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Authors: Daniel Defoe

Tags: #Clásico

Roxana, o la cortesana afortunada (4 page)

BOOK: Roxana, o la cortesana afortunada
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—¿Es que piensas quedarte con los cuatro niños? —preguntó la mujer.

—No, no, querida —repuso él—, está también tu hermana… Iré a hablar con ella y con tu tío… Los avisaré a ellos y a los demás. Te garantizo que, entre todos, encontraremos un modo de salvar a estas cuatro desdichadas criaturas del hambre y la indigencia; ninguno estamos en tan malas circunstancias para no poder gastar una miseria en ayudar a unos huérfanos. No cierres tus entrañas a la compasión
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por los de tu propia sangre: ¿acaso podrías oír a esos niños inocentes clamando de hambre a tu puerta y negarte a darles pan?

—Y ¿por qué iban a venir a llamar a nuestra puerta? —replicó ella—. La parroquia tiene obligación de atenderlos. No llamarán a nuestra puerta y, si lo hacen, no les daré nada.

—¿Es que no recuerdas —la interrumpió él— la terrible advertencia que nos hacen las Escrituras en el libro de los Proverbios, capítulo 21, versículo 13?: «Quien cierra los oídos al clamor del necesitado no será escuchado cuando grite».

—De acuerdo —dijo ella—, haz lo que te plazca, ya que quieres dártelas de gran señor, pero, si fuese por mí, los enviaría a donde hay que enviarlos: allí de donde vinieron.

Entonces la pobre mujer intercedió y dijo:

—Pero, señora, eso equivaldría a matarlos de hambre, pues esa parroquia no tiene obligación de atenderlos y acabarían muriendo en la calle.

—Eso si el juez de paz no vuelve a enviarlos aquí en el carromato de los tullidos —dijo el marido—, y nos pone en evidencia a nosotros y a todos nuestros parientes delante de los vecinos y de quienes conocieron al noble abuelo de los niños, que vivió y prosperó tantos años en esta parroquia y era tan merecidamente apreciado por todo el mundo.

—A mí eso no me importa lo más mínimo —repuso la mujer—, no pienso quedarme con ninguno.

—Pues a mí —respondió el marido— sí que me importa: no pienso permitir que semejante baldón caiga sobre nuestros hijos y nuestra familia. Era un hombre bueno, digno y respetado por todos sus vecinos y, si permitimos que los hijos de tu hermano mueran o queden a cargo de la caridad pública en el mismísimo lugar donde prosperó tu familia, te lo reprocharán a ti, que eres su hija, y a nuestros hijos, que son sus nietos. Vamos, no se hable más, veré lo que puedo hacer.

Dicho y hecho, avisó a los otros parientes, los reunió en una taberna que había allí cerca y llevó a los cuatro chiquillos para que pudieran verlos. Todos estuvieron de acuerdo en ocuparse de los niños y, como la mujer estaba tan furiosa que no quería que uno de ellos se quedara en su casa, acordaron no separarlos de momento: se los entregaron a la buena mujer que había arreglado todo el asunto y se comprometieron a aportar el dinero necesario para su mantenimiento. Además, mandaron a buscar al más pequeño a la parroquia donde lo habían dejado, para que no estuviera separado de los demás y así pudieran criarse todos juntos.

Ocuparía demasiado espacio detallar con qué ternura aquella bellísima persona, que no era más que tío político de los niños, se ocupó de todo, cómo los cuidó, fue a visitarlos a menudo y se aseguró de que no les faltase de nada, cómo los vistió, envió a la escuela y echó al mundo bien preparados. Baste con decir que se comportó más como un padre que como un tío político, aunque tuvo que enfrentarse a la oposición de su mujer, que no era tan tierna ni tan compasiva como él.

Doy fe de que oí todo eso con el mismo placer con que lo cuento ahora, pues me asustaba mucho ver a mis hijos necesitados y en la miseria, como les ocurre a quienes carecen de amigos y se ven obligados a depender de la benevolencia de la parroquia.

III

No obstante, ahora estaba entrando en una nueva fase de mi vida: tenía una casa muy grande y todavía me quedaban algunos muebles, aunque era tan incapaz de mantenerme a mí misma y a mi doncella como a mis cinco hijos, no tenía otros medios de subsistencia que los que pudiera procurarme mi trabajo y aquélla no era una ciudad donde fuese fácil encontrar empleo.

Desde que se había enterado de mis circunstancias, el casero había sido muy amable, y eso que antes había embargado mis cosas e incluso se las había llevado sin más.

Yo llevaba casi un año en su casa sin pagar el alquiler y, lo que es peor, seguía sin poder pagarle. Sin embargo, noté que cada vez venía a verme con más frecuencia, me trataba con mayor amabilidad y me hablaba de forma más amistosa de lo que acostumbraba. Sobre todo las dos o tres últimas veces que estuvo, observó la pobreza en que vivía, lo bajo que había caído y otras cosas parecidas, afirmó que le apenaba verme así, y la última vez todavía se mostró mas amable: dijo que venía a comer conmigo y que debía permitirle que me invitara, así que llamó a Amy y la envió a comprar un trozo de carne, le explicó lo que debía comprar y le dijo dos o tres cosas para que escogiera lo que mas le gustase. Mi doncella, una criada astuta y fiel como un perro, no compró nada, sino que trajo consigo al carnicero con las dos cosas que había elegido, para que él mismo pudiera escoger: una era una pierna bastante grande de ternera y la otra un costillar de vaca. Él las miró y me pidió que regateara yo con el carnicero. Así lo hice y luego volví a decirle lo que pedía aquel hombre y a cuánto ascendía cada cosa. De modo que sacó once chelines y tres peniques, que es lo que valían las dos cosas juntas, y me pidió que me quedara con ambas; la otra, afirmó, podía comérmela otro día.

Desde luego, me sorprendió tanta generosidad por parte de un hombre que poco antes me había aterrorizado y se había llevado los muebles de mi casa hecho una furia, pero recordé que mis desdichas habían atemperado su carácter y que luego había sido lo bastante compasivo para dejarme vivir en su casa un año sin pagar el alquiler. Sin embargo, ahora adoptaba el semblante no de un hombre compasivo, sino de uno amable y amistoso, y eso era tan inesperado que me sorprendió. Charlamos y estuvimos, por así decirlo, alegres, que era más de lo que yo podía decir de los tres últimos años. Mandó comprar también vino y cerveza, pues yo no tenía ni una cosa ni la otra, y la pobre Amy y yo llevábamos muchas semanas bebiendo tan sólo agua y, de hecho, muchas veces me admiro de la fidelidad de aquella pobre muchacha a quien tan mal acabé recompensando.

Cuando Amy volvió con el vino, le pidió que le llenase la copa y, con ella en la mano, se me acercó y me besó, lo que admito que me sorprendió un poco, aunque aún me sorprendió más lo que siguió, pues afirmó que le apenaba mucho la triste situación a que me había visto reducida, y que mi conducta y el valor con que la había sobrellevado le habían infundido tanto respeto por mí que ahora no pensaba más que en mi bienestar, por lo que estaba decidido a ayudarme mientras buscaba un modo de ganarme la vida en el futuro.

Al ver que me ruborizaba sorprendida por sus palabras, y ciertamente lo estaba, se volvió hacia mi doncella, la miró y me dijo:

—Os digo todo esto, señora, en presencia de vuestra doncella para que tanto vos como ella sepáis que mi intención es buena y que, si he decidido hacer lo que esté en mi mano por ayudaros, lo hago por mera bondad. Como he sido testigo de la rara honradez y fidelidad de Amy, aquí presente, en todas vuestras desdichas, sé que puede confiársele un propósito tan honrado como el mío, y os aseguro que siento por vuestra doncella un respeto proporcional al afecto que os ha demostrado.

Amy le hizo una reverencia, pues la pobre chica estaba tan alegre y feliz que no podía decir palabra, aunque su tez mudaba de color una y otra vez, y tan pronto se ruborizaba hasta ponerse de color escarlata como se quedaba lívida como la muerte. Pues bien, una vez dicho aquello, mi casero se sentó, me rogó que yo hiciera lo mismo, y luego bebió a mi salud y me animó a beber dos copas de vino con él, pues, según declaró, me hacía mucha falta, cosa que era cierta. Luego dijo:

—Vamos, Amy, con el permiso de tu señora, beberás tú también —y le hizo beberse otras dos copas. Por fin se levantó y añadió—: Y ahora, Amy, ve a preparar la cena, y vos, señora, id a vestiros y volved alegre y sonriente. Haré lo posible por entreteneros, y mientras tanto daré un paseo por el jardín.

Cuando se fue, Amy volvió a cambiar de expresión y pareció más alegre que nunca.

—¡Señora! —dijo—. ¿Qué es lo que pretende este caballero?

—Vaya, Amy —respondí—, ¿es que no ves que quiere ayudarnos? No sé qué otra cosa va a querer, si no puede conseguir nada de mí.

—Os aseguro, señora —replicó ella—, que no tardará en pediros vuestros favores.

—No, no, te equivocas, Amy —dije—, ¿es que no has oído lo que ha dicho?

—Sí —respondió Amy—, pero no se trata de eso, ya veréis lo que hará después de cenar.

—Vaya, vaya, Amy —repuse—, lo juzgas con mucha dureza, no puedo compartir tu opinión, pues todavía no me ha dado motivos para pensar así.

—Ni a mí tampoco, señora —dijo Amy—, pero ¿por qué iba a compadecerse así de nosotras un caballero?

—Vamos —objeté—, es muy injusto que juzguemos malvado a un hombre por ser caritativo, e inmoral por ser amable.

—¡Oh, señora! —dijo Amy—. Muchas veces la caridad empieza por ese vicio, y él no es tan ingenuo para no saber que no hay mayor estímulo que la pobreza, una tentación contra la que ninguna virtud puede resistirse. Conoce bien nuestra situación. ¿Es que no lo veis? Sabe que sois joven y hermosa y que dispone del mejor cebo del mundo con el que atraeros.

—Bueno, Amy —dije—, en ese caso, tal vez descubra que se equivoca.

—¡Cómo, señora! —exclamó Amy—. Espero que no os neguéis si os lo pide.

—¿Qué quieres decir con eso, desvergonzada? —pregunté—. Antes preferiría morir de hambre.

—Ojalá no habléis en serio, señora, y seáis sensata. Creo que si se ofrece a manteneros, como dice, no debéis negarle nada; de lo contrario sí que moriréis de hambre.

—¿Acaso he de consentir acostarme con él por un poco de pan? —exclamé—. ¿Cómo puedes hablar así?

—No, señora —repuso Amy—. No creo que debáis hacerlo por ningún otro motivo, no estaría justificado que lo hicieseis salvo por un poco de pan, señora. Pero de lo que estoy segura es de que no hay nada peor que pasar hambre.

—Cierto —respondí—, pero te aseguro que, si me ofreciese una finca para mantenerme, no me acostaría con él.

—Pues mirad lo que os digo, señora, si a cambio os diese algo con lo que pudieseis vivir de forma desahogada, yo me acostaría con él encantada.

—Lo tomo, Amy, por una prueba inapreciable de tu afecto —dije—, y no sé como agradecértelo, aunque creo que te mueve mas la amistad que la honestidad.

—¡Oh, señora! —dijo Amy—. Haría cualquier cosa por sacaros de esta triste situación y, en cuanto a la honestidad, creo que está fuera de lugar cuando se pasa hambre, y ¿acaso no estamos muertas de hambre?

—Yo desde luego lo estoy —respondí—, y tú también por mi causa, pero de ahí a convertirme en una prostituta… ¡Amy! —Y me interrumpí.

—Señora —dijo Amy—, estoy dispuesta a pasar hambre por vos, a prostituirme, o a cualquier otra cosa, incluso a morir por vos, si fuese necesario.

—Caramba, Amy, nunca había visto un afecto semejante —dije—, y sólo espero llegar a estar algún día en condiciones de retribuírtelo como es debido. Pero, de todos modos, no tendrás que prostituirte para obligarle a ser bueno conmigo, no, Amy, ni yo tampoco, aunque me ofreciese más de lo que puede ofrecerme o hiciese por mí más de lo que puede hacer.

—Pero, señora —dijo Amy—, no he dicho que vaya a pedíroslo, sólo que, si él prometiese hacer esto y lo otro por vos, y pusiera a cambio esa condición y no estuviera dispuesto a serviros a menos que le permitieseis acostarse conmigo, no lo dudaría un instante con tal de que pudierais contar con su ayuda. Pero esto es hablar por hablar, señora, no veo la necesidad de discurrir así, y vos sois de la opinión de que no será necesario.

—Desde luego que lo soy, Amy, pero —continué—, si lo fuese, vuelvo a repetirte que moriría antes de consentirlo o de permitir que tú lo hicieras por mi causa.

Hasta entonces no sólo había preservado mi virtud, sino también mi inclinación y mi resolución virtuosa, y, de haber seguido así, habría sido feliz, aunque hubiese muerto de hambre, pues, sin duda, una mujer debería morir antes que prostituir su honor y su virtud por muy grande que sea la tentación.

Pero, por volver a mi historia, el casero estuvo paseando por el jardín, que estaba muy descuidado y cubierto de malas hierbas, pues yo no había podido contratar a un jardinero para cuidarlo o al menos para escardarlo y sembrar unos cuantos nabos y zanahorias para consumo de la familia. Después de verlo, entró y envió a Amy a buscar a un pobre hombre, un jardinero que a veces ayudaba a nuestro criado, lo llevó al jardín y le ordenó que hiciese varias cosas para despejarlo un poco, y en eso se entretuvo cerca de una hora.

Entretanto yo me había arreglado lo mejor que pude, pues, aunque todavía me quedaban algunos buenos vestidos, no iba bien peinada, ya que no me quedaban más que unas pocas cintas y no tenía ni collar ni pendientes: todo lo había vendido para comprar comida.

De todos modos, iba limpia y acicalada, y estaba de mejor humor de lo que él me había visto nunca, y pareció gustarle mucho verme así, pues aseguró que antes parecía tan desconsolada y tan afligida que le apenaba mucho verme, y me animó a ser valiente ya que tenía la esperanza de ponerme en situación de poder vivir en el mundo y presentarme ante cualquiera.

Le dije que eso era imposible y que quedaría en deuda con él, ya que todos los amigos que tenía en el mundo no querían o no podían hacer lo que él decía.

—Bien, viuda —dijo, así me llamó, y de hecho lo era en el peor sentido que pueda dársele a esa triste palabra—, si habéis de estar en deuda conmigo, no lo estaréis con nadie más.

Cuando la cena estuvo preparada, Amy entró a poner el mantel, y yo me alegré de que no estuviésemos más que él y yo, puesto que no me quedaban más que seis platos llanos y dos soperos. No obstante, él se hizo cargo, me pidió que no tuviese reparos en sacar lo que tuviese y que no me desanimara: no había ido, dijo, a que lo atendieran, sino a atenderme a mí, consolarme y animarme. Y así siguió, hablando jovialmente de cosas tan alegres que fueron como un tónico para mi alma.

Por fin empezamos a cenar. Estoy segura de que no había disfrutado de una buena comida desde hacía al menos doce meses, y menos de un trozo de carne como aquella pata de ternera. Comí con mucho apetito, y él también, y me hizo beber tres o cuatro copas de vino de más, de modo que, muy pronto, mi ánimo se elevó hasta alturas a las que no estaba acostumbrado y no sólo me sentí contenta, sino alegre, y él me animaba a estarlo.

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