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Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö

Roseanna (27 page)

BOOK: Roseanna
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Los puntitos luminosos desaparecieron y dejó de sentir el dolor en el pecho. Cuando iba por Birger Jarlsgatan, Martin Beck sabía que ésta era la carrera más rápida de toda su vida, aun así Ahlberg le sacaba tres metros y Kollberg iba a su lado. Al llegar, Ahlberg ya había abierto la puerta.

El ascensor no estaba abajo, pero ni se les pasó por la cabeza llamarlo. En el primer rellano notó dos cosas: ya no le entraba aire en los pulmones y Kollberg no se encontraba con ellos. El plan funcionaba, el maldito plan perfecto, pensó según subía el último tramo de la escalera llave en mano.

La metió en la cerradura, giró, apoyó todo su cuerpo contra la puerta y se abrió diez centímetros. La cadena de seguridad estaba echada y desde dentro de la casa no llegaba ningún ruido humano, sólo el incesante sonido de un timbre de teléfono extrañamente metálico. El tiempo se detuvo. Vio el dibujo de la moqueta del vestíbulo, una toalla y un zapato.

—Aparta —dijo Ahlberg con voz ronca, aunque con sorprendente calma.

Cuando Ahlberg disparó a la cadena, se escuchó un estallido como si el mundo entero saliera volando en pedazos.

Martin Beck seguía empujando la puerta, hasta que, a punto de caerse, atravesó el vestíbulo del fuerte impulso y llegó hasta el salón.

La escena resultaba irreal y tan estática como un cuadro de la cámara de los horrores de Madame Tussaud. Parecía petrificada como una fotografía sobrexpuesta, bañada en una fluida luz blanca. Fue registrando cada uno de los macabros detalles.

El hombre llevaba el abrigo puesto. Su sombrero marrón descansaba en el suelo, medio tapado con una bata azul claro hecha jirones.

Este era el tipo que había matado a Roseanna McGraw. Inclinado sobre la cama, con el pie izquierdo apoyado en el suelo y la rodilla derecha en el colchón, presionaba pesadamente sobre el muslo izquierdo de la mujer, justo por encima de su rodilla. Su enorme mano le cubría la barbilla y la boca, y con dos dedos de la mano izquierda le apretaba la nariz. La mano derecha buscaba su cuello y lo acababa de encontrar.

La mujer yacía boca arriba. Podían verse sus ojos muy abiertos entre los dedos de él. Un fino hilo de sangre le resbalaba por la mejilla. Había levantado la pierna derecha y hacía presión con el pie contra el pecho del hombre. Se agarraba con las dos manos a la muñeca de la mano derecha de él. Estaba desnuda. Tenía tensos todos los músculos de su cuerpo; los tendones se dibujaban tan claramente como en una lámina de anatomía.

Una centésima de segundo, lo suficiente para que cada uno de los detalles se grabaran en la conciencia y quedaran allí para siempre. Luego el hombre del abrigo la soltó, se incorporó, recuperó el equilibrio y se dio la vuelta, todo en un solo movimiento rápido como el rayo.

Martin Beck vio por primera vez al hombre que llevaba persiguiendo seis meses y diecinueve días. Se llamaba Folke Bengtsson, pero sólo guardaba un vago parecido con aquel señor que había entrevistado en el despacho de Kollberg una tarde antes de Navidad.

Su rostro se mostraba severo y desnudo, las pupilas contraídas, los ojos errando de un lado para otro como los de una marta atrapada. Se inclinó con las rodillas flexionadas meciendo el cuerpo rítmicamente.

Duró una décima de segundo, luego se lanzó hacia delante emitiendo un sollozo sofocado en el fondo de la garganta, en ese momento Martin Beck le golpeó en la clavícula con la mano derecha rígida y Ahlberg se arrojó encima de él desde atrás intentando agarrarle los brazos.

Ahlberg se vio impedido por su propia pistola y Martin Beck pareció sobrecogerse ante la virulencia del ataque, en parte porque lo único que fue capaz de pensar era en la mujer que yacía sobre la cama, que debería moverse y no quedarse ahí flácida y tumbada con la boca abierta y los ojos medio cerrados.

El hombre le golpeó con la cabeza en el diafragma con una fuerza tan descomunal que le despidió hacia atrás, contra la pared, al mismo tiempo aquel demente lograba zafarse de Ahlberg y salía raudo hacia la puerta, aun agachado y con una velocidad en sus zancadas tan inverosímil como todo en este absurdo escenario.

Durante todo este tiempo no paró de sonar un timbre de teléfono.

Lo más cerca que estuvo Martin Beck de él fue medio tramo de escaleras y la distancia iba en aumento.

Podía oír al fugitivo por delante, pero no lo vio hasta llegar a la planta baja. Entonces, el hombre ya había atravesado la puerta acristalada y se hallaba muy cerca de la relativa libertad de la calle.

Kollberg había soltado el botón del portero automático y dio dos pasos para separarse de la pared. El hombre del abrigo se disponía a asestarle un fuerte golpe en la cara.

En ese preciso momento, Martin Beck supo que el fin estaba cerca y, como cabía esperar, un segundo después oyó un grito de dolor seco y salvaje cuando Kollberg le cogió el brazo y le rompió la articulación del hombro con una rápida e implacable llave. El hombre del abrigo yacía indefenso sobre el suelo de mármol.

Martin Beck se apoyó en la pared mientras escuchaba el sonido de las sirenas, que parecía provenir de varios lugares al mismo tiempo. La furgoneta de la policía ya había llegado y en la acera, delante del edificio, unos agentes de uniforme alejaban a empujones a un grupo de curiosos que se iba disolviendo de mala gana.

Observó al hombre que se llamaba Folke Bengtsson, seguía medio tumbado en el suelo, en el mismo lugar donde había caído, con la mejilla apoyada en la pared y las lágrimas resbalándole por las mejillas.

—Está aquí la ambulancia —avisó Stenström.

Martin Beck subió en el ascensor. Ella estaba sentada en un sillón vestida con unos pantalones de pana y un jersey de lana. La observó angustiado.

—Está aquí la ambulancia. Enseguida suben.

—Puedo bajar yo misma —musitó sin fuerzas.

En el ascensor, dijo:

—No pongas esa cara. No fue culpa tuya. Además, tampoco estoy tan mal.

Fue incapaz de mirarla a los ojos.

—Si hubiese intentado violarme, a lo mejor habría podido con él. Pero no se trataba de eso. No pude hacer nada. Nada.

Se sacudió.

—Diez o quince segundos más y... O si al de abajo no se le hubiera ocurrido llamar al telefonillo, eso fue lo que le desconcertó. De alguna manera, rompió el aislamiento. Dios mío. Qué horror.

Cuando se acercaron a la ambulancia añadió:

—Pobre hombre.

—¿Quién?

—Él.

Un cuarto de hora más tarde, sólo quedaban Kollberg y Stenström delante del edificio de Runebergsgatan.

—Llegué justo para ver cómo le abatías. Estaba al otro lado de la calle. ¿Dónde has aprendido eso?

—Hombre, uno no ha sido paracaidista para nada. No lo suelo usar mucho.

—De todas maneras, es lo más impresionante que he visto nunca. Con esa llave podrías con cualquiera.

—«En agosto nació el chacal, / en septiembre caen las lluvias. / ¡No puedo recordar, dice, / tremenda lluvia como ésta!»

—¿Eso qué es?

—Una cita —dijo Kollberg—. De un tal Kipling.

Capítulo 30

Martin Beck observó al hombre, desplomado en una silla delante de él con un brazo en cabestrillo. Mantenía la cabeza baja, no levantaba la mirada.

Llevaba esperando este momento seis meses y medio. Se inclinó y encendió la grabadora.

—Usted se llama Folke Bengtsson, nació en la parroquia de Gustav Vasa, el seis de agosto de 1926 y vive en Rörstrandsgatan, en Estocolmo. ¿Es correcto?

El hombre asintió con un movimiento de cabeza casi imperceptible.

—Tiene que contestar en voz alta —le pidió Martin Beck.

—Sí —dijo el hombre que se llamaba Folke Bengtsson—. Sí, es correcto.

—¿Se confiesa culpable de la violación y el asesinato de la ciudadana Roseanna McGraw la noche del cuatro al cinco de julio del año pasado?

—Yo no he matado a nadie —respondió Folke Bengtsson.

—Más alto.

—No, no lo confieso.

—Usted ha reconocido anteriormente que conoció a Roseanna McGraw el cuatro de julio el año pasado a bordo del barco de pasajeros
Diana
. ¿Es así?

—No lo sé. No sabía su nombre.

—Tenemos pruebas de que estuvo con ella el cuatro de julio. La estranguló por la noche en su camarote y la arrojó por la borda.

—¡No, no es verdad!

—¿La asesinó de la misma manera que intentó acabar con la vida de la mujer de Runebergsgatan?

—No la quería matar.

—¿A quién?

—A aquella chica. Me vino a ver varias veces. Me pidió que fuera a su casa. No lo decía en serio. Sólo quería humillarme.

—¿Roseanna McGraw también quiso humillarlo? ¿Por eso la mató?

—No sé.

—¿Entró en su camarote?

—No lo recuerdo. Quizás estuve allí. No lo sé.

Martin Beck se quedó en silencio observando al hombre. Al final preguntó:

—¿Está muy cansado?

—No, no mucho.

—¿Le duele el brazo?

—Ya no. Me han puesto una inyección en el hospital.

—Cuando anoche vio a aquella mujer, ¿no le recordó a la del verano pasado, la mujer del barco?

—Esas dos no eran mujeres.

—¿Qué quiere decir? Claro que lo eran.

—No... más bien animales.

—No entiendo lo que quiere decir.

—Son como animales, abandonadas a merced de...

—¿Abandonadas a merced de qué? ¿De usted?

—Por Dios, no se burle de mí. Abandonadas a merced del deseo. De su inmundicia.

Treinta segundos de silencio.

—¿Realmente eso es lo que cree?

—Así deben pensar todas las personas de verdad, menos las viciosas y degeneradas.

—¿No le gustaron esas mujeres? Roseanna McGraw y la chica de Runebergsgatan, no me acuerdo cómo se llama...

—Sonja Hansson —escupió su nombre.

—Eso es. ¿No le gustó?

—La odio. Odié a la otra también. No me acuerdo muy bien. ¿No ve cómo se comportan? ¿No se da cuenta de lo que significa ser hombre?

Hablaba rápido y acaloradamente.

—No. ¿Qué quiere decir?

—Uf. Son repugnantes. Brillan y triunfan con su depravación y luego son insistentes y descaradas.

—¿Suele recurrir a prostitutas?

—No son tan asquerosas ni tan desvergonzadas. Y cobran, por lo menos hay un mínimo de honra y dignidad en ellas.

—¿Se acuerda de lo que me contestó cuando le hice esta misma pregunta la otra vez?

El hombre parecía consternado y nervioso.

—No...

—¿Se acuerda de que le pregunté si solía acudir a prostitutas?

—No, ¿lo hizo?

Martin Beck volvió a guardar silencio. Se frotó la nariz.

—Quiero ayudarle —dijo al final.

—¿Cómo? ¿Ayudarme? ¿Cómo me va a ayudar? ¿Ahora? ¿Después de esto?

—Quiero ayudarle a recordar.

—Sí.

—Pero tiene que intentarlo usted también.

—Sí.

—Procure recordar qué pasó después de subir a bordo del
Diana
en Söderköping. Llevaba su ciclomotor y los aparejos de pesca, y el barco llegó con bastante retraso.

—Sí, me acuerdo. Hacía buen tiempo.

—¿Qué hizo después de subir a bordo?

—Creo que desayuné. No había comido antes, recuerdo que pensaba tomar algo a bordo.

—¿Habló con sus compañeros de mesa?

—No, creo que estaba solo. Los demás ya habían desayunado.

—¿Y luego? ¿Después de desayunar?

—Supongo que salí a cubierta. Sí, eso. Hacía muy buen tiempo.

—¿Habló con alguien?

—No, me encontraba solo en la proa. Luego llegó la hora de la comida.

—¿Comió solo también?

—No, había algunos comensales más sentados en mi mesa, pero no hablé con nadie.

—¿Compartía Roseanna McGraw su misma mesa?

—No me acuerdo. No reparé mucho en los de alrededor.

—¿Se acuerda de cómo la conoció?

—No, la verdad es que no.

—La última vez me dijo que ella le preguntó algo y empezaron a hablar.

—Sí, de hecho, ahora me acuerdo. Me preguntó cómo se llamaba el sitio por el que estábamos pasando.

—¿Cómo se llamaba?

—Norsholm, creo.

—¿Y luego se quedó hablando con usted?

—Sí. No me acuerdo de casi nada de lo que me dijo.

—¿Le cayó mal ya desde el principio?

—Sí.

—¿Entonces por qué habló con ella?

—Se metió. Simplemente se puso a hablar y a reír. Era igual que las demás. Una desvergonzada.

—¿Qué hizo luego?

—¿Luego?

—Sí, ¿no bajaron a tierra juntos?

—Ella me acompañó cuando bajé a tierra.

—¿De qué hablaron?

—No me acuerdo. De todo. De nada en particular. Recuerdo que me pareció un buen ejercicio para mi inglés.

—Al volver al barco, ¿qué hicieron?

—No lo sé. La verdad, no me acuerdo. Quizá cenamos.

—¿Se sentaron en la misma mesa?

—No creo. No me acuerdo.

—Inténtelo.

—No, no lo sé.

—¿La vio luego por la noche?

—Recuerdo que estuve un rato en la proa cuando se hizo de noche. Pero me parece que solo.

—¿No la vio por la noche? Intente recordar.

—Creo que sí. No lo tengo muy claro, pero creo que estuvimos sentados en un banco de popa hablando. Yo quería que me dejara en paz, pero se entrometió.

—¿Le invitó a su camarote?

—No.

—Más tarde, por la noche, la mató, ¿verdad?

—No, yo no he hecho nada de eso.

—¿Realmente no se acuerda de que la mató?

—No. ¿Lo hice?

—Sí. Sé que la asesinó.

—¿Por qué me tortura? No repita más esa palabra. Yo no he hecho nada.

—No quiero torturarle.

¿Era verdad? Martin Beck no lo sabía. En cambio, sospechaba que aquel hombre volvía a estar a la defensiva, estaba a punto de aislarse otra vez en su propio mundo, y resultaba más difícil sacarlo de él cuanto más se esforzaba uno en hacerlo.

—Bueno, no tiene importancia.

La mirada del hombre volvió a perder lucidez, se volvió huidiza y errante.

—No me entiende —se quejó con la voz empañada.

—Intento hacerlo. Entiendo que no le gusten algunas personas, que le inspiren aversión.

—¿Y no lo comprende? Las personas pueden ser repulsivas.

—Sí. Y hay una categoría de personas que le disgusta especialmente, sobre todo las mujeres que llama desvergonzadas. ¿Verdad?

El hombre no dijo nada.

—¿Es usted religioso?

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