Roma Invicta (37 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Histórico

BOOK: Roma Invicta
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La forma más correcta de su nombre es Mitrádates, que significaría «regalo de Mitra»; por comodidad, utilizaré la forma más conocida en español. Él fue el sexto monarca de tal nombre en el Ponto y el octavo sucesor del primer Mitrídates, el llamado
Ktistés
o Fundador, que se independizó del gran reino seléucida hacia el año 280.

Mitrídates aseguraba asimismo que era el decimosexto descendiente del gran rey Darío de Persia y que por sus venas corría sangre de Alejandro Magno. A este lo imitaba de forma consciente en los retratos que hacía acuñar en sus monedas, y para reforzar ese vínculo simbólico se hizo con un manto que había pertenecido al rey macedonio.

La grandeza era una obsesión en Mitrídates, y todo en este personaje
bigger than life
resultaba desmesurado. Para empezar, él mismo. Tenía una gran estatura, cercana a los dos metros, como se podía comprobar por las armaduras que consagró en Nemea y en Delfos. Su resistencia física le permitía cabalgar ciento ochenta kilómetros en una sola jornada cambiando de monturas, y gracias a sus enormes manos y a su fuerza descomunal llegó a manejar las riendas de carros tirados por dieciséis caballos.

Su mente privilegiada se hallaba a la altura de su cuerpo. En Sínope, donde se crió, recibió una esmerada cultura griega, pero también se educó en las tradiciones iranias. Se decía de él que dominaba más de veinte idiomas y que se relacionaba con los diversos pueblos de su reino sin recurrir a intérpretes.

En estas descripciones había mucho de hipérbole, sin duda. Todo indica que era un hombre de gran tamaño, pero es posible que enviara a los santuarios griegos unas armaduras mayores de lo que le correspondían para impresionar a quienes las contemplaban, imitando un truco del que se había servido Alejandro Magno durante su campaña india. Sobre el carro, parece que la historia original hablaba de diez caballos, no de dieciséis. (La anécdota era tan popular que el emperador Nerón intentó imitarlo en una carrera en Olimpia, unció diez caballos a su carro, no consiguió hacerse con ellos y acabó dando con los huesos en la arena). En cuanto a los idiomas, probablemente dominaba algunos y otros simplemente los chapurreaba, como tantas personas que hoy día inflan sus currículos.

Otra de las leyendas que creció en torno a Mitrídates fue la de su inmunidad a los venenos. La desconfianza que sentía hacia los tóxicos era natural, puesto que su padre, Mitrídates V, murió envenenado durante un banquete en la ciudad de Sínope. Por eso el joven príncipe se dedicó a estudiar todo tipo de fármacos, que él mismo utilizaría a su debido tiempo con las personas de las que se quería librar.

Se cuenta asimismo que sus experimentos lo llevaron a ingerir cantidades minúsculas de diversos venenos, y que después las iba aumentando progresivamente con el fin de conseguir la inmunidad. Ese proceso, debido a la fama del rey, se conoció posteriormente como «mitridatismo» o «mitridatización». ¿Se trata de algo más que una leyenda? Con dosis crecientes se pueden conseguir niveles de tolerancia cada vez más altos para ciertos tóxicos, como por ejemplo el arsénico, o para las ponzoñas de algunos animales. Para protegerse de otros venenos, se supone que usó sus lecturas y sus experimentos con el fin de conseguir la fórmula de una triaca o antídoto general que se conoció como
mithridatium
o mitridato.
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Durante los primeros años, fue su madre Laódice quien gobernó en nombre de Mitrídates y de su hermano menor, Cresto, a quien prefería. Tras un sospechoso accidente de equitación, el joven Mitrídates decidió que, si quería sobrevivir, le convenía apartarse de su madre, que estaba actuando en connivencia con los asesinos de su padre. Para ello, huyó de Sínope junto con algunos amigos fieles y pasó siete años oculto en los frondosos bosques situados en la región oriental del reino. En aquellos lugares apartados endureció su cuerpo acostumbrándolo a la intemperie y dedicándose a la caza.

Transcurridos esos siete años de iniciación guerrera —un número sospechosamente místico, como tantas cosas en su vida—, Mitrídates regresó a la corte y hacia el año 113 asumió de forma efectiva el poder. Para ello tuvo que librarse de su madre y su hermano; según algunas fuentes los mató, y según otras a su madre se limitó a encarcelarla y ella falleció por causas naturales.

El reino que había heredado Mitrídates era de por sí rico en recursos, tanto materiales como humanos. En la costa norte se hallaban las ciudades griegas como Sínope o Amastris, que poseían instituciones helenas —consejos, asambleas, arcontes— y que prosperaban gracias al comercio. Más al sur había una serie de fértiles valles fluviales que corrían paralelos a la costa por detrás de las montañas; constituían el verdadero corazón del reino, y sus habitantes eran de origen asiático, gobernados por nobles de sangre irania desde sus castillos montañeses. Gracias al clima húmedo y suave, los bosques eran muy densos, sobre todo en la zona oriental, y de ellos se obtenía una madera muy apreciada para construir barcos. El Ponto abundaba también en minerales, sobre todo en hierro, y era la tierra de origen de los afamados cálibes, que según la tradición habían sido los inventores de la metalurgia del acero.

Este reino tan interesante resultaba, no obstante, muy pequeño para las ambiciones de Mitrídates, que no tardó en mostrar sus ansias de conquista. Para empezar, se dedicó a reforzar su dominio en las orillas del mar Negro. Las primeras tierras que cayeron en su poder fueron Armenia Menor y la mítica Cólquide. Esta última, la patria de la legendaria Medea, ofrecía entre otros recursos oro aluvial en forma de pepitas arrastradas por los ríos que bajaban de las montañas, y le abría una importante ruta comercial al mar Caspio.

Después de eso, entre 114 y 110, Mitrídates añadió a su reino las tierras del Quersoneso y el Bósforo Cimerio (actualmente, la península de Crimea y el estrecho de Kerch). El mar Negro se convirtió desde entonces prácticamente en un lago que dependía de él.

A partir de ese momento, sus rutas de expansión natural hacia el oeste y hacia el sur lo llevaban a chocar indefectiblemente contra los romanos. Mitrídates ya estaba resentido contra ellos, porque aprovechando la regencia de su madre le habían arrebatado territorios en Frigia, en el corazón de la península de Anatolia. Para él, Roma era un oscuro nubarrón en el oeste que, conociendo el destino que habían sufrido macedonios y cartagineses, no tardaría en abatirse sobre su propio reino.

El joven rey se preparó cuidadosamente. Entre 109 y 108 viajó de incógnito a Bitinia y a la provincia romana de Asia para espiar al enemigo. Allí descubrió que la mayoría de la gente odiaba a los romanos y a los itálicos —que para los asiáticos venían a ser lo mismo—, porque los identificaban con los recaudadores de impuestos y los prestamistas que les chupaban la sangre.

Ese rencor era aún más visceral en las capas inferiores de la sociedad, que vivían apenas por encima del nivel de subsistencia, y sobre todo entre aquellos que se habían convertido en esclavos por los abusos y las deudas. Mitrídates tomó buena nota de ello para el futuro, aunque tardaría todavía dos décadas en asestar su golpe devastador.

Durante unos años, aprovechando que los romanos andaban enfrascados en sus guerras contra Yugurta y los germanos, Mitrídates se dedicó sobre todo a los países que se extendían al sur de su reino, Galacia y Paflagonia, menos desarrollados que el Ponto. Después, en los 90, intentó apoderarse de Capadocia, un estado más extenso que hacía frontera con Cilicia. En esta última, como ya vimos, se encontraba Sila como propretor. Sila actuó con rapidez y expulsó a Gordio, el rey títere puesto por Mitrídates, para volver a poner en el trono al rey Ariobarzanes. Fue el primer choque serio entre Roma y el monarca del Ponto.

La tensión entre ambos se agravó en el año 90, cuando Mitrídates se atrevió a ir más lejos e invadió no solo Capadocia, sino también el reino de Bitinia, amigo y aliado de Roma. El rey no actuaba así a tontas ni a locas, sino aprovechando el estallido de la Guerra Social, que conocía bien gracias a sus contactos entre los rebeldes.

Pese a esa guerra, el senado decidió tomar cartas en el asunto y envió una comisión presidida por Manio Aquilio, que había sido colega de Mario como cónsul en el año 101 y durante su mandato había sofocado la revuelta de esclavos de Sicilia. Estaba considerado un buen militar, pero también un individuo codicioso y corrupto, y como tal había sido denunciado por sus abusos en Sicilia.

Para sorpresa y tal vez frustración de Aquilio, Mitrídates reculó sin combatir y abandonó Capadocia y Bitinia, a cuyos tronos regresaron los anteriores monarcas, Ariobarzanes y Nicomedes. Seguramente el rey del Ponto estaba pensando que, en cuanto se fueran los romanos, podría volver a invadir a sus vecinos.

Pero Aquilio le exigió una indemnización de guerra que Mitrídates se negó a pagar. Dispuesto a cobrársela de una manera o de otra, Aquilio ordenó a Ariobarzanes y Nicomedes que invadieran el Ponto.

En general, los romanos subestimaban a Mitrídates. Después de veinte años viendo cómo se retiraba una y otra vez como un perro al que se amenaza con un palo, creían que era tan cobarde o timorato como otros reyes de la zona y que obraría como Antíoco ante Popilio Lenas, cediendo sin rechistar. Al fin y al cabo, ¿no se trataba de un oriental? Los tópicos grecorromanos insistían en que los orientales eran blandos y afeminados, algo que se evidenciaba, por ejemplo, en que no vestían túnica sino pantalones.

Ariobarzanes, más prudente, se negó a llevar a cabo la invasión que le sugería Aquilio. Pero Nicomedes de Bitinia, que debía una gran cantidad de dinero a los prestamistas romanos, atravesó las fronteras del Ponto y llegó hasta la ciudad de Amastris, que saqueó, y además cerró la salida del mar Negro a los barcos de Mitrídates. Este envió a Pérgamo a su general Pelópidas como embajador para quejarse ante Aquilio por aquella incursión. La respuesta de Aquilio fue cargar de cadenas a Pelópidas y enviarlo de vuelta con su rey con la orden de que no se atreviera a presentarse de nuevo ante él.

Cuando Pelópidas regresó al Ponto, Mitrídates lanzó una nueva invasión contra Capadocia y en el invierno de 89/88 expulsó a Ariobarzanes por cuarta vez. Luego actuó de forma prácticamente simultánea contra todos sus atacantes, Nicomedes, Casio —gobernador de Asia— y Opio —gobernador de Cilicia—.

El resultado fue un éxito total para el rey del Ponto. En cuestión de meses, logró derrotar a cuatro ejércitos. No contento con repeler las agresiones enemigas, él mismo persiguió a los invasores hasta apoderarse de Bitinia y la provincia romana de Asia. La población de esta, harta de los abusos romanos, acogió con entusiasmo la llegada de Mitrídates «el Libertador» y el «nuevo Dioniso». Muy metido en su papel, Mitrídates empezó a acuñar desde ese momento monedas en las que se proclamó a sí mismo «Grande» y «Rey de Reyes», como sus ancestros Alejandro y Darío.

Después de cuarenta años de dominación sin apenas sobresaltos, los romanos habían sido expulsados de su provincia de Asia. Las noticias llegaron a la urbe en otoño del año 89. La República, como era de esperar, declaró la guerra a Mitrídates. Pero al principio los romanos se tomaron los preparativos con cierta calma. La campaña se encomendó al cónsul del año siguiente, Sila, que en cuanto entró en el cargo empezó a organizar el reclutamiento. Debido a la Guerra Social, la República andaba tan justa de dinero que Sila incluso se vio obligado a vender tesoros que el antiguo rey Numa Pompilio había reservado para los sacrificios a los dioses, y de ellos sacaron tres toneladas de oro.

Pero lo peor estaba todavía por llegar.

Las vísperas asiáticas

E
n la primavera del año 88, Mitrídates envió cartas lacradas a todos los gobernadores y autoridades que había nombrado en las ciudades de Asia Menor. El plan que exponía en ellos era de una sencillez escalofriante.

Trece días después de la fecha indicada en el mensaje, los destinatarios debían llevar a cabo sus órdenes y matar a todos los residentes romanos e itálicos de Asia. No se respetaría la vida de las mujeres ni de los niños, y sus cadáveres se abandonarían a la intemperie como pasto de perros y cuervos. En cuanto a los esclavos de esas personas, únicamente se salvarían los que hablaran otro idioma que no fuera latín. Es más, si algún siervo ayudaba a descubrir o matar a sus amos, sería gratificado con la libertad. A quien liquidara a prestamistas romanos se le condonaría la mitad de la deuda. También habría recompensas para quien denunciara dónde se escondía algún romano, y las propiedades de los muertos se repartirían al 50 por ciento entre el tesoro real y los asesinos. Si, por el contrario, alguien trataba de proteger o esconder a un romano, debía ser ejecutado.

Cuando llegó el día señalado, las órdenes de Mitrídates se cumplieron de una forma letalmente eficaz que combinó el método con el ensañamiento y el odio. Muchas personas murieron en sus casas, mientras que otras huyeron a los santuarios buscando salvación. No les sirvió de nada. Apiano cuenta cómo los efesios asesinaron a los fugitivos que se refugiaron en el templo de Ártemis, violando el recinto sagrado. Los de Pérgamo abatieron a flechazos a los que huyeron al templo de Asclepio. En Trales, un mercenario llamado Teófilo mató a sus víctimas en el santuario de la Concordia, cortando las manos a quienes se abrazaban a las estatuas de los dioses.

Escenas así se repitieron por toda la antigua provincia romana. Se dice que en un solo día, conocido por los historiadores como las «Vísperas asiáticas»,
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perecieron ochenta mil personas. La cifra puede estar algo exagerada, pero no creo que falle en cuanto al orden de magnitud.

Fue un acto atroz, y además se llevó a cabo contra población civil. La conducta de Mitrídates en otros casos permite pensar que tenía en su interior cierta vena de sadismo, pero ahora se trataba de una acción calculada por razones políticas. Su intención era convertir en cómplice de aquel crimen a toda la población de Asia para que, unida a él por el vínculo de la sangre derramada, ya no pudiera pasarse al bando de los romanos. Y a fe que lo consiguió, pues el rencor acumulado durante tantos años estalló con una violencia y una bajeza que, por desgracia, resultan demasiado humanas como para no comprenderlas.

Si las cosas pintaban mal para Roma, todavía tenían que empeorar. Mitrídates no se conformó con borrar la presencia romana de Asia, sino que se lanzó a la conquista de Grecia. La necesitaba por razones geoestratégicas, como primer parachoques contra una invasión romana, y también por motivos de ideología y propaganda, debido al prestigio cultural de los griegos.

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