Roma Invicta (90 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Histórico

BOOK: Roma Invicta
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En cuanto a lo que pudo ver Cleopatra en César, es cierto que existía una gran diferencia de edad, pero eso no supone un gran obstáculo: a muchas mujeres les gustan hombres que les sacan bastantes años (ya sabemos que lo contrario también ocurre, pero con menos frecuencia). Además, César era un hombre carismático y muy atractivo, como podrían certificar sus numerosas amantes, y con la vida de marcha y campamento que llevaba se mantenía en forma, sin nada remotamente parecido a una barriga cervecera. A cambio, cierto es, le clareaba mucho el cabello y seguramente tenía el rostro envejecido por el sol y el viento.

Ambos eran inteligentes, cultos, poderosos y podían mantener interesantes conversaciones en griego. ¿Qué más podían pedir?

Solo una cosa: que Ptolomeo y sus consejeros áulicos no se empeñaran en acabar con ellos. Cuando el eunuco Potino vio que César y Cleopatra se entendían, temió por su supervivencia y envió en secreto un mensaje a Aquilas para que trajese el ejército de Pelusio.

Mientras las tropas, unos veinte mil hombres entre gabinianos, egipcios y mercenarios diversos, avanzaban hacia Alejandría, el joven Ptolomeo se dedicó a incitar a la multitud contra los romanos, y en medio de una iracunda soflama pronunciada en el Ágora arrojó su diadema real al suelo. Cuando una turba de alejandrinos intentó asaltar el palacio, César tuvo que convocar una asamblea. Ante ella leyó el testamento de Auletes para explicar que la voluntad del difunto rey era que ambos hermanos reinaran juntos. Después, para contentar a esa multitud, César declaró por su cuenta y riesgo que a partir de ese momento la isla de Chipre dejaba de ser provincia romana y volvía a ser propiedad de Egipto. En ella, añadió, reinarían Arsínoe y el menor de los hermanos Ptolomeos.

Cuando le llegaron noticias de que el ejército de Aquilas venía contra él, César le envió a Dioscórides y Serapión, dos personajes que habían sido embajadores en Roma. Aquilas los hizo ejecutar a ambos y prosiguió su camino. A partir de ese momento, César, en sus propias palabras, «procuró tener al rey en su poder, pensando que su nombre poseía mucha autoridad entre sus súbditos, y para que pareciera que aquella guerra no obedecía a una decisión regia, sino a un plan privado de un puñado de mercenarios» (
BC
, 3.109).

Porque de una guerra se trató. Aquilas no tardó en tomar el control de Alejandría, salvo las zonas ocupadas por las tropas de César. Cuando el general intentó asaltar el palacio, las cohortes romanas lo repelieron. César comprendió enseguida que con tan pocos hombres le iba a ser imposible dominar la ciudad entera, máxime cuando tenía en contra a la población civil. Pero le era imprescindible hacerse con el puerto si no quería quedarse completamente sitiado en el distrito palaciego. Allí había más de setenta naves de guerra que podían bloquear el paso a las suyas cuando llegaran con los refuerzos que había pedido. Como tampoco tenía gente suficiente para dotarlas si se apoderaba de ellas, César decidió tomar una medida más drástica y ordenó a sus soldados que les prendieran fuego a todas.

En medio de una furiosa batalla, sus hombres cumplieron sus órdenes. Pero el incendio se escapó de su control y las llamas se propagaron a los almacenes contiguos al puerto. Uno de estos pertenecía a la Biblioteca y contenía miles de volúmenes que ardieron como yesca. La historia fue engrosando con el tiempo y se llegó a decir que César había destruido la gran Biblioteca. La prueba más evidente de que no era cierto es que la Biblioteca siguió funcionando varios siglos. En cualquier caso, había entrado en decadencia desde el año 145, cuando el rey Ptolomeo Fiscón «el Panzudo» expulsó por venganza política a buena parte de los eruditos y científicos que trabajaban en ella.

Puesto que sus hombres controlaban ya la entrada oriental del Puerto Grande, César decidió tomar también la occidental, donde se alzaba el Faro. De ese modo dominaba los dos extremos de la bocana y podía decidir quién entraba o salía de allí, aunque no tenía suficientes hombres para dominar también el puerto de Eunosto. Al hablar de esta operación y de la isla de Faros, César explica algo muy curioso sobre ella: cuando algún barco se desviaba y acababa embarrancando en su costa, bien fuera por una tormenta o por un error del piloto al entrar en los tres canales de la bocana, los habitantes de Faros lo saqueaban como si fueran piratas.

En aquellos días Arsínoe, la hermana menor de Cleopatra, escapó del palacio y se unió al ejército de Aquilas. La princesa, que no podía tener más de veinte años, estaba tan acostumbrada a la intriga y al poder como todos los miembros de su dinastía. Por la razón que fuere, no tardó en cansarse del general Aquilas, así que lo hizo asesinar y lo sustituyó por el eunuco Ganímedes, que había sido su tutor.

César, entretanto, descubrió que el otro eunuco de la corte, Potino, mantenía contactos con el ejército egipcio y le mandaba información, por lo que ordenó que lo ejecutaran. En este punto del relato, acaba
La guerra civil
de César. Para el resto de este conflicto, la fuente principal es una obra de carácter similar titulada
La guerra alejandrina
. Se cree que la escribió Aulo Hircio, el mismo autor que completó
La guerra de las Galias
con un octavo libro.

Para protegerse de los ataques de los alejandrinos, César hizo fortificar la zona del palacio real donde se alojaban sus hombres y la unió con el teatro adyacente mediante un terraplén y otras obras defensivas en las que se abrían salidas al puerto y a los muelles regios. También se hizo con el control de un amplio pasillo de norte a sur de la ciudad con el fin de tener acceso al campamento situado a orillas del lago Mareotis, donde tenía a la caballería germana.

Para hacer todo esto, es indudable que César tuvo que derribar muchos edificios, en parte por abrir espacios despejados y evitar que los enemigos los utilizaran como escondrijos, y en parte por reutilizar sus vigas y sillares. Ver cómo un invasor extranjero destrozaba su ciudad enfureció todavía más a los habitantes de Alejandría, que se dedicaron a construir armas y máquinas de guerra, mientras que muchos ciudadanos pudientes equiparon y pagaron a sus esclavos como soldados.

Los alejandrinos, a los que el autor de
La guerra alejandrina
describe como inteligentísimos, ingeniosos y productivos, no tardaron en levantar sus propias fortificaciones. Estas constaban de muros triples de más de doce metros de altura levantados con grandes sillares y enormes torres de hasta diez pisos desde las que disparaban constantes andanadas de proyectiles contra los hombres de César. Esta guerra urbana en la que ambos enemigos se hallaban en el interior de la misma ciudad fue algo que los romanos no habían visto nunca antes y que exprimió su ingenio militar al máximo.

Lo que se estaba librando allí no era tan solo una lucha dinástica entre Cleopatra, a la que obviamente favorecía César, y sus hermanos Arsínoe y Ptolomeo (que seguía como rehén de los romanos). Los alejandrinos comprendían que estaba en juego su independencia. En sus asambleas y consejos decían:

El pueblo romano ha tomado la costumbre de ocupar poco a poco este reino. Hace pocos años, Aulo Gabinio estuvo en Egipto con su ejército, y aquí se refugió también en su huida Pompeyo. César ha venido con sus tropas, y ni la muerte de Pompeyo ha conseguido que se vaya. Si no conseguimos expulsarlo, el reino de Egipto se convertirá en una provincia romana. (
B. Al
., 3).

Esto, escrito por el autor de
La guerra alejandrina
. No se puede decir que los romanos no comprendieran las razones de los pueblos a los que sometían, como cuando César afirmó hablando de los galos que «por naturaleza todos los hombres se esfuerzan por la libertad y aborrecen ser esclavos». Sin embargo, los romanos parecían ver las relaciones entre pueblos como un juego de suma cero: o conquistabas a otros o eras conquistado por ellos.

Arsínoe y Ganímedes demostraron su inteligencia atacando a los romanos en el punto más vital, el suministro de agua. Una ciudad tan grande, con más de medio millón de habitantes, necesitaba un enorme caudal de agua potable. Allí no llovía apenas ni había montañas cercanas con manantiales ni torrentes, de modo que los alejandrinos tenían que sacar el agua de la boca Canópica del Nilo. No obstante, esta se hallaba a veinte kilómetros, por lo que los constructores de la ciudad habían excavado un largo canal que la unía con el río. Cuando dicho canal llegaba a Alejandría, se dividía en una complicada red de conductos que desembocaban en centenares de cisternas subterráneas repartidas por toda la ciudad,
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muchas de ellas excavadas en mansiones privadas. El agua que venía del río, lógicamente, arrastraba muchas impurezas, pero estas se sedimentaban poco a poco en el fondo y el líquido que quedaba decantado arriba se podía beber.

Los alejandrinos controlaban la parte de la ciudad por donde corría el gran canal. Lo primero que hizo Ganímedes fue cortar el suministro de agua potable al sector ocupado por los romanos, y después bombeó en sus conductos agua de mar utilizando grandes ruedas hidráulicas. Al principio los hombres de César empezaron a notar que el agua sabía ligeramente salobre, y poco después que se había vuelto del todo imbebible.

Aquello desató el pánico. Una cosa era andar cortos de provisiones, algo a lo que ya estaban acostumbrados, y otra bien distinta quedarse sin agua. Considerando el esfuerzo al que estaban sometidos, no aguantarían así más de un par de días, de modo que empezaron a pedir a César que los sacara cuanto antes de Alejandría.

César les dijo que la evacuación era impensable. Los enemigos controlaban todos sus movimientos, y si intentaban embarcar en masa —un momento en que las tropas eran muy vulnerables—, caerían sobre ellos al instante. Por otra parte, les explicó que si cavaban hondo no tardarían en dar con la capa freática que hay siempre en las zonas costeras. Su pronóstico acertó: esa misma noche los soldados se dedicaron a abrir pozos y en pocas horas encontraron agua potable.

Al día siguiente la situación de los asediados mejoró cuando llegó una flota que traía provisiones, máquinas de guerra y, sobre todo, a la Trigésima Séptima legión, formada por pompeyanos que se habían rendido a César. Los vientos adversos arrastraron al convoy al oeste de la ciudad, y César fue en persona a buscarlo con sus naves de guerra. En ellas llevaba tan solo marinos y no soldados, pues no se atrevía a desguarnecer las defensas. Al saberlo, los egipcios le atacaron cuando regresaba a Alejandría, pero en el combate subsiguiente los romanos lograron hundir una nave enemiga y capturar otra.

Aquella derrota escoció mucho a los alejandrinos, que se jactaban de ser grandes marineros. Siguiendo las órdenes de Ganímedes, organizaron una nueva flota en pocos días. Para ello hicieron venir a las lanchas de vigilancia aduanera que patrullaban el Nilo y repararon algunas naves que se pudrían en los astilleros. Como apenas tenían remos, arrancaron las vigas que sostenían los tejados de los pórticos, los gimnasios y otros edificios públicos. Por culpa de ambos bandos, aquella guerra estaba dejando Alejandría como una ciudad bombardeada.

César, que ya dominaba la parte oeste de Faros y la base de la gran luminaria, pensó que era imprescindible apoderarse de toda la isla y también del largo puente que la unía a la ciudad, el Heptastadion. Si lo conseguía, podría controlar también los accesos al puerto de Eunosto, que estaba en manos de los alejandrinos.

La operación fue larga y complicada. Antes de asaltar la isla, los barcos de César tuvieron que librar una batalla contra la nueva flota alejandrina. Aquel combate se ganó gracias sobre todo a la pericia de Eufranor, un marino rodio que había venido con los hombres de César y que «por su valor y su grandeza de ánimo se parecía más a nosotros que a los griegos» (
B. Al
., 15) un comentario chauvinista muy propio de un romano.

Tras aquella naumaquia, César lanzó un ataque anfibio contra Faros. Después de una durísima batalla, sus hombres lograron expulsar a todos sus habitantes, salvo aquellos que murieron o cayeron en su poder, nada menos que seis mil prisioneros. Luego, los romanos demolieron los edificios.

César ya tenía en su poder la isla y la parte norte del Heptastadion, que fortificó con una empalizada. También ordenó a sus hombres bloquear con piedras los arcos que sustentaban el gran puente y que servían como canal para pasar del puerto oriental al occidental. Sin embargo, todavía le faltaba controlar la parte sur, por donde el Heptastadion se unía a la ciudad.

Al día siguiente lanzó una ofensiva anfibia contra esa zona: mientras tres cohortes cargaban a pie por el Heptastadion, desde el Puerto Grande la artillería de las naves de César batía las posiciones enemigas. A pesar de todo, al otro lado del puente, en el puerto de Eunosto, los barcos egipcios usaban asimismo sus máquinas, y los defensores alejandrinos también disparaban desde los edificios cercanos.

En cierto momento, los marinos y remeros de las naves de guerra de César desembarcaron en el Heptastadion para sumarse a la refriega. Cruzaron el puente a lo ancho (se ignora cuánto medía de lado a lado, pero seguramente era bastante espacioso) y empezaron a disparar piedras y bolas de plomo para alejar a las embarcaciones que había al otro lado. Al principio lo consiguieron, pero las tripulaciones de algunas naves egipcias siguieron su ejemplo, se plantaron en el Heptastadion más al norte, hacia la mitad del puente (la batalla se estaba librando en el extremo sur), y cargaron contra sus enemigos por su flanco derecho.

Los tripulantes de los barcos de César no eran legionarios, no estaban organizados y tampoco llevaban armas defensivas, de modo que no tardaron en correr de regreso a sus naves. Al ver cómo huían en tropel, más alejandrinos desembarcaron en el lado oeste del Heptastadion para perseguirlos.

Aquellos que se habían quedado en las naves romanas junto al Heptastadion, temiendo que el enemigo las abordara, empezaron a retirar las pasarelas de embarque y a bogar para alejarse. A algunos de los marinos y remeros que huían les dio tiempo a subir, pero otros tuvieron que saltar al agua para llegar a nado a sus propios barcos.

Cuando los legionarios de las tres cohortes que intentaban conquistar el extremo sur del puente oyeron los gritos, miraron hacia atrás y vieron cómo sus compañeros huían y saltaban al agua en medio de un caos total, mientras que cientos o tal vez miles de enemigos se habían apoderado del centro del puente. Entretanto, no dejaban de recibir impactos desde el puerto oeste y los edificios vecinos. Temiendo verse rodeados, dejaron la barricada que estaban levantando y corrieron a toda velocidad hacia sus barcos. Algunos de ellos consiguieron embarcar a tiempo, otros tuvieron que nadar con los escudos sobre sus cabezas
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y muchos otros cayeron abatidos por los enemigos. Hubo varios barcos que zozobraron por el peso de tanta gente.

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