las mulas de Mario, legionarios duros y escurridos como raíces de olivo de tanto caminar y cavar bajo el sol. Aguantaron a pie firme hasta que tuvieron a los primeros enemigos a una distancia efectiva, poco más de quince metros, y solo entonces lanzaron la primera descarga de
pila
.

Como ya hemos comentado, las puntas de aquellos venablos eran tan pesadas con el fin de tener mayor poder de penetración. Ahora el gradiente de la cuesta les añadía impulso adicional. Unos cuantos
pila
hirieron o mataron a los objetivos elegidos (en cualquier caso, en un porcentaje mucho menor de lo que se suele ver en las películas), y muchos otros impactaron en los escudos. A decir verdad, el
pilum
era sobre todo un arma antiescudo. Cuando la punta piramidal atravesaba la madera, esta, de natural esponjosa, tendía a cerrarse sobre el largo vástago de hierro, de tal manera que era muy difícil arrancar el
pilum
del escudo y muchos hombres, frustrados, acababan librándose de él.

Más que diezmar las filas de los teutones, lo que pretendía aquella andanada de venablos era frenar el ímpetu de su carga. Fue entonces cuando los romanos desenvainaron sus espadas y acometieron al enemigo. Si bien como promedio los teutones eran más pesados que ellos, los hombres de Mario jugaban con la gravedad a su favor. Además, ahora, llegado el momento de empujar con sus escudos a los bárbaros para hacerlos retroceder, debieron agradecerle a su general que durante tanto tiempo les hubiera hecho cargar con más de treinta kilos a la espalda en larguísimas caminatas. Aquel ejercicio constante había fortalecido tanto el tren inferior de las mulas de Mario que ahora sus cuádriceps y gemelos lograron compensar el mayor volumen de los adversarios.

Poco a poco, los teutones retrocedieron hasta la llanura. Una vez allí, los guerreros que formaban en las filas posteriores podrían haber intentado desplegarse para entrar en acción rodeando a los romanos por ambos flancos.

Pero no se les dio ocasión. Marcelo escogió ese momento para sacar a sus tres mil hombres de entre la espesura. Acompañados por los sirvientes con las mulas, parecían una tropa incluso más numerosa, y sembraron el pánico y el desorden en la retaguardia enemiga.

A partir de ese momento, como ocurría siempre que un ejército rompía filas y huía, los teutones estaban perdidos. Los romanos los masacraron y tomaron su campamento, donde aún debieron de causar más mortandad entre los no combatientes. El número de víctimas fue tan alto que se contaba que los habitantes de la región cercaron sus viñedos con los huesos de los caídos, y que todos esos cadáveres convertidos en abono hicieron que las cosechas de los años siguientes fueran más abundantes que nunca. De su jefe Teutobudo no se sabe muy bien qué fue. Según unos autores, murió en la batalla y, según otros, fue capturado en los Alpes por los secuanos, aliados de Roma.

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