Roseanna (28 page)

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Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö

BOOK: Roseanna
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—No.

—¿Por qué no?

Se encogió de hombros algo confuso.

—¿Suele leer revistas o libros religiosos?

—He leído la Biblia.

—¿Cree en lo que dice?

—No, hay demasiadas cosas que no se pueden ni explicar ni ignorar.

—¿Cómo qué, por ejemplo?

—Todo lo impuro.

—¿Piensa que mujeres como Roseanna McGraw y la señorita Hansson también son impuras?

—Sí. ¿No está de acuerdo? Mire todo lo repulsivo que pasa a nuestro alrededor. Leí los periódicos durante unas semanas a finales del año pasado, y siempre estaban llenos de cosas inmundas. ¿Y a qué cree que se debe?

—¿Supongo que usted no querrá tener nada que ver con esas personas impuras?

—No, la verdad es que no.

Aguantó la respiración un instante y añadió:

—En absoluto.

—Vale, de acuerdo, le disgustan. Pero mujeres como Roseanna McGraw y Sonja Hansson, ¿no ejercen una fuerte atracción sobre usted? ¿No desea verlas y tocarlas? ¿Palpar sus cuerpos?

—No tiene derecho a decirme eso.

—Ver sus piernas y sus brazos. Acariciar su piel.

—¿Por qué lo dice?

—¿No quiere tocarlas? ¿Quitarles la ropa? ¿Verlas desnudas?

—No, no, así no.

—¿No quiere sentir sus manos sobre su cuerpo? ¿Que le toquen?

—Calle —gritó el hombre haciendo ademán de levantarse de la silla.

Jadeó por el brusco movimiento e hizo una mueca de dolor. Probablemente le dolía el brazo lesionado.

—Bueno, bueno. No pasa nada, no es nada raro. Es perfectamente normal. Yo mismo puedo llegar a pensar así cuando veo a ciertas mujeres.

El hombre le miró fijamente.

—¿Insinúa que no soy normal?

Martin Beck no contestó.

—¿Me está diciendo que no soy normal sólo porque tengo un poco de pudor?

No hubo respuesta.

—Tengo derecho a mi propia vida.

—Sí, pero no a la de otros. Anoche vi con mis propios ojos cómo casi mata a una persona.

—No ha visto nada. Yo no he hecho nada.

—Nunca afirmo algo si no estoy seguro. Intentaba asesinarla. Si no hubiéramos llegado a tiempo, ahora tendría la vida de una persona cargando sobre su conciencia. Sería un asesino.

Por extraño que parezca, esto le impactó. El hombre movió los labios un buen rato. Finalmente musitó casi imperceptiblemente:

—Ella se lo merecía. Fue culpa suya, no mía.

—Perdón, no le he oído...

Silencio.

—¿Quiere hacer el favor de repetir eso?

El hombre seguía con la mirada clavada en el suelo.

De repente, Martin Beck dijo:

—Está mintiendo.

El hombre negó con la cabeza.

—Aseguró que sólo compraba revistas sobre deporte y pesca. Pero también tiene revistas de mujeres desnudas.

—No es verdad.

—Se olvida de que yo nunca miento.

Silencio.

—Hay más de cien revistas de esas apiladas en su chimenea francesa.

Su reacción fue muy violenta.

—¿Cómo lo sabe?

—Tenemos a gente que está registrando su piso. Encontraron las revistas en la chimenea. Y muchas más cosas. Por ejemplo, un par de gafas de sol que pertenecían a Roseanna McGraw.

—Entran en mi casa y violan mi intimidad. ¿Entonces, de qué sirve?

Después de unos segundos volvió a repetir la última frase. Y añadió:

—No quiero tener nada que ver con usted. Es detestable.

—Bueno, no está prohibido ver fotos de mujeres desnudas —dijo Martin Beck—. En absoluto. No hay nada de malo en eso. Las mujeres de esas revistas tienen más o menos el mismo aspecto que todas las demás. No hay grandes diferencias. Si las fotos hubieran sido de Roseanna McGraw, Sonja Hansson o Siv Lindberg...

—Calle —gritó el hombre—. No diga eso, no mencione ese nombre.

—¿Por qué no? ¿Qué haría si le dijera que Siv Lindberg ha sido fotografiada para una de esas revistas?

—¡Miente, maldito hijo de puta!

—Conteste a lo que le acabo de preguntar. ¿Qué es lo que haría?

—La castigaría... Y a usted le mataría también por decirlo...

—A mí no me puede matar. ¿Qué haría con aquella mujer? ¿Cómo se llamaba? Ah sí, Siv.

—Castigarla, yo la..., yo la...

—¿Sí?

El hombre abría y cerraba las manos.

—Sí, eso haría —reconoció.

—¿Matarla?

—Sí.

—¿Por qué?

Silencio.

—No puede decir eso —respondió el hombre.

Una lágrima resbaló por su mejilla izquierda.

—Ha destrozado muchas de las fotos —comentó Martin Beck sereno—. Las ha rajado con una navaja. ¿Por qué lo ha hecho?

—En mi casa... han estado en mi casa. Fisgando, metiendo sus narices...

—¿Por qué ha hecho cortes en esas fotos?

El hombre miró a su alrededor nervioso.

—¿De qué sirve? —repitió—. Cómo puede uno vivir cuando todos...

—¿Por qué ha hecho cortes en esas fotos? —insistió Martin Beck subiendo el tono.

—Eso a usted no le importa —replicó histérico—. ¡Hijo de puta! ¡Cerdo lascivo!

—¿Por qué?

—Castigar. Le voy a castigar a usted también.

Dos minutos de silencio. Luego Martin Beck explicó con amabilidad:

—Mató a la mujer del barco. No se acuerda, pero yo le voy a ayudar a recordar. El camarote era muy pequeño y estrecho, estaba poco iluminado. El barco pasaba por un lago, ¿verdad?

—El Boren —aclaró el hombre.

—Estuvo en su camarote y allí le quitó la ropa.

—No. Ella misma lo hizo. Empezó a desnudarse. Quería contagiarme su impureza. Era repugnante.

—La castigó —afirmó Martin Beck sereno.

—Sí. La castigué. ¿No me entiende? Ella tenía que ser castigada, era obscena e indecente.

—¿Cómo la castigó? ¿La mató, verdad?

—Ella merecía morir. Quería ensuciarme a mí también. Hacía alarde de su desvergüenza. No lo entiende —gritó—. Tenía que matarla. Tenía que matar su cuerpo impuro.

—¿No temía que pudieran verle a través de la portilla?

—No había portilla. No tenía miedo. Sabía que hacía bien, la culpa fue suya. Se lo merecía.

—Cuando la asesinó, ¿qué hizo con ella?

El hombre se desplomó en la silla murmurando:

—No me torture más. ¿Por qué tiene que hablar de eso sin parar? No me acuerdo.

—¿Salió de la cabina después del asesinato?

La voz de Martin Beck sonaba suave y tranquilizadora.

—No. Sí. No me acuerdo.

—Se encontraba desnuda en la litera, ¿verdad? Usted la había matado. ¿Se quedó en el camarote?

—No, salí. No lo sé.

—¿Dónde estaba el camarote?

—No me acuerdo.

—¿Debajo de la cubierta?

—No, al fondo..., al fondo de... en el extremo de la popa, en la cubierta.

—¿Qué hizo con ella una vez muerta?

—No me haga esas preguntas —se quejó como un niño pequeño—. No fue mi culpa. La culpa la tuvo ella.

—Sé que la mató y lo ha reconocido. ¿Qué hizo luego con ella? —insistió Martin Beck amablemente.

—La tiré al agua, no soportaba verla —gritó el hombre con vehemencia.

Martin Beck le observó tranquilo.

—¿Dónde? —preguntó—. ¿Dónde se encontraba el barco en ese momento?

—No lo sé. La tiré al agua, simplemente.

Se desplomó y se puso a llorar.

—No soportaba verla. No soportaba verla —repetía de forma monótona mientras las lágrimas le resbalaban por las mejillas. Martin Beck apagó el magnetófono, levantó el auricular y llamó a los agentes de guardia.

Cuando se hubieron llevado al hombre que había matado a Roseanna McGraw, Martin Beck encendió un cigarrillo. Se quedó inmóvil con la mirada perdida en el vacío.

Los ojos le escocían y se los restregó con el pulgar y el índice.

Sacó el bolígrafo de su base y escribió:

GOT HIM. CONFESSED ALMOST EMMEDIATELY IMIDIA EMED.

Metió el bolígrafo en su base, estrujó el papel y lo tiró a la papelera. Decidió llamar a Kafka después de dormir, cuando estuviera más descansado.

Martin Beck se puso el abrigo y el sombrero y se marchó. Había empezado a nevar alrededor de las dos y una capa de nieve de más de treinta centímetros cubría el suelo. Los copos eran grandes y húmedos. Caían con suavidad, densa y copiosamente, en forma de remolinos largos y perezosos, sofocando todos los sonidos y transformando el entorno en algo lejano e inaprensible. El verdadero invierno había llegado.

Roseanna McGraw había viajado a Europa. En un lugar llamado Norsholm conoció a un hombre que viajaba a la provincia de Bohuslän a pescar maragota. No le habría conocido si la máquina no se hubiera averiado y el personal del restaurante no la hubiera cambiado a otra mesa.

Luego la mató por casualidad. Igual pudo ser atropellada por un coche en Kungsgatan o caerse por la escalera del hotel rompiéndose el cuello. Una mujer que se llamaba Sonja Hansson quizá nunca más podría sentirse del todo segura, ni dormir en paz con las manos entre las rodillas —como las colocaba desde pequeña— sin tener pesadillas. Aun así, ella realmente no tuvo nada que ver con todo esto. Estuvieron en Motala, en Kristineberg y en Lincoln, Nebraska, y llevaron a cabo la investigación recurriendo a métodos que nunca podrían hacerse públicos. Lo recordarían siempre, pero difícilmente con orgullo.

Silbando, Martin Beck atravesó una blanca y palpitante niebla en dirección a la estación de metro. Los que le vieron quizá se habrían sorprendido al saber en qué estaba pensando.

Aquí llega Martin Beck, nieva sobre su sombrero,

¡camina cantando, camina con música!

¡Hola, mis queridos hermanos de juerga!

Rechina bajo los tacones, noche de invierno.

Oye, si quieres, dímelo ¡y vamos a Söder!

En el metro. A Bagarmossen y a Vantör.

Iba camino de casa.

© 1965, Maj Sjöwall y Per Wahlöö

Título original: Roseanna

Traducción de Cristina Cerezo y Martin Lexell

Editor original: Norstedt / Stockholm, 1965

© 2007, RBA Libros, S.A.

Primera edición de bolsillo: noviembre 2007

Composición: David Anglès

Impreso por Cayfosa-Quebecor (Barcelona)

ISBN: 978-84-89662-73-5

Depósito legal: B-49096-2007

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