Rumbo al cosmos (16 page)

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Authors: Javier Casado

BOOK: Rumbo al cosmos
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Pero, si para alimentar el propulsante a los motores se necesitan bombas que están accionadas por turbinas movidas por los gases generados por esos mismos motores… ¿cómo se inicia el proceso, cuando todavía no ha arrancado el motor, y por tanto no hay gases para mover las turbinas? Sencillo: el arranque inicial de las bombas se realiza con un motor eléctrico accionado por baterías; una vez iniciado el proceso, puede prescindirse de dicho motor, siendo ya las turbinas las que toman el relevo.

La chispa de la vida

Pero para arrancar, no basta con activar las bombas e inyectar el propulsante en la cámara de combustión. Excepto en el caso de los propulsantes hipergólicos, que reaccionan ardiendo de forma espontánea al combinarse, en el resto de los casos no tendríamos más que dos líquidos mezclados derramándose a chorros por la tobera. Necesitamos algo más: una chispa inicial que provoque la combustión de los dos líquidos, dando vida al motor.

Esta chispa sólo es necesaria para el arranque inicial: al tratarse de un motor de flujo continuo, una vez iniciada la combustión ésta no cesa mientras se mantenga el aporte de combustible y oxidante. Por lo demás, el iniciador de combustión de un motor cohete funciona de forma similar a las conocidas bujías de nuestros coches, mediante un electrodo que provoca chispas que hacen arder los líquidos inyectados en la cámara de combustión.

Complejidad elevada al cubo

Así explicado, un motor cohete de propulsante líquido tampoco parece tan complicado. Pero no nos engañemos: hablamos de manejar líquidos que suelen estar a temperaturas cercanas al cero absoluto (-183 ºC para el oxígeno líquido, -253 ºC para el hidrógeno), que pasan en poco tiempo a convertirse en gases a 3000 ºC, con presiones que pueden llegar a superar las 200 atmósferas, y que se mueven a velocidades supersónicas. Las turbinas y toberas tienen que tener su geometría diseñada para operar en este complicado entorno supersónico, con materiales capaces de soportar los ingentes esfuerzos impuestos por estas extremas condiciones de presión y temperatura. Ello unido, además, a toberas habitualmente orientables para controlar el cohete durante el ascenso, con toda la complejidad técnica adicional que ello supone.

Imagen: Motor SSME del transbordador espacial, un motor de combustión escalonada. (
Foto: NASA
)

En cualquier caso, ningún material sobre la Tierra soportaría durante mucho tiempo las temperaturas generadas en un motor cohete sin la adecuada refrigeración. Y ésta es una de las principales ventajas de los motores de propulsante líquido frente a los sólidos: que el propio propulsante es utilizado como refrigerante, haciéndolo circular alrededor de la tobera y la cámara de combustión antes de ser inyectado en esta última. Una posibilidad de la que no disponen los motores sólidos, lo que les impide prolongar su funcionamiento más allá de unos dos minutos en el mejor de los casos, pero que también es una complejidad técnica más a añadir al diseño de los motores de propulsante líquido.

Escapando a la gravedad: la puesta en órbita de satélites

Cualquier misión espacial consta de diferentes fases en su desarrollo. Todo comienza con el lanzamiento, con el ascenso del cohete hacia el espacio transportando a bordo su valiosa carga. Después vendrá la entrada en órbita terrestre, o, si se da el caso, la entrada en órbita de escape interplanetaria. Pero este proceso es bastante más complejo de lo que parece. Hoy empezaremos analizando la primera fase realmente espacial de la misión, la que se realiza ya fuera de la atmósfera: la puesta en órbita.

Como todos sabemos, no es necesaria una propulsión, un motor, para moverse por el espacio. Las fuerzas de la Naturaleza, representadas para el hombre a través de las leyes de Newton de la mecánica clásica y, en casos muy especiales (pues en general sus efectos suelen ser despreciables para el estudio de las órbitas de vehículos espaciales), de la mecánica relativista, nos facilitan el viaje espacial gracias a la existencia de las órbitas: trayectorias por las que se mueven libremente los cuerpos con masa, bajo la acción gravitatoria de las masas de su entorno.

Utilizando adecuadamente las órbitas, el hombre ha viajado hasta la Luna, por ejemplo, sin utilizar los motores de sus naves más que para dar unos pequeños impulsos en unos momentos determinados. Lo realmente difícil, lo realmente costoso en una misión espacial, es el primer empujón para abandonar el suelo y alcanzar la órbita terrestre. Pero una vez situado el vehículo en una órbita, seguirá moviéndose en ella mientras nada exterior lo altere.

Moviéndose a impulsos

Esto es lo que se aprovecha en los viajes espaciales. La propulsión sólo se utiliza para darle al vehículo la velocidad inicial necesaria para que describa la órbita, y también para, en un momento determinado, darle otro impulso que lo haga cambiar de trayectoria para describir otra órbita. Pero sólo son impulsos, de mayor o menor duración en función de la potencia de los motores y el incremento de velocidad necesario; no hay una propulsión continua, pues no es necesario. En nuestra vida cotidiana tenemos la noción de que para moverse es necesario que haya algo que impulse, algún motor; pero esto es así porque en nuestro entorno siempre hay fuerzas que se oponen a ese movimiento, y a las cuales hay que vencer: la resistencia del aire, el rozamiento con el suelo... En el espacio, fuera de la atmósfera terrestre y en ausencia de rozamiento, el vehículo se mueve libremente sometido a los campos gravitatorios de los astros más próximos, y esto es lo que se aprovecha en el vuelo espacial. Por supuesto, siempre existen pequeñas perturbaciones exteriores que alteran la trayectoria inicial, pero suelen ser de pequeña magnitud y su efecto sólo se nota con el transcurso del tiempo: influencia gravitatoria de cuerpos lejanos, resistencias aerodinámicas en el caso de satélites que rocen las capas altas de la atmósfera, etc.

Para colocar un objeto en una órbita determinada, no se necesita más que situarlo en un punto de dicha órbita e imprimirle la velocidad inicial necesaria para que la describa de forma inercial. Y esto es exactamente lo que hace un lanzador: para colocar un satélite en órbita, lo eleva hasta la altura necesaria, hasta un punto por el que pase la órbita en que se quiera colocar, y allí le imprime el incremento de velocidad necesario, en dirección y magnitud, para que describa libremente dicha órbita. A partir de ese momento, el satélite sólo utilizará sus motores esporádicamente y con impulsos muy breves para corregir las pequeñas desviaciones que hayan podido ocurrir como consecuencia de las influencias externas de las que hemos hablado.

Imagen: El lanzador lleva su carga útil (el satélite o vehículo en general) hasta el punto I, o punto de inyección en órbita. Allí le comunica el incremento de velocidad necesario para que alcance la velocidad V
I
, o velocidad de inyección, necesaria para su inserción en órbita. (
Esquema: J.Casado
)

Esta fase final encargada de colocar al vehículo en su órbita definitiva se denomina inserción en órbita, y consiste básicamente en imprimir al vehículo en el punto adecuado ese incremento de velocidad último necesario para que alcance la velocidad orbital.

Órbitas de transferencia

Por supuesto, puede haber etapas intermedias antes de la inserción en la órbita definitiva, como es el caso de las misiones con órbita de aparcamiento: una órbita baja que actúa de etapa intermedia, antes de alcanzar la órbita final. En ese caso, hay una inserción inicial del vehículo en la órbita de aparcamiento, en la que permanecerá un tiempo determinado; después, la última etapa del lanzador o bien un motor impulsor independiente acoplado al satélite, se enciende en un punto dado para dar al vehículo otro incremento de velocidad en la dirección necesaria para cambiarlo de órbita. El vehículo entra así en una órbita de transferencia por la que discurre, de nuevo sin propulsión, hasta llegar a un punto en el que su trayectoria intercepte a la órbita definitiva que se desea lograr. En ese instante, se activa de nuevo el motor para dar un nuevo impulso de magnitud y dirección adecuada para insertarlo con la velocidad necesaria en la órbita final.

Imagen: Los lanzamientos de satélites o sondas desde el Space Shuttle parten siempre desde la órbita de aparcamiento descrita por el transbordador. Desde allí, un pequeño motor acoplado al satélite es el encargado de realizar la inserción en órbita final. En la foto, un satélite es expulsado de la bodega del Space Shuttle; en su parte inferior puede verse el motor de inserción, que será encendido una vez alcanzada una distancia de seguridad del transbordador, y que será eyectado tras su uso. (
Foto: NASA-JSC
)

La órbita de transferencia puede ser de distintas formas, más larga o más corta, variando en cada caso el tiempo y propulsante necesarios para alcanzar su destino. Existen extensos estudios que muestran cuál es la trayectoria más adecuada en cada caso, dependiendo de la posición relativa de las órbitas inicial y final. En general, a las transferencias más cortas les corresponde un mayor consumo, un mayor impulso dado por el motor en cada uno de los dos puntos expuestos anteriormente.

La órbita simple de transferencia más económica entre dos órbitas circulares coplanarias es aquélla que es tangente a las órbitas inicial y final, y se denomina órbita de Hohmann. Existen posibilidades aún más económicas mediante combinación de dos órbitas diferentes (órbita bielíptica), pero se trata de soluciones poco utilizadas al resultar extremadamente largas, y por lo general no suelen justificar el ahorro obtenido. En el caso de transferencia entre una órbita circular y otra elíptica (ambas coplanarias), la órbita más económica es la que conecta el mayor apocentro con el pericentro de la otra órbita. Los casos de transferencia óptima entre dos órbitas elípticas o entre órbitas no coplanarias se complican mucho más, pero en la práctica la mayor parte de las misiones pueden englobarse en los casos anteriores: téngase en cuenta que las órbitas de los planetas del Sistema Solar son, en general, muy próximas a un círculo, y la mayoría están contenidas en las cercanías del mismo plano (la eclíptica); además, también muchas órbitas de satélites son circulares, por lo que en la práctica los casos anteriores comprenden un gran número de casos reales.

Imagen: En el caso de transferencia entre una órbita circular y otra elíptica (ambas coplanarias), la órbita más económica es la que conecta el mayor apocentro con el pericentro de la otra órbita. (
Esquema: J.Casado
)

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