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Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö

Roseanna (25 page)

BOOK: Roseanna
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Kollberg no lo pasaba tan mal. Cada tres noches se dejaba relevar por Melander o Stenström. En detrimento de Ahlberg, que tenía que jugar al ajedrez consigo mismo o, más bien, resolver jugadas. Hacía tiempo que se habían agotado todos los temas de conversación.

Martin Beck perdió definitivamente la concentración con un artículo de periódico que fingía leer. Bostezo y observó a sus colegas de piedra, como estatuas, que, eternamente callados, estaban sentados uno frente a otro con la cabeza baja por el peso y la profundidad de sus pensamientos. Miró el reloj. Las diez menos cinco. Volvió a bostezar, se levantó con las piernas entumecidas y se dirigió al baño. Se lavó las manos y se echó agua fría en la cara. Regresó. A tres pasos de la puerta sonó el teléfono.

Kollberg ya había terminado la conversación y acababa de colgar el auricular.

—¿Ha...?

—No —dijo Kollberg—. Pero está en la calle delante del edificio.

Durante los siguientes tres minutos, Martin Beck analizó el plan con detalle. Fue un imprevisto, pero eso, en principio, no cambiaba nada. El hombre no podía forzar la puerta y, aunque lo hiciera, difícilmente le daría tiempo a subir las escaleras antes de que ellos llegaran.

—Debemos ser cuidadosos.

—Sí —dijo Kollberg.

Frenó poco a poco y se paró delante del teatro. Se dispersaron. Martin Beck se situó en el pequeño arriate. Al entrar Ahlberg en el portal, miró el reloj. Habían transcurrido exactamente cuatro minutos desde que telefoneó. Pensó en la mujer sola del apartamento de la segunda planta. El hombre que se llamaba Folke Bengtsson no se dejaba ver.

Treinta segundos después, se encendió la luz en una ventana de la segunda planta. Se apago. Ahlberg estaba en posición.

Aguardaron en silencio junto a la ventana del dormitorio. La habitación se hallaba a oscuras, pero por debajo de la puerta entraba un fino haz de luz. Había encendido la lámpara del salón para indicar que se encontraba en casa. La ventana del salón daba a la calle y desde la del dormitorio se veía la plaza de Enksbergsplan, la parte más baja del parque —que se extendía hacia arriba y daba la vuelta a la casa—, parte de Birger Jarlsgatan, Regeringsgatan y Tegnérgatan y, por debajo, en diagonal, el principio de Runebergsgatan.

Bengtsson permanecía de pie en la parada del autobús de la esquina, al otro lado de la vía. Con la vista fija en su ventana. Estaba solo y, después de un rato, dirigió su mirada hacia el principio de la calle. Luego cruzó lentamente a la isleta de peatones que dividía en dos el final de la calle. Allí desapareció tras una cabina telefónica.

—Ahora —dijo Ahlberg haciendo un movimiento en la oscuridad.

Los dos vieron cómo el autobús pasaba de largo la parada y giraba para entrar en Tegnérgatan, al otro lado de la plaza, pero Bengtsson seguía sin aparecer. Resultaba imposible comprobar si había entrado en la cabina. Ahlberg agarró a Sonja del brazo mientras esperaban la señal.

Pero el teléfono no sonaba y, al cabo de unos minutos, el hombre se acercó de nuevo cruzando la calzada.

A lo largo de la acera se extendía un muro de piedra bajo que terminaba en la pared del edificio bajo su ventana. Sobre el muro se extendía una pendiente de césped que llegaba hasta la casa, justo debajo había dos servicios a los que se accedía desde la calle a través de unas puertas abiertas en el propio muro.

Cuando llegó a la acera, el hombre volvió a detenerse y alzó la vista a la casa.

Luego echó a andar lentamente hacia el portal.

Desapareció del campo de visión y Ahlberg mantuvo la mirada fija en la plaza antes de descubrir a Martin Beck, completamente inmóvil y pegado a un árbol del arriate. El tranvía de Birger Jarlsgatan lo tapó durante unos segundos y cuando pasó, Martin Beck ya no estaba.

Transcurridos cinco minutos, descubrieron otra vez a Bengtsson.

Había caminado tan arrimado al muro que no lo vieron hasta que salió a la calzada por debajo del parque y empezó a caminar en dirección a la parada del tranvía en medio de la plaza. Se paró en un puesto y compró un perrito caliente. Mientras se lo comía, se quedó al lado del puesto sin desviar la mirada de las ventanas. Luego se puso a deambular de un lado a otro por la parada con las manos en los bolsillos. De vez en cuando alzaba la vista hacia ellos.

Un cuarto de hora más tarde, Martin Beck reapareció junto al mismo árbol.

La circulación se había intensificado y un río de gente pasaba bordeando el parque. Los cines habían terminado.

Perdieron de vista a Bengtsson durante algunos minutos, pero volvieron a localizarlo entre un grupo de personas que salía del cine e iba camino de casa. Se dirigió hacia la cabina de teléfonos, pero se detuvo de nuevo a pocos metros. Luego comenzó a andar de pronto con paso apresurado hacia el arriate. Martin Beck le dio la espalda y se alejó despacio.

Bengtsson pasó de largo el pequeño parque, cruzó la calle hacia el restaurante y desapareció en Tegnérgatan. Al cabo de un par de minutos, apareció en la otra acera y dio una vuelta por la plaza.

—¿Crees que ha estado aquí antes? —preguntó la mujer de la bata de algodón—. Porque lo he descubierto esta noche por pura casualidad.

Ahlberg estaba fumando junto a la ventana apoyado en la pared. Observó a la chica, que miraba por la ventana. Tenía los pies separados y las manos en los bolsillos, con el tenue reflejo de la luz de la calle sus ojos parecían hoyos oscuros en medio de su blanco rostro.

—Quizá viene por aquí todas las noches —conjeturó.

Cuando el hombre había pasado junto a la estatua de Tegnér en su cuarta vuelta a la plaza dijo:

—Si sigue así toda la noche me volverá loca, y Lennart y Martin se congelarán.

A las doce y veinticinco llevaba ocho vueltas a paso cada vez más ligero. Se paró debajo de la escalera del parque, alzó la mirada hacia la casa y cruzó la calle casi corriendo hasta la parada del tranvía.

Un autobús entró en la parada, se detuvo y cuando volvió a arrancar Bengtsson había desaparecido.

—Mira. Allí está Martin —exclamó Sonja Hansson.

Ahlberg se estremeció al oír su voz. Durante todo este tiempo habían estado susurrando y ahora, por primera vez en dos horas, hablaba en un tono de voz normal.

Vio a Martin Beck cruzar la calle a toda prisa y sentarse en el coche, que esperaba sobre el Pequeño Teatro. Arrancó antes de que le diese tiempo a cerrar la puerta y se alejó en la misma dirección que el autobús.

—Gracias por acompañarme esta noche —comentó Sonja Hansson—. Me voy a la cama.

—Haces bien —contestó Ahlberg.

A él tampoco le habría importado irse a dormir, pero diez minutos más tarde entraba por la puerta de la comisaría de Klara. A los dos minutos llegó Kollberg.

Habían tenido tiempo de hacer cinco jugadas más antes de aparecer Martin Beck.

—Cogió el autobús a Sankt Eriksplan y se fue a casa. Apagó la luz casi enseguida. Probablemente ya duerme.

—Fue pura casualidad que ella le viera —comentó Ahlberg—. Puede que haya estado rondando por ahí otras veces.

Kollberg estudiaba el tablero de ajedrez.

—¿Y aunque así fuese? No prueba nada.

—¿Cómo?

—Kollberg tiene razón —reconoció Martin Beck.

—¿A que sí? Yo también he dado vueltas como un gato en celo delante de casas con tías dispuestas dentro.

Ahlberg se encogió de hombros.

—Pero era más joven, claro. Considerablemente mucho más joven.

Martin Beck guardó silencio. Los demás intentaron seguir con su partida sin ningún éxito. Después de un rato, Kollberg hizo tablas al repetir la jugada, a pesar de que iba ganando.

—Joder —se quejó—. Ese cabrón me ha hecho perder la concentración. ¿Por cuánto me ganas?

—Cuatro puntos —respondió Ahlberg—. Doce y medio contra ocho y medio.

Kollberg se levantó y se puso a deambular por el despacho.

—Le volvemos a coger, haremos un buen registro domiciliario y le apretaremos las clavijas lo que podamos —propuso.

Nadie contestó.

—¿Y si le seguimos de nuevo con tíos más frescos?

—No —objetó Ahlberg.

Martin Beck no paraba de morderse el nudillo del dedo índice. Al cabo de un rato preguntó:

—¿Ha empezado a sentir miedo?

—No lo creo —opinó Ahlberg—. No es una chica que se ponga nerviosa fácilmente.

Roseanna McGraw tampoco, pensó Martin Beck.

No intercambiaron muchas palabras más, pero seguían completamente despiertos cuando el ruido del tráfico de Regeringsgatan les indicó que su jornada laboral había acabado y se iniciaba la de los demás.

Algo había ocurrido, pero Martin Beck no sabía bien qué.

Otro día más como los anteriores. Ahlberg aumentó su ventaja con otro punto.

Eso fue todo.

El día siguiente era viernes. Faltaban tres días para el primer cambio de mes del año y el tiempo continuaba templado; lluvia y penumbra hasta el crepúsculo y luego caía la niebla.

A las nueve y diez, el estallido del teléfono rompió el silencio. Martin Beck cogió el auricular.

—Ha vuelto. Está en la parada.

Se presentaron en el lugar quince segundos antes que la última vez, a pesar de que Kollberg aparcara en Birger Jarlsgatan. Medio minuto después, Ahlberg avisó que se encontraba en su puesto en el dormitorio de Sonja Hansson.

La repetición resultó casi aterradora. El hombre que se llamaba Folke Bengtsson estuvo rondando por Eriksbergsplan durante cuatro horas. Hasta cuatro o cinco veces titubeó ante la cabina del teléfono, se tomó un perrito caliente. Luego volvió a casa. Kollberg le siguió.

Martin Beck estaba helado. Caminaba a paso ligero bajando por Regeringsgatan con las manos en los bolsillos y la mirada clavada en el suelo.

Kollberg se presentó al cabo de media hora.

—Todo tranquilo en Rörstrandsgatan.

—¿Te ha descubierto?

—Andaba como un sonámbulo. No creo que hubiera visto a un rinoceronte a dos metros de distancia.

Martin Beck marcó el número de la agente Sonja Hansson. Intuía que si no pensaba en ella como policía, con el distintivo de rango correspondiente, no aguantaría más.

—Mañana es sábado, mejor dicho, hoy. Trabaja hasta las doce. Intenta pillarlo cuando salga. Pasa junto a él medio corriendo, como si fueras de camino a algún lugar, cógele del brazo y dile: Hola, te he estado esperando. ¿Por qué no me llamas algún día? O algo así. Más o menos en ese plan. Nada más. Luego aléjate. No te abrigues demasiado.

Hizo una breve pausa.

—Esta vez tienes que darlo todo.

Acabó la conversación. Los otros dos le miraban fijamente.

—¿Quién hace mejor los seguimientos? —preguntó como ausente.

—Stenström.

—Desde el momento en que salga de su casa mañana por la mañana quiero que le sigáis. Que se encargue Stenström. Que informe de todos sus movimientos. En el otro teléfono. Dos de nosotros tenemos que estar aquí siempre. Sólo podremos abandonar el despacho de uno en uno.

Ahlberg y Kollberg continuaban con la mirada clavada en él, pero no se dio cuenta.

A las ocho menos veintidós minutos se abrió la puerta de Rörstrandsgatan, la misión de Stenström había comenzado.

Se mantuvo por los alrededores de la empresa de transportes de Smålandsgatan hasta las once y cuarto, a esa hora entró en la cervecería y se sentó a esperar junto a la ventana.

A las doce menos cinco vio a Sonja Hansson en la esquina de Norrlandsgatan.

Vestía un fino abrigo de tweed azul desabrochado con un cinturón bien apretado que le marcaba la cintura. Le sobresalía un jersey negro de cuello vuelto. Llevaba la cabeza descubierta y guantes, pero iba sin bolso. Las medias y las botas negras parecían demasiado finas para la época del año.

Cruzó la calle y desapareció de su campo de visión.

El personal de la empresa de transportes empezó a salir por el portal hasta que finalmente apareció el hombre que se llamaba Folke Bengtsson y cerró la puerta con llave. Bajó de la acera, y cuando había avanzado un par de metros en la calzada, Sonja Hansson se acercó corriendo hasta él. Lo detuvo, le cogió de la manga y le dijo algo mientras le miraba a los ojos. Le soltó casi enseguida y siguió hablando mientras se alejaba, luego se dio la vuelta y continuó corriendo.

Stenström vio su cara, expresaba entusiasmo, alegría y súplica. Aplaudió por dentro su actuación.

El hombre no le quitó ojo de encima. Hizo ademán de seguirla, pero al final, cambió de opinión, se metió las manos en los bolsillos y continuó su camino lentamente con la cabeza baja.

Stenström cogió el sombrero, pagó en la barra y asomó la cabeza con cautela por la puerta. Cuando Bengtsson dobló la esquina, salió de la cervecería y fue tras él.

En la comisaría de Klara, Martin Beck tenía fijos sus melancólicos ojos en el teléfono. Ahlberg y Kollberg habían abandonado el ajedrez momentáneamente y se escondían en silencio tras sendos periódicos. Kollberg luchaba con un crucigrama mordiendo ansioso el lápiz.

Al sonar por fin el teléfono, le pegó tal mordisco que lo partió en dos.

Martin Beck se pegó el auricular al oído antes de que terminase la primera señal.

—Hola. Soy Sonja. Creo que me ha salido bien. Hice lo que me dijiste.

—Bien. ¿Viste a Stenström?

—No, pero seguro que ha merodeado por aquí cerca. No me atreví a darme la vuelta y seguí corriendo hasta llegar a la esquina con NK.

—¿Estás nerviosa?

—No. En absoluto.

Era la una y cuarto cuando volvió a sonar el teléfono.

—Estoy en Jäntorget, en el estanco de la plaza —comentó Stenström—. Sonja lo ha hecho muy bien. Por lo visto lo ha dejado inquieto. Hemos atravesado los jardines de Kungstradgården, pasamos el puente Strömbron y desde entonces está errando por el casco viejo.

—Ten cuidado.

—No te preocupes. Camina como un muerto viviente, ni ve ni oye nada a su alrededor. Ahora debo darme prisa para no perderlo.

Ahlberg se había levantado y deambulaba de un lado a otro.

—No es un trabajo muy agradable que digamos el que le hemos encargado a Sonja.

—Se las arregla muy bien —le tranquilizó Kollberg—. Y el resto lo hará también estupendamente. Espero que Stenström no haga ninguna tontería y espante a Bengtsson.

—Stenström también es bueno, claro —añadió al cabo de un rato.

Martin Beck se calló.

El reloj de pared marcaba las tres y pico cuando Stenström volvió a contactar con ellos.

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