Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö
Consiguieron recuperar el cadáver el día ocho de julio pasadas las tres de la tarde. Estaba casi intacto, no debió de estar en el agua mucho tiempo.
Hallaron el cuerpo por casualidad. Fue un golpe de suerte encontrarlo tan pronto y debería haber facilitado la investigación policial.
Bajo la sucesión de esclusas de Borenshult, hay un rompeolas que protege el acceso de las agitadas aguas del lago cuando sopla viento del este. Al abrir el canal al tráfico aquella primavera, la entrada empezó a llenarse de lodo. A los barcos les costaba maniobrar y sus hélices levantaban del fondo densas nubes de fango gris amarillento. No fue difícil darse cuenta de que había que hacer algo y, por el mes de mayo, la compañía del canal solicitó un dragado al Servicio Nacional de Carreteras y Vías Fluviales. La solicitud pasó por las manos de unos cuantos funcionarios indecisos, hasta que finalmente fue remitida a la Administración Marítima de Suecia, que consideró que el trabajo debía realizarse con una de las dragas de cucharón que poseía el Servicio Nacional de Carreteras; institución que concluyó que este tipo de dragados dependía, en efecto, de la Administración Marítima. En un gesto desesperado, alguien intentó remitir el asunto a las autoridades portuarias de Norrköping, quienes inmediatamente devolvieron la petición a la Administración Marítima; ésta, a su vez, la dirigió al Servicio Nacional de Carreteras y Vías Fluviales, momento en que alguien cogió el teléfono y marcó el número de un ingeniero que realmente entendía de dragas de cucharón. Sus amigos le llamaban Limpiafangos. Sabía, por ejemplo, que de las cinco dragas de cucharón de almeja que existen sólo una tenía las dimensiones adecuadas para atravesar las esclusas. Su verdadero nombre tenía ecos mitológicos, Grifo, pero la gente lo llamaba, por supuesto, Guarro, y dio la casualidad de que se encontraba en el puerto pesquero de Gravarne, en la costa oeste. La mañana del cinco de julio la draga amarró en Borenshult ante la admiración de los niños del pueblo y de un turista vietnamita.
Una hora más tarde, un representante de la compañía del canal subió a bordo para hablar del procedimiento, lo cual llevó su tiempo. Al día siguiente, sábado, el barco quedó anclado junto al rompeolas, mientras el personal pasaba en casa el fin de semana. La lista de la tripulación era la habitual para una draga: un capataz, que era también el comandante al mando que debía llevar el barco a altamar, un operador de grúa y un grumete. Estos dos últimos, oriundos de Gotemburgo, cogían el tren nocturno de Motala. El jefe vivía en Nacka, su mujer lo recogía en coche. A las siete de la mañana del lunes todos se encontraban otra vez a bordo y una hora más tarde empezaban con el dragado. Sobre las once, la bodega estaba llena y se alejaron hacia el interior del lago para vaciarla. A la vuelta tuvieron que desviarse para dejar pasar a un vapor blanco que atravesaba el lago Boren en dirección oeste hacia la esclusa. A lo largo de su barandilla se agolpaban turistas extranjeros, quienes con un entusiasmo al borde de la histeria saludaban con las manos a los circunspectos hombres de la draga. El barco de pasajeros subió lentamente por la esclusa hacia Motala y el lago Vättern. A la hora de comer, el gallardete del mástil más alto había desaparecido tras la compuerta superior. Volvieron a dragar a la una y media.
Los acontecimientos se desarrollaron como sigue: hacía buen tiempo, suaves y caprichosas ráfagas de viento y nubes veraniegas avanzaban a la deriva perezosamente. Podían verse algunas personas en el rompeolas y en las laderas del canal. La mayoría tomaba el sol, otras pescaban con caña y dos o tres observaban la draga. El cucharón acababa de zamparse otro bocado de lodo del fondo del Boren y estaba saliendo del agua. El operario, desde su cabina, realizaba las maniobras acostumbradas de forma mecánica, el capataz tomaba café en la cocina del barco y el grumete, con los codos apoyados en la engrasada barandilla, escupía al agua. El cucharón ya casi había salido del agua.
Cuando por fin emergió a la superficie, un hombre en el muelle se levantó y se acercó unos pasos hacia el barco. Agitó los brazos y gritó algo. El grumete se incorporó para oír mejor.
—¡Hay alguien en el cucharón! ¡Pare! ¡Hay alguien en el cucharón!
El grumete miró confundido al hombre, luego al cucharón, que en ese momento entraba girando lentamente sobre la bodega de carga para vomitar el contenido. No paraba de chorrear agua sucia cuando el operario detuvo el cucharón justo encima de la bodega. Entonces el grumete vio lo mismo que el hombre del rompeolas. Entre las fauces del cucharón de almeja sobresalía un brazo blanco desnudo.
Los siguientes diez minutos resultaron largos y transparentes. Se tomaron una serie de medidas y desde el muelle alguien repetía una y otra vez:
—No hagan nada, no toquen nada, déjenlo todo como está hasta que llegue la policía...
El operario de la excavadora salió y miró todo con detenimiento, luego volvió a su cabina y se sentó en la silla, refugiándose tras la relativa seguridad de sus palancas. Hizo girar la grúa y entreabrió el cucharón. El capataz, el grumete y un pescador entrometido recogieron el cuerpo.
Era una mujer. Quedó tendida boca arriba sobre una lona doblada en el extremo del rompeolas. Alrededor se congregó un grupo de curiosos que la observaban, entre ellos algunos niños que no deberían haber estado allí, pero a nadie se le ocurrió echar. Todos habían presenciado lo mismo y tenían algo en común: jamás olvidarían el aspecto de aquella mujer.
El grumete le echó encima tres cubos de agua. Mucho tiempo después, cuando la investigación policial se encontraba atascada, hubo quien se lo reprochó.
Estaba desnuda y no llevaba joyas. La piel del pecho y bajo vientre era más clara, como si hubiera tomado el sol en bikini. Tenía las caderas anchas y los muslos fuertes; el vello púbico, negro, mojado y tupido. Pechos pequeños y flácidos, y pezones grandes y oscuros. Un rasguño rojizo le recorría la cintura hasta la cadera. Por lo demás, una piel lisa y sin manchas ni cicatrices, pies y manos pequeños y uñas sin pintar. Con la cara tan hinchada, resultaba difícil decir cómo habría sido su verdadero aspecto. Tenía cejas oscuras y marcadas, y la boca parecía ancha. Su media melena negra se le pegaba a la cabeza. Sobre el cuello le caía un mechón.
Motala es una ciudad sueca de tamaño medio. Está situada en la provincia de Östergötland, en la parte norte del lago Vättern, y tiene unos 27.000 habitantes. El más alto cargo policial es el de fiscal de la ciudad, que también desempeña la labor de fiscal. Por debajo de él está el comisario, jefe ejecutivo de la Policía de Seguridad Ciudadana y de la Policía Criminal. También hay un subinspector primero de la policía criminal —el decimonoveno puesto en la escala salarial—, seis policías y una mujer policía. Uno de ellos es, además, fotógrafo; para exámenes médicos se suele contratar a alguno de los médicos de la ciudad.
Una hora después del primer aviso, la mayoría de los policías citados se habían congregado en el muelle de Borenshult, a unos metros del faro. Había poco espacio alrededor del cadáver y los hombres de la draga ya no podían ver lo que estaba pasando. Seguían a bordo a pesar de que su barco se encontraba amarrado con el estrave de babor junto al rompeolas.
Al otro lado del cordón policial, junto al estribo, el número de personas arremolinadas se multiplicaba por diez. En la orilla opuesta del canal había unos cuantos coches, cuatro pertenecían a la policía, y una ambulancia blanca con cruces rojas en las puertas traseras. Junto a ella, dos hombres con mono blanco fumaban. Parecían ser los únicos a quienes no les interesaba aquella gente junto al faro.
En el rompeolas, el médico comenzó a recoger sus cosas. Mientras tanto hablaba con el comisario, un hombre alto y canoso llamado Larsson.
—Por ahora no puedo decir gran cosa —concluyó el médico.
—¿Tenemos que dejarla aquí?
—Eso más bien debería preguntárselo yo a ustedes —respondió el médico.
—Es poco probable que sea éste el lugar del crimen.
—Bien, pues que la trasladen a la morgue. Le llamaré.
Se levantó, cerró su maletín y se fue.
—Ahlberg —dijo el comisario—, mantendrás la zona acordonada, ¿no?
—Hombre, claro.
El fiscal de la ciudad no dijo nada allí, en el faro. No tenía costumbre de entrometerse en la fase preliminar de las investigaciones. Pero de camino a la ciudad, comentó:
—Unos feos moratones.
—Sí.
—Mantenme informado.
Larsson ni siquiera se molestó en asentir con la cabeza.
—¿Dejas a Ahlberg al mando?
—Ahlberg es bueno —contestó el comisario.
—Sí, claro.
La conversación se interrumpió.
Llegaron, se bajaron del coche y se dirigieron a sus despachos. El fiscal de la ciudad hizo una llamada a la capital de la provincia, Linköping, para hablar con el fiscal provincial, máxima autoridad de la policía y de la fiscalía en la región.
—Quedo a la espera —dijo el fiscal provincial.
El comisario mantuvo una breve conversación con Ahlberg.
—Tenemos que averiguar quién es.
—Sí —contestó Ahlberg.
Entró en su despacho, llamó a los bomberos y solicitó dos buceadores. Luego leyó un informe sobre un robo en el puerto. Pronto estaría resuelto. Ahlberg se levantó y se fue a buscar al agente de guardia.
—¿Hay alguna denuncia por desaparición?
—No.
—¿Alguna orden de búsqueda y captura?
—Ninguna que encaje.
Volvió a su despacho.
Esperó.
El teléfono sonó al cabo de quince minutos.
—Tenemos que solicitar una autopsia —dijo el médico.
—¿Ha sido estrangulada?
—Creo que sí.
—¿Violada?
—Eso parece.
El médico hizo una breve pausa. Luego añadió:
—Y con ensañamiento.
Ahlberg se mordió la uña del dedo índice. Pensó en sus vacaciones, que iban a empezar ese mismo viernes, y en lo contenta que se pondría su esposa... El médico malinterpretó el silencio.
—¿Está sorprendido?
—No —contestó Ahlberg.
Colgó y se fue a ver a Larsson. Juntos se dirigieron al despacho del fiscal de la ciudad.
Diez minutos más tarde, el fiscal de la ciudad pidió un examen médico forense al Gobierno Civil, que a su vez se puso en contacto con la Dirección Nacional de Medicina Forense. La autopsia fue realizada por un catedrático de setenta años. Llegó en el tren nocturno de Estocolmo y parecía estar en plena forma. Estuvo trabajando ocho horas sin apenas interrupciones.
Luego entregó un informe preliminar que decía así: «Muerte por estrangulamiento asociada a violencia sexual extrema. Hemorragias internas severas».
A estas alturas, los informes y las actas de los interrogatorios empezaban a amontonarse en la mesa de Ahlberg. Podían resumirse en una sola frase: una mujer muerta había sido hallada en la presa de la esclusa de Borenshult.
No existía ninguna denuncia por desaparición ni en la ciudad ni en los distritos policiales colindantes. Tampoco existían órdenes de búsqueda que encajaran.
Eran las cinco y cuarto de la mañana y estaba lloviendo. Martin Beck llevaba ya un buen rato cepillándose los dientes con mucho esmero para deshacerse del sabor a plomo en el paladar y parecía que iba a conseguirlo.
Luego se abrochó el cuello de la camisa y se hizo el nudo de la corbata mirándose apático al espejo. Se encogió de hombros, fue para el recibidor, entró en el salón y al pasar contempló con melancolía la maqueta a medio terminar del buque escuela Danmark, que le había tenido ocupado demasiado tiempo la noche anterior. Entró en la cocina.
Se deslizaba suave y silenciosamente, en parte por costumbre, en parte para no despertar a los niños.
Se sentó a la mesa de la cocina.
—¿Y el periódico? —preguntó.
—Nunca llega antes de las seis —contestó su esposa.
Fuera ya había amanecido, pero estaba nublado, y la luz de la cocina era gris y espesa. Su mujer no tenía la lámpara encendida. Lo llamaba ahorrar.
Abrió la boca, pero la volvió a cerrar sin pronunciar palabra. Sólo provocaría una discusión y no le pareció un buen momento.
En vez de hacerlo, se puso a tamborilear lentamente los dedos sobre la mesa revestida de formica mirando la taza vacía con un dibujo de rosas azules, una muesca en el borde y una grieta marrón debajo. Esa taza los había acompañado durante casi todo el matrimonio. Más de diez años. Ella no solía romper nada, por lo menos nunca de manera irreparable. Lo raro era que los niños fueran como ella.
¿Se podían heredar rasgos tan específicos? No lo sabía.
Ella apartó la cafetera del fuego y sirvió el café. Él dejó de golpear la mesa.
—¿Quieres un sándwich? —le preguntó.
Él bebía con cuidado dando pequeños sorbos. Estaba sentado en el extremo de la mesa algo encorvado.
—La verdad es que deberías comer algo —insistió ella.
—Ya sabes que no puedo tomar nada por la mañana.
—Deberías, de todas maneras —le repitió—. Especialmente tú, con ese estómago que tienes.
Se pasó la mano por la mejilla y notó algunos pelos de la barba, muy pequeños y afilados. Bebió un poco más de café.
—Te puedo preparar una tostada —le ofreció ella.
Cinco minutos más tarde dejó la taza sobre el platillo, en silencio, levantó la mirada y observó a su mujer.
Llevaba un albornoz rojo lleno de pelotillas encima de un camisón de nailon, apoyaba los codos en la mesa y la barbilla en las manos. Era rubia, de piel clara, ojos redondos y algo saltones. Solía teñirse las cejas, pero en verano se le aclaraban y ahora las tenía casi tan rubias como el pelo. Le sacaba un par de años y, a pesar de que había engordado bastante durante los últimos tiempos, la piel del cuello empezaba a arrugársele.
Al nacer su hija, hacía doce años, dejó su trabajo en un estudio de arquitectura y nunca se preocupó de encontrar otro. Cuando el niño comenzó el colegio, Martin le propuso que buscara un empleo de media jornada, pero ella hizo cálculos y llegó a la conclusión de que no merecía la pena. Además, tenía buen carácter y se sentía feliz con su vida de ama de casa.
Bueno, pensó Martin Beck levantándose. Empujó el taburete azul bajo la mesa sin hacer ruido y se quedó junto a la ventana viendo caer la lluvia.
Por debajo del parking y de una pendiente de hierba, se extendía la autopista, brillante y vacía. Se distinguía una débil luz en algunas ventanas de los bloques de apartamentos de la colina, detrás de la estación de metro. Un par de gaviotas daban vueltas bajo el bajo cielo gris, pero por lo demás ni un alma.