Roma Invicta (82 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Histórico

BOOK: Roma Invicta
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Tras recibir las noticias de Marco Antonio y dar instrucciones con discreción a sus soldados, César pasó el resto del día a la vista de la gente: fue al teatro, vio practicar a unos gladiadores y asistió a un banquete, de modo que los espías del senado no repararan en ninguna actividad extraña. Pero después se disculpó con sus invitados y se marchó más temprano de lo habitual en esos casos. Sus tropas, entretanto, ya se habían puesto en marcha con todo sigilo.

Era la noche del 11 de enero del año 49 a.C., una de las fechas más señaladas de la historia. Tras salir de Rávena, César se dirigió hacia el sur en un carro alquilado para no despertar sospechas. A poca distancia de allí había un río llamado Rubicón, donde lo aguardaban los hombres de la Decimotercera y sus trescientos jinetes, seguramente los germanos de su escolta en los que tanto confiaba.

El Rubicón era poco más que un arroyo y no tenía mucho de especial, salvo el hecho de que marcaba la frontera de Italia con la Cisalpina.

Las versiones sobre lo que sucedió a continuación varían bastante. Al parecer, César se quedó dubitativo, y dijo a sus hombres: «Todavía podemos regresar. Pero si atravesamos este pequeño puente, a partir de ahora todo tendremos que hacerlo por las armas».

¿Se quedó vacilando realmente? ¿Se trataba de un gesto teatral para la posteridad? No hay modo de saberlo. Es posible que al acercarse a la orilla del río sintiera cómo se le encogía el estómago. Llevaba diez años ostentando el
imperium
, aquel poder ejecutivo que los romanos consideraban casi mágico. Hasta allí, César todavía podía alegar que lo conservaba: sus tribunos habían vetado la moción del senado que le arrebataba el mando y lo convertía en enemigo público. Aunque los senadores se hubieran empeñado en seguir adelante, no se podía ir contra el veto tribunicio, que era sagrado. Pero si daba un paso más, él mismo se despojaría de su
imperium
, y él y sus soldados quedarían oficialmente fuera de la ley.

Por fin, en griego o en latín según las fuentes, César exclamó: «¡Los dados están en el aire!»,
[49]
y cruzó el puente. Sus tropas lo siguieron. Acababa de empezar otra guerra civil.

Campaña relámpago

A
César pilló con el pie cambiado a los optimates y a Pompeyo. A decir verdad, este había confiado en alcanzar una solución negociada con su antiguo socio. Por eso, pese a su bravata de que con una patada haría brotar legiones del suelo, no se había molestado todavía en reclutarlas. Además, la actitud de sus últimos años ejerciendo a distancia el gobierno de Hispania hace sospechar que a Pompeyo le apetecía llevar una vida tranquila, gozando de sus triunfos sin tener que pasar las privaciones de la milicia: recuérdense las críticas que le hacían por dedicarse a hacer turismo con su difunta esposa Julia en lugar de administrar su provincia.

Cuando se supo que César había entrado en Italia con tropas armadas, en Roma cundió el pánico. Nadie esperaba que los acontecimientos se aceleraran de aquel modo. Estaban en enero; realmente era otoño, porque el calendario andaba adelantado, pero seguía siendo mala época para una campaña militar. Pronto empezaron a llegar refugiados a la ciudad. Como solía ocurrir en aquellos casos, entre la gente corrieron relatos de portentos diversos: rayos que caían sobre los templos, sangre que llovía del cielo o estatuas que sudaban.

Cuando los optimates preguntaron a Pompeyo cuáles eran sus planes de defensa, descubrieron que el veterano general se tomaba las cosas con mucha calma. En teoría, disponía de diez legiones. Pero siete se hallaban en Hispania, y en Italia tan solo había una de reclutas muy bisoños y las dos que habían servido con César, cuya fidelidad resultaba algo dudosa.

Para indignación de sus recientes aliados, Pompeyo les dijo que tenían que evacuar Roma y reagruparse en el sur de Italia. Si era necesario, incluso cruzarían a Grecia. ¿No era lo mismo que había hecho Sila, un optimate como ellos que al final había logrado derrotar al bando de los populares? La verdadera República estaba en los corazones de los romanos, y eran los hombres y no los edificios quienes ganaban las guerras.

Pompeyo declaró el estado de
tumultus
y añadió que consideraría un traidor a la República a todo senador que se quedara en Roma. Después salió de la ciudad por la vía Apia en dirección a Capua. Aunque fuera a regañadientes, los magistrados superiores marcharon tras él. Por supuesto, todos los senadores enemigos de César se unieron a su séquito. Pero también lo hicieron muchos que habían flotado entre dos aguas, convencidos de que César iba a entrar en Roma a sangre y fuego.

Todo ocurrió tan rápido que, por una negligencia inexplicable, Pompeyo y los demás magistrados olvidaron ir al templo de Saturno para llevarse el oro y la plata del tesoro público. Sin autoridades oficiales, la ciudad quedó abandonada a su suerte. Sus habitantes y los miles de refugiados que habían acudido en los últimos días aguardaban la llegada de César y sus represalias, que se adivinaban sangrientas.

Curiosamente, entre Pompeyo y César seguía sin existir nada parecido al odio, tan solo desconfianza y celos. Pompeyo envió a su rival una carta en la que le aseguraba que no tenía nada personal en su contra, sino que actuaba así para proteger la República, y le pedía que por el bien de todos renunciara a aquella absurda guerra.

César contestó que únicamente quería defender sus legítimas atribuciones, que le había concedido el pueblo soberano de Roma, y también su
dignitas
. De todos modos, insistía, si Pompeyo licenciaba a sus tropas, él haría lo mismo. Eso era innegociable para Pompeyo: él tenía que seguir siendo el más grande, y solo podría lograrlo debilitando a César lo bastante como para que dependiera de él para sobrevivir política y físicamente.

Los mensajeros seguían cruzando Italia de norte a sur. No obstante, una vez que César se había puesto en marcha ya no había nada que lo detuviera: sabía que su situación era muy delicada y que solo la velocidad y la sorpresa podían salvarlo en aquella auténtica huida adelante. Rápidamente dividió sus escasas tropas y mandó una parte de ellas con Marco Antonio contra la ciudad de Arretio para asegurarse el control de la vía Casia, que conducía a Roma a través de los montes Apeninos.

Él mismo siguió la vía Flaminia, que corría junto al Adriático. Tras tomar Arimino sin mayores problemas, entró en el Piceno, que a principios de febrero cayó en sus manos. Considerando que allí había nacido Pompeyo, para este debió resultar humillante que sus paisanos no ofrecieran apenas resistencia. En general, la gente acogía bien a César y las guarniciones se pasaban a su bando sin luchar. César, por supuesto, no permitía a sus tropas que tocaran nada a su paso: no habían entrado en Italia para saquear, sino para salvar a la República de unos tiranos (el mismo argumento que usaba el bando contrario).

Poco después se unió a él la Decimosegunda legión, duplicando así el número de sus tropas. César prosiguió su avance y tomó Ásculo también sin combatir. Después se dirigió hacia Corfinio, la ciudad que con el nombre de Italia había sido la capital de los aliados rebeldes durante la Guerra Social.

En Corfinio se encontraba Lucio Domicio Ahenobarbo, uno de sus más enconados enemigos personales. Ahenobarbo había salido de Roma para tomar posesión de la Galia, siguiendo el dictado del senado. Ya llevaba un tiempo intentando conseguir esa provincia, que en cierto modo consideraba una herencia familiar, pues su abuelo había sido el primero en derrotar a los arvernos y a los alóbroges en el año 122. Sin embargo, las tropas de César y Marco Antonio le cortaban el camino al norte, por lo que se había hecho fuerte en Corfinio.

Pompeyo le envió órdenes de renunciar a aquella plaza y dirigirse al sur, donde él ya se estaba concentrando con sus tropas en Brindisi para cruzar el Adriático. Ahenobarbo, que era un hombre muy testarudo, se negó, dispuesto a plantar una feroz batalla contra el odiado César.

Pero no hubo tal batalla. Cuando llegó César, que tenía ahora consigo a la Octava más otras veintidós cohortes galas y trescientos jinetes de Nórico, sus hombres empezaron a cavar para cercar la ciudad, una rutina más que habitual para ellos. Ahenobarbo se dio cuenta de que no tenía nada que hacer, pues Pompeyo le había avisado de que no pensaba mandar tropas para ayudarle.

El resto del episodio fue como una ópera bufa. Para no caer prisionero de su enemigo, Ahenobarbo ordenó a su médico que le preparara una pócima venenosa. Después de bebérsela, se arrepintió, pensando que habría sido mejor huir de la ciudad. Su médico, que debía conocerlo, le dijo que podía estar tranquilo, porque lo único que había mezclado con su bebida era un sedante.

Ahenobarbo empezó entonces a preparar su fuga en secreto. Pero los centuriones y los soldados se enteraron de su plan —todo apunta a que debía de ser un hombre más escandaloso que discreto—, y pensaron que no merecía la pena perder la vida por un general dispuesto a abandonarlos. Tras arrestarlo, enviaron emisarios a César y se rindieron.

Era todavía de noche. César prefería que sus hombres no entraran en la ciudad a oscuras, pues cualquier incidente provocado por los defensores o por ellos mismos podría desatar una matanza. Quería demostrar a toda costa que no era como Sila ni como su tío Mario en sus últimos y trastornados años.

Al hacerse de día, César se apoderó de la ciudad. Como botín, se encontró con que tenía en sus manos no solo a Ahenobarbo, sino también a cincuenta adversarios más entre senadores y équites. Con la propaganda que gracias a Catón había corrido en Roma acerca del sanguinario César, devastador de la Galia, a muchos les debían de temblar las piernas.

A pesar de todo, César se limitó a soltarles un discurso: él no era ningún fuera de la ley, sino un legítimo procónsul que había entrado en Italia con la intención de restituir a dos tribunos de la plebe expulsados de forma sacrílega, y también para liberar a la República del dominio de un puñado de oligarcas.

Perdonarlos si se pasaban a su bando habría sido un acto de clemencia que entraba dentro de lo previsible. Pero César no se limitó a eso, sino que los dejó libres y les dijo que podían ir donde quisieran, aunque fuese de regreso con Pompeyo. No solo eso, sino que permitió a Ahenobarbo llevarse consigo los seis millones de sestercios que había traído para pagar a las tropas. Él, César, no era ningún ladrón. En cuanto a las trece cohortes de la guarnición que había mandado Ahenobarbo, sus miembros le ofrecieron un juramento de fidelidad, lo que aumentó considerablemente las fuerzas de que disponía.

Cicerón explicó así la situación en otra carta a Ático fechada el 1 de marzo, una misiva tuvo que dictar a un secretario por culpa de una infección ocular:

¿No ves en manos de qué clase de hombre ha caído la República, qué astuto es y que alerta y preparado está? Por Hércules, si sigue sin matar ni robar a nadie, pronto lo amarán los mismos que tantísimo lo odiaban. (
Ad Att.
, 8.13).

La conducta de César podía obedecer a un cálculo político, pero es evidente que emanaba de un temperamento que no era cruel por naturaleza. Pronto su clemencia se hizo proverbial, y se convirtió en una baza a su favor: cuando luchaban contra él, los soldados enemigos sabían que tenían la opción de hacerlo sin demasiado empeño y rendirse, pues siempre podían contar con que los perdonara.

Había otro factor que los optimates parecían no tener en cuenta: los soldados solían pertenecer a clases medias y humildes a las que las políticas de César beneficiaban. Él sabía bien lo que hacía cuando se dirigía a ellos como «hermanos de armas» en sus arengas y discursos, y también cuando convertía en protagonistas principales de sus
Comentarios
a los «nuestros» y a los centuriones, o cuando aseguraba una y otra vez que obedecía la voluntad y el ejemplo del pueblo romano. Además, sus actuaciones al norte del río Po parecían demostrar que estaba dispuesto a extender la ciudadanía completa a toda Italia. ¿Cómo no iba a ser más popular que individuos tan altivos como Ahenobarbo, cómo no iban a abrirle sus puertas las ciudades de Italia? Tal como se lamentaba Cicerón en otra de sus cartas, «la multitud y las clases bajas están de parte del otro bando».

Tras la incruenta toma de Corfinio, César se dirigió rápidamente a Brindisi, pues le habían llegado noticias de que Pompeyo se encontraba allí con sus tropas y con todos los senadores y magistrados que lo acompañaban. Mientras tanto, no dejaba de enviarle cartas para pedirle que mantuvieran una entrevista personal y solucionaran sus diferencias. Pompeyo se negaba. En el pasado, cuando todavía vivía Craso, había llegado a pactos secretos con César que los optimates habían denunciado como conjuras para apoderarse de la República. Si ahora volvía a reunirse con César como había hecho en Luca y llegaba a un acuerdo, por mínimo que fuese, aquellos nobles senadores que por fin empezaban a aceptarlo lo acusarían de conspirar de nuevo.

César llegó a Brindisi el 9 de marzo, ya con seis legiones, pero no pudo entrar porque la defendían veinte cohortes. El mismo Pompeyo estaba allí, esperando que regresaran las naves del primer convoy que ya había cruzado el Adriático con los dos cónsules.

César intentó asediarlo y cerrar el puerto con terraplenes y una cadena flotante formada por balsas sobre las que se alzaban torres de dos pisos con piezas de artillería. Pompeyo contraatacó montando torres similares sobre barcos mercantes, pero de tres pisos: al fin y al cabo, él era «el Grande». Cuando apareció el convoy de transporte que venía del otro lado del Adriático, los hombres de César no pudieron impedirle el paso. Después, la noche del 17 de marzo, Pompeyo partió para Grecia con el resto de su expedición navegando en fila india para burlar el bloqueo. Tan solo dos barcos quedaron atrapados en la barrera de César.

El plan de Pompeyo era hacerse fuerte en el este, donde decenas de reyes y potentados locales le habían prestado juramentos de fidelidad y le ofrecerían tropas, alimentos y dinero. Desde allí podría reconquistar Italia, como Sila. Como solía decir a quienes lo escuchaban:
Sulla potuit, ego non potero?
, «Sila pudo, ¿no voy a poder yo?». Quizá ni siquiera fuese necesaria esa invasión, porque pensaba llevar a cabo un bloqueo marítimo para evitar que llegaran provisiones a Roma. Cuando la plebe urbana empezase a pasar hambre, difícilmente seguiría apoyando a César. Para ello, Pompeyo contaba con una ventaja sustancial sobre su rival: controlaba una gran flota, mientras que César apenas tenía naves.

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