Authors: Javier Casado
Había dos razones principales para una declaración de operatividad tan rápida: la NASA tenía prisa por ver autorizado su siguiente programa, una estación espacial, y por otra parte había la necesidad de contrarrestar la creciente pujanza de los lanzadores europeos Ariane en el mercado comercial de lanzamiento de satélites. Teóricamente, el Shuttle, con su capacidad de reutilización, debería resultar más económico que los convencionales Ariane, aunque en las primeras misiones el coste aún fuese elevado debido a los gastos de puesta a punto del nuevo sistema; ello llevaría a la agencia espacial norteamericana a subvencionar fuertemente los lanzamientos comerciales a bordo del transbordador espacial, ofreciendo lanzamientos por 42 millones de dólares cuando en realidad el coste real era más del triple de este valor. Se trataba de mantenerse en un mercado para el que se esperaba llegar a ser competitivo en un futuro; en realidad, los costes no bajarían nunca.
La dura realidad
El Space Shuttle demostró ser un gran desarrollo tecnológico en materia espacial, pero desde el principio sufrió considerables problemas, que le impedirían desarrollar todo el potencial que en un principio se le suponía: con el paso de los años, se llegó a la conclusión de que el coste de sus misiones era siete veces superior al inicialmente previsto, y el nivel de mantenimiento requerido entre vuelos también superaba ampliamente las previsiones, impidiendo la amplia disponibilidad que en un principio se le había supuesto. Así, los 10 días de mantenimiento entre misiones previstos inicialmente se habían convertido finalmente en una media de 67, lo que había obligado a rebajar el objetivo inicial de 50 vuelos anuales a un máximo de 24; pero incluso este nuevo objetivo resultaría ser demasiado optimista, pues en realidad, el máximo histórico se conseguiría en 1985, con los cuatro transbordadores operativos: 9 misiones en un año. Evidentemente, el nuevo sistema tenía múltiples posibilidades, como lo habían demostrado las misiones de reparación, mantenimiento y recogida de satélites en órbita, algo imposible de realizar hasta entonces; o su utilidad como sucedáneo de estación espacial, con las misiones realizadas con el módulo laboratorio europeo Spacelab alojado en su bodega de carga, para la realización de experimentos en condiciones de microgravedad. Pero todo ello no hacía más que camuflar la realidad de que el Space Shuttle no estaba desarrollando todo el potencial para el que en un principio había sido concebido.
De esta forma, las misiones llevadas a cabo por la flota de cuatro transbordadores espaciales de la NASA (
Columbia
,
Challenger
,
Atlantis
y
Discovery
) tenían lugar entre un escaparate de éxitos y demostración tecnológica, y una trastienda de presiones para acortar plazos entre misiones con un vehículo complejo cuyas características distaban mucho de las deseadas. Se trataba de un mal entorno para una actividad tan particular como la espacial.
En este contexto, en 1986 se produciría el primer gran revés en la vida del transbordador: el accidente del Challenger. Provocado por el exceso de confianza ante un fallo conocido pero pasado por alto para no impactar en los plazos, el accidente tuvo un gran impacto en el futuro de este sistema espacial: los gestores del Space Shuttle abandonarían su esfuerzo por convertirlo en un sistema competitivo para la puesta en órbita de satélites comerciales, restringiendo su uso a la puesta en órbita de cargas científicas o militares. Se trataba de una medida encaminada a disminuir la presión sobre las planificaciones de lanzamientos que producía el hecho de utilizar el transbordador como único lanzador operativo en los Estados Unidos para cualquier tipo de misión. También se atacarían otros muchos puntos débiles de la seguridad del vehículo, y una de las consecuencias fue la prohibición del uso de etapas de propulsante líquido para la inyección final en órbita de sondas y satélites lanzadas desde la bodega del Space Shuttle. Esta decisión limitaría bastante a partir de entonces la capacidad como lanzador de este sistema espacial, pues las etapas de propulsante líquido son en general bastante más potentes que las equivalentes de propulsante sólido.
Un nuevo transbordador, el Endeavour, sería fabricado para sustituir al accidentado Challenger y mantener así una flota de cuatro transbordadores espaciales. Las misiones se reanudarían dos años después, en 1988, y se prolongarían sin demasiados problemas hasta 2003. A lo largo de este periodo, el transbordador había dejado finalmente de utilizarse también como lanzador de sondas y satélites científicos y militares, derivándose todos ellos hacia lanzadores convencionales. Por el contrario, había dado comienzo su participación en la construcción y apoyo de la Estación Espacial Internacional, la misión con la que había sido concebido originalmente.
El principio del fin
Pero todo cambió en enero de 2003. Tras la pérdida de un segundo transbordador, el Columbia, con sus siete ocupantes, las críticas sobre el vehículo arreciaron. El propio informe del comité investigador insinuaba que la gran complejidad del sistema hacía difícil garantizar su seguridad, dadas las múltiples posibles fuentes de fallo. Unido a que ya hacía años se debatía, aunque sin acometerlo en serio, sobre un futuro sustituto para el ya veterano vehículo, el resultado fue que este accidente representaría el principio del fin del primer vehículo parcialmente reutilizable de la historia espacial.
Lo que sucedió después, ya lo sabemos todos: no se construyó ningún nuevo sustituto para el Columbia, el parón tras el accidente se alargo durante dos años y medio, y cuando se volvió a volar, se repitió el problema que condujo al último accidente, lo que volvería a parar la flota hasta la actualidad. El futuro pasa por el mantenimiento de las misiones hasta cumplir los compromisos internacionales de terminación de la configuración básica de la Estación Espacial Internacional, con una fecha límite de retirada para 2010. Después, un nuevo vehículo que vuelve al concepto cápsula de las misiones Apollo será el encargado de proporcionar a los Estados Unidos su acceso tripulado al espacio. Un triste final para el que debía ser el primer paso en un salto revolucionario en el transporte espacial.
Junio 2009
Ulysses agoniza. No en su Itaca natal (la Tierra), sino navegando por los vastos océanos espaciales, continuando su exploración hasta el final. Un final que será aún más épico que el que tuvo el personaje de la Odisea.
El 6 de octubre de 1990, la sonda europea Ulysses partía a la exploración del Sol con una esperanza de vida de 5 años. Su vida real, no obstante, se prolongaría por otros 13 años más. El 1 de julio de 2008, cuando casi había cuadruplicado su vida útil nominal, se decidió dar oficialmente la misión por terminada, al preverse un cese del funcionamiento de sus sistemas prácticamente inminente. Pese a todo, a primeros de junio de 2009 el vehículo consigue mantenerse precariamente en activo, gracias a los esfuerzos y la imaginación de los equipos de tierra.
Imagen: La sonda europea Ulysses (
Imagen: ESA
)
Una misión única
La misión de la sonda Ulysses ha sido única, especialmente por la forma en la que se ha llevado a cabo: ha sido el único vehículo que ha explorado el Sol desde fuera del plano de la eclíptica, analizando el viento solar y el campo magnético de nuestra estrella a todas las latitudes.
Sobrevolar los polos solares era la única forma de poder estudiar la naturaleza del viento solar de la forma más inalterada posible. Debido al fuerte campo magnético del Sol, las partículas cargadas del viento solar ven altamente alteradas sus trayectorias. En el plano de la eclíptica, aquel en el que se mueven con pequeñas desviaciones la totalidad de los planetas del Sistema Solar, dicho campo magnético forma unos bucles que alteran de forma significativa el comportamiento del viento solar. Sobre los polos solares, en cambio, las líneas de campo son prácticamente radiales, casi líneas rectas, permitiendo a estas partículas escapar de su estrella madre de una forma mucho más “natural”, en trayectorias más sencillas que permiten estudiar mejor su origen. Por ello, y para poder estudiar ese campo magnético con una perspectiva tridimensional, los investigadores deseaban estudiar nuestra estrella desde sus polos. Lo difícil era llegar hasta allí.
Para estudiar los polos solares, había que salir de la eclíptica, y eso no es nada fácil: cualquier objeto que parte de la Tierra lo hace con una velocidad que es la suma de la aportada por el lanzador, más la velocidad aportada por la rotación de nuestro planeta, y la aportada por su traslación alrededor del Sol. Por eso todas las misiones interplanetarias (a excepción de Ulysses) se llevan a cabo mediante lanzamientos en dirección este, aprovechando ambas velocidades terrestres, la de rotación y la de traslación (que van en el mismo sentido) para sumarlas a la proporcionada por el cohete.
Pero en el caso de Ulysses sucedía todo lo contrario: si se quería lanzar un vehículo en perpendicular al plano de la eclíptica, el lanzador debería contrarrestar esas velocidades inducidas por nuestro planeta debidas a su rotación y traslación. En caso contrario, un lanzamiento en perpendicular al plano de la eclíptica terminaría convirtiéndose en una trayectoria simplemente inclinada, una vez sumadas las componentes del movimiento terrestre. Es como si una barca intentase cruzar un río con una fuerte corriente: si simplemente se rema en perpendicular a la orilla, se terminará llegando a la orilla opuesta en una trayectoria oblicua, arrastrados por el agua; para cruzar en línea recta hay que remar en parte en contra de la corriente. Por supuesto, esto requiere mucho más esfuerzo…
En el caso de la misión de la sonda Ulysses, la situación era crítica: para contrarrestar los movimientos terrestres y mandar el vehículo a los polos del Sol, no existía ningún lanzador sobre la faz de la Tierra con la potencia suficiente como para poner un solo kilogramo de masa en esa trayectoria.
Ayuda divina
Afortunadamente, existía una solución: para alcanzar los polos del astro rey no teníamos más que solicitar la asistencia del dios de los cielos, Júpiter. Una asistencia gravitatoria de este planeta gigante sí podía proporcionar la energía suficiente a nuestro vehículo para lanzarlo como una honda fuera de la eclíptica, a su trayectoria definitiva hacia los polos solares. Ésta fue la estrategia seguida.
Imagen: Sólo con la ayuda de una asistencia gravitatoria por parte de Júpiter sería posible enviar un vehículo fuera de la eclíptica, a la exploración de los polos solares. (
Imagen: NASA
)
Dieciséis meses después de su lanzamiento, Ulysses alcanzaba el punto de máximo acercamiento a Júpiter en una trayectoria cuidadosamente planificada para que la gravedad joviana la expulsase casi en perpendicular fuera del plano de la eclíptica, comenzando a “caer” hacia el Sol siguiendo su trayectoria definitiva. Entre 1994 y 1995 se lograba la primera pasada sobre los polos solares, para volver a alejarse de nuevo hasta la órbita de Júpiter y volver después en una segunda pasada que tendría lugar entre 2000 y 2001. El tercer sobrevuelo se producía entre 2007 y 2008, y con estas sucesivas extensiones de una misión inicialmente prevista para una única pasada sobre nuestra estrella, se conseguía estudiar el astro rey durante diferentes ciclos de actividad solar, proporcionando a los científicos un valiosísimo flujo de información inédita hasta entonces.
Agonía e ingenio
Pero todo tiene su fin, y por mucho que quiera estirarse, la tecnología no dura eternamente. 18 años después de su lanzamiento, aunque todos sus instrumentos seguían funcionando con normalidad, Ulysses veía acercarse su fin… por simple inanición.
Era algo que debía pasar de una forma o de otra: por el agotamiento del propulsante de su sistema de control de actitud, encargado, entre otros, de mantener siempre la sonda con su antena enfocada hacia la Tierra; o por el agotamiento de su sistema energético, un generador termoeléctrico de radioisótopos, o RTG, encargado de suministrar electricidad a todos los equipos.
El sistema de energía fue el primero en sucumbir. Obligada a operar a enormes distancias del Sol durante buena parte de su órbita, debido a la necesidad inicial de llegar hasta Júpiter para recibir la asistencia gravitatoria, Ulysses no podía confiar en los paneles solares para su suministro energético. La alternativa era el RTG, un sistema que utiliza el calor generado por la desintegración natural de un material radioactivo para generar electricidad por efecto termoeléctrico. El problema de los RTGs es que su flujo de electricidad no es constante: con el progresivo agotamiento de su combustible, el uranio, la electricidad producida decae de forma lenta pero constante desde el mismo instante de su puesta en marcha. A día de hoy, el RTG de la sonda Ulysses genera menos del 70% de su energía inicial; insuficiente para mantener plenamente operativo el vehículo.