Roseanna (15 page)

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Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö

BOOK: Roseanna
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—En fin, tiempo de maniobras, como he dicho. ¿Quieren un coñac? Es lo único que ayuda.

—Yo tengo que conducir —voceó Kollberg con una mirada apesadumbrada a la botella.

Pasaron diez segundos antes de que ganara el sentimiento de solidaridad de Martin Beck. Se estremeció de pena y negó con la cabeza.

—Habla tú —le pidió a Kollberg.

—¿Cómo? —aulló el hombre del sillón.

Martin Beck consiguió reproducir una sonrisa y un gesto defensivo. Cualquier intento de participar en la conversación inutilizaría sus cuerdas vocales durante toda la semana siguiente, de eso estaba convencido. La conversación continuó.

—¿Fotografías? No, nosotros ya no hacemos fotos. Yo no veo muy bien y a Axel siempre se le olvida pasar el carrete. Por cierto, eso también nos lo preguntó aquel joven tan simpático que estuvo aquí hace quince días. Un muchacho encantador.

Martin Beck y Kollberg se intercambiaron una rápida mirada, no sólo asombrados por la peculiar descripción de Melander.

—Pero por extraño que pueda parecer —atronó el coronel—, el comandante Jentsch... Bueno, ustedes no saben quién es, claro. Él y su esposa fueron compañeros de mesa durante el viaje. Oficial de intendencia, un hombre estupendo. Incluso resultó que éramos de la misma promoción, aunque el desgraciado final de la campaña contra los bolcheviques puso fin a su carrera. Ya saben, los ascensos llegaban rápido durante la guerra, pero después de 1945 todo terminó para los pobres diablos. Bueno, Jentsch por lo visto no lo pasó tan mal. Era oficial de intendencia, valía su peso en oro durante la reconstrucción. Llegó a ser director de una empresa de alimentación en Osnabrück, creo recordar. La verdad es que teníamos bastantes cosas en común, mucho de qué hablar, el tiempo ha pasado rápido. El comandante Jentsch vio bastante en la guerra. Bastante, bastante. Durante nueve meses, quizá llegaron a once, bueno, de todas maneras fue oficial de enlace en la División Azul, ¿conocen la División Azul? Las tropas españolas de elite que Franco mandó contra los bolcheviques. Y debo decir que aquí, a menudo, medimos a italianos, griegos, españoles y demás... Bueno, a ver si me entienden, los medimos a todos con el mismo rasero, pero tengo que decir que aquellos chavales, o sea, los de la División Azul, ellos sí que sabían...

Martin Beck giró la cabeza y miró a la pantalla del televisor con angustia en el corazón, que en esos momentos emitía un reportaje —sin duda grabado hacía meses— sobre la recogida de la remolacha en la provincia de Escania. La señora dirigía su atención en la misma dirección y, por lo demás, parecía no ser consciente de lo que ocurría a su alrededor.

—Entiendo —se desgañitó Kollberg.

Luego inspiró aire profundamente y siguió con una potencia de voz y una determinación admirables:

—Coronel, había empezado a decir algo acerca de las fotografías: ¿«por extraño que pueda parecer...»?

Durante poco menos de un minuto, reinó todopoderosa la voz del experto en la recogida de la remolacha. Fue un alivio.

—¿Cómo? Sí, iba a decir que por extraño que parezca el comandante Jentsch era un hacha con la cámara. Aunque no oía ni veía mucho mejor que nosotros, tiraba fotos sin parar y hace sólo unos días nos mandó un montón de fotografías del viaje. Me parece muy amable de su parte, debe de haberle costado bastante. Endiabladamente bonitas las fotografías. Un simpático recuerdo, en cualquier caso.

Martin Beck se levantó y bajó un poco el volumen de la televisión. Una acción que se produjo de manera instintiva, en defensa propia, sin que realmente supiera lo que estaba haciendo. La señora le observó sin entender nada.

—¿Qué? Sí, por supuesto. Minina, quieres buscar las fotografías que nos mandaron de Alemania. Se las voy a enseñar a estos caballeros.

Martin Beck contempló con el ceño fruncido a la mujer a quien llamó Minina, acababa de levantarse con mucho esfuerzo de la silla frente al televisor.

Las fotos eran copias en color de 12x12. Estaban ordenadas en montones de veinte, y el hombre del sillón los sostenía entre el pulgar y el dedo índice de la mano izquierda. Martin Beck y Kollberg se inclinaron hacia delante, uno a cada lado del hombre.

—Estos, pues, somos nosotros y aquí está la señora Jentsch y mi esposa... Bueno, éste soy yo. Esta foto se tomó arriba, en el puente de mando. Es el primer día, yo estoy charlando con el capitán, como pueden ver, quizá. Y aquí... desgraciadamente yo tampoco veo muy bien... ¿Me quieres dar la lupa, por favor, cariño?

El coronel dedicó mucho tiempo a limpiar la lupa con esmero antes de seguir analizando las fotos.

—Sí, eso es, aquí pueden ver al propio comandante Jentsch, a mi esposa y a mí... La señora Jentsch debió de hacer esta foto, está un poco más borrosa que las demás. Y aquí estamos de nuevo, en la misma ocasión, pero desde un ángulo un poco diferente, creo. Y... a ver..., la señora con la que converso aquí se llamaba Frau Liebeneiner, alemana también. Dicho sea de paso, compartía mesa con nosotros, un encanto de mujer, muy digna, pero desgraciadamente algo entrada en años. Perdió a su marido en El Alamein.

Martin Beck aguzó la vista y contempló a una señora viejísima y rolliza con un vestido de flores y un sombrero rosa. Estaba de pie, muy acicalada, al lado de uno de los botes salvavidas con una taza de café en una mano y un trozo de bizcocho en la otra.

El análisis continuaba. Los motivos eran parecidos. A Martin Beck le empezó a doler la región sacra de la columna. A estas alturas, sabía más allá de toda duda el aspecto que tenía la señora Jentsch de Osnabrück.

La última fotografía descansaba encima de la mesa de caoba, delante del coronel. Se trataba de una de esas cuya existencia Martin Beck había previsto. El
Diana
visto desde la popa en ángulo oblicuo, amarrado en el embarcadero del islote de Riddarholmen en Estocolmo, con el edificio del Ayuntamiento al fondo y dos taxis parados junto a la pasarela.

La fotografía parecía haber sido tomada poco antes de zarpar, ya que había mucha gente a bordo. A popa del bote salvavidas de estribor, en la cubierta
shelter
, se veía a la señora Jentsch de Osnabrück y, justo debajo de ella, a Roseanna McGraw. Inclinada hacia delante, con los antebrazos descansando en la barandilla y los pies muy separados. Llevaba sandalias, gafas de sol y un vestido amarillo ancho de tirantes. Martin Beck se acercó todo lo que pudo para intentar distinguir a los que se encontraban cerca de ella. Al mismo tiempo escuchó silbar entre dientes a Kollberg.

—Sí, sí, bueno —dijo el coronel impasible—, éste es el barco en Riddarholmen, y aquí tenemos la torre del Ayuntamiento. Y ahí arriba se puede ver Hildegard Jentsch. Eso fue antes de conocernos. Y, sí, es curioso, esta niña también se sentaba en nuestra mesa algunas veces. Holandesa o inglesa, creo. Tengo entendido que luego la cambiaron a otra mesa para que nosotros, los
oldboys
, tuviéramos más sitio para apoyar los brazos.

Un dedo índice grueso y canoso, aún más grande a través de la lupa, descansaba sobre la mujer de las sandalias y el vestido amarillo amplio.

Martin Beck inspiró antes decir algo, pero Kollberg se adelantó.

—¿Qué? —dijo el coronel—, ¿seguro? Claro que estoy seguro, maldita sea. Se sentó por lo menos cuatro o cinco veces a nuestra mesa. No dijo nunca nada, que yo recuerde.

—Pero...

—Claro que su colega me enseñó unos retratos, pero sabe..., no me acuerdo de su cara, sino del vestido. O, mejor dicho, tampoco es que fuera precisamente por el vestido...

Se giró a la izquierda y clavó su enorme dedo índice en el pecho de Martin Beck. El dolor le resultó insoportable.

—El escote —dijo en un susurro como el estampido de un trueno.

Capítulo 18

Eran las once y cuarto cuando regresaron al despacho de Kristineberg. Un fuerte viento arrojaba ruidosos goterones de lluvia que repiqueteaban sobre los cristales de las ventanas.

Martin Beck había extendido frente a él las veinte fotografías. Dejó a un lado diecinueve y escudriñó, quizá por quincuagésima vez, a Roseanna McGraw dentro del círculo de luz de la lupa.

Tenía el aspecto que siempre había imaginado. Parecía dirigir su mirada hacia arriba, probablemente hacia el reloj de la torre de la iglesia de Riddarholmen, y parecía saludable, relajada e inconsciente, aunque le quedaban exactamente treinta y seis horas de vida. A su izquierda se veía el camarote A7. La puerta estaba abierta, pero en la foto no se veía el interior.

—¿Te has dado cuenta de que hoy hemos sido afortunados? —dijo Kollberg—. Por primera vez durante toda esta puñetera investigación. La suerte llega siempre, tarde o temprano. Esta vez ha tardado demasiado.

—Y algo de mala suerte también.

—¿Porque fue a parar a la mesa de dos viejos soldados sordos como tapias y tres viejas medio cegatas? No es mala suerte, sólo la más que conocida ley de Murphy. Vamos a casa y a la cama. Yo te llevo. ¿O prefieres ir en el metro?

—Primero hay que mandar un telegrama a Kafka. El resto de las cartas las escribiremos mañana.

Media hora más tarde habían terminado. Kollberg conducía rápido y sin precaución bajo la intensa lluvia, pero Martin Beck no parecía darse cuenta, a pesar de que los coches normalmente le incomodaban. Permanecieron callados todo el camino. Cuando llegaron al edificio de Bagarmossen, Kollberg se sacudió y dijo:

—Bueno, así que ahora toca pensar en esto toda la noche. Hasta luego.

En el piso reinaba la oscuridad y el silencio, pero al pasar por el dormitorio de su hija oyó un sonido apagado de música en la radio. Probablemente tenía el transistor debajo de la almohada. Cuando él era pequeño, solía leer novelas de aventuras en el mar con una linterna bajo la sábana.

En la mesa de la cocina encontró pan, mantequilla y queso. Se preparó un bocadillo de queso y fue a buscar una cerveza al frigorífico. No había. Se comió su frugal cena de pie, junto al fregadero, y la regó con medio vaso de leche.

Luego entró en el dormitorio y se metió en la cama con mucho cuidado. Su mujer se dio la vuelta medio dormida e intentó decir algo. Él se quedó inmóvil de espaldas, conteniendo la respiración. Después de un par de minutos, la respiración de ella volvió a ser regular e inconsciente. Se relajó, cerró los ojos y empezó a pensar.

Roseanna McGraw había aparecido en una de las primeras fotos. Además, esas fotos identificaban claramente a otras cinco personas, los dos militares jubilados, sus esposas y la viuda Liebeneiner.

Podía contar tranquilamente con veinticinco o treinta series de fotografías más, la mayoría más extensa que ésta.

Rastrearían cada negativo, obligarían a los fotógrafos a que indicaran detalladamente todos los que aparecían en sus fotos. Tenía que funcionar, por fin podrían reconstruir el último viaje de Roseanna McGraw. Lo verían ante sí como una película.

Una gran parte del plan dependía de Kafka y de lo que él pudiera conseguir de ocho familias distintas repartidas por el continente americano. Los estadounidenses derrochan carretes, ¿no son conocidos por eso? Y además, si alguna otra persona —aparte del asesino— había estado en contacto con la mujer de Lincoln, sería lógico que fuera uno de sus compatriotas. Tal vez también deberían buscar al asesino entre sus compatriotas. Quizás un día de estos se quedaría con el teléfono pegado al oído escuchando la voz de Kafka entre el ruido de fondo:
Yeah, I shot the bastard.

En medio de esa reflexión, Martin Beck se durmió de una manera más repentina y natural que en mucho tiempo.

Al día siguiente seguía cayendo esa llovizna gris, y las últimas hojas amarillas se pegaban mustias contra las paredes de las casas y los cristales de las ventanas.

Como si los pensamientos nocturnos de Martin Beck hubiesen llegado hasta él, Kafka le mandó un lacónico telegrama urgente: «Envíe todo el material posible».

Dos días después, Melander, a quien nunca se le olvidaba nada, se sacó la pipa de la boca y comentó tranquilamente:

—Uli Mildenberg está en Heidelberg. Ha pasado allí todo el verano. ¿Quieres que le interroguen?

Martin Beck meditó cinco segundos.

—No.

Estuvo a punto de añadir: «pero apunta la dirección». Se calló en el último momento, se encogió de hombros y bajó a su despacho.

Durante estos días le había ocurrido más de una vez que no tenía nada especial que hacer. La investigación había entrado en una fase en la que —en gran parte— avanzaba por su propia dinámica, y a la vez se propagaba por el mundo como el argumento de una novela folletinesca anticuada. Desde Ahlberg en Motala, una «línea roja» le unía a él en Kristineberg, y desde aquí se extendía en forma de abanico hasta una serie de puntos en el mapa: de Cabo Norte a Durban en el sur y Ankara en el este. La línea más importante sin comparación conducía al despacho de Kafka en Lincoln, casi diez mil kilómetros al oeste. Desde allí se ramificaba a media docena de lugares en el continente americano muy distantes entre sí.

Con este enorme operativo a su disposición, ¿no serían capaces de descubrir el rastro y acorralar al asesino? Por desgracia, la respuesta lógica era negativa. Martin Beck guardaba dolorosos recuerdos de la investigación de otro asesinato con móvil sexual. Se había cometido en el sótano de un edificio de los suburbios de Estocolmo. Descubrieron el cuerpo enseguida y la policía se presentó en el lugar en menos de una hora. Varias personas vieron al asesino y pudieron hacer una descripción detallada, el hombre dejó huellas, colillas, cerillas e, incluso, se le habían caído unos cuantos objetos. Además, su manera de tratar a la víctima ponía de manifiesto un grado de perversidad muy poco frecuente. Pero no fueron capaces de atraparlo. Lentamente, el optimismo se convirtió en impotencia, todas las pistas desembocaban en nada. Siete años más tarde, el mismo hombre fue declarado culpable de un intento de violación en otra parte del país al ser detenido "in fraganti". Durante los interrogatorios se vino abajo de repente y confesó aquel viejo crimen.

Para Martin Beck, tanto aquel asesinato como su resolución muchos años después, habían sido episodios con una incidencia marginal en su vida. Pero para uno de sus colegas de más edad tuvo una importancia vital. Recordaba muy bien cómo, mes tras mes, año tras año, mucho después de que se cerrara la investigación, se quedaba en su despacho hasta bien entrada la noche, repasando y analizando todos los documentos y testimonios por quingentésima o quizá milésima vez. Cuántas veces se lo había encontrado en lugares sorprendentes y ambientes inesperados —en ocasiones estando fuera de servicio o incluso de vacaciones— siempre a la caza de nuevas pistas en una investigación que se convirtió en la tragedia de su vida. Al cabo de algún tiempo enfermó y se prejubiló, pero aun así no se rindió. Por fin le llegó el día de la liberación, cuando una persona sin antecedentes penales, que nunca había sido sospechoso de ningún delito, rompió a llorar de repente ante un estupefacto fiscal de distrito rural en la provincia de Halland, y confesó un asesinato por estrangulamiento cometido siete años atrás. Entonces también se arrojó luz sobre las ridículas casualidades y descuidos que impidieron que la policía lo detuviese enseguida. En ocasiones, Martin Beck se preguntaba si aquella solución realmente había traído la paz al viejo policía criminalista.

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