Authors: Javier Casado
Ya sabemos lo que ocurrió después. Arrancada de cuajo del resto del transbordador por la tremenda explosión, la cabina de la tripulación con sus siete ocupantes comenzó a caer hacia el mar desde una altura de 14 kilómetros. En su interior, al menos algunos de los astronautas continuaban con vida, como se demostró en la posterior investigación, e intentaban desesperadamente sobrevivir accionando los dispositivos personales de oxígeno, frente a una posible descompresión de la cabina. Todo en vano. Fue imposible dilucidar si hubo o no descompresión de la cabina, por lo que se desconoce si los astronautas llegaron conscientes o no hasta el impacto contra el mar (en caso de descompresión, sus reservas de oxígeno no estaban preparadas para operar en el vacío, por lo que no les hubieran sido de gran utilidad); pero en cualquier caso, fue imposible que sobrevivieran al tremendo impacto a más de 300 km/h contra las aguas del Atlántico.
Un vehículo trampa
Esto abrió otro debate en el seno de la NASA, de la comisión investigadora, e incluso de la opinión pública norteamericana: ¿cómo era posible que el transbordador espacial no contase con un sistema de escape de emergencia para la tripulación? ¿Y cómo es que los astronautas ni siquiera contaban con trajes espaciales para protegerse de una posible descompresión, más tras la experiencia del accidente de la Soyuz 11 años atrás?
Todas los programas espaciales tripulados norteamericanos hasta la llegada del Space Shuttle habían contado con algún medio de escape para la tripulación (torres de escape en las misiones Mercury y Apollo, asientos eyectables en las Gemini) que les permitiera escapar de un lanzador averiado. También en todas estas misiones los astronautas vestían trajes especiales durante el ascenso y la reentrada, como protección frente a una posible descompresión de la cabina. Ambos sistemas habían sido considerados innecesarios para el transbordador.
La incorporación de algún sistema de escape para la tripulación fue algo que se consideró desde los momentos iniciales del diseño del nuevo vehículo, pero la complejidad e impacto en peso que supondría cualquier sistema que permitiese evacuar a los siete tripulantes (básicamente, asientos eyectables o una cabina totalmente eyectable) hizo que se descartase ya en fases tempranas. Se consideraba que el sistema sería lo suficientemente fiable como para no necesitarlo. Menos justificación tenía la no utilización de trajes presurizados, pues su impacto era realmente bajo, y además existía la experiencia de la Soyuz 11, donde el simple fallo de una válvula de ventilación había supuesto la muerte de tres cosmonautas que no vestían trajes espaciales. El exceso de confianza parecía dominar la NASA desde la victoria conseguida con el proyecto Apollo.
Medidas correctoras
El accidente del Challenger tuvo consecuencias múltiples en el programa espacial norteamericano en general, y sobre la NASA en particular. Lo más destacable es que supuso un parón de dos largos años en la actividad espacial, mientras se realizaba la investigación del accidente y se ponían a punto las acciones correctoras encaminadas a evitar que algo así volviera a repetirse en un futuro. Y entre dichas acciones correctoras habría acciones técnicas, de gestión y organización, y hasta operativas.
En el lado técnico, los aceleradores de propulsante sólido serían rediseñados para finalizar de una vez por todas con los repetitivos problemas sufridos por las juntas. Como puntos principales, se rediseñó la geometría de la unión, se añadió una junta adicional, y se instalaron calentadores para evitar que su temperatura cayera por debajo de los valores considerados adecuados.
También se decidiría instalar algún sistema de escape para la tripulación, aunque el análisis realizado demostró una vez más que era inviable la incorporación de un sistema realmente efectivo sin comprometer seriamente la viabilidad del vehículo. Así, la solución final se limitaría a un sistema de evacuación mediante paracaídas destinado a poder abandonar el transbordador durante la fase final de su aproximación a tierra, en vuelo de planeo controlado; en la práctica, su utilidad se reducía a casos de fallo del tren de aterrizaje o similares, y de nada serviría en caso de repetición de un problema similar al del Challenger. Pero la adopción de cualquier otro sistema más versátil hubiera sin duda supuesto el fin del transbordador espacial, por el impacto que hubiera supuesto en su capacidad.
Desde el punto de vista organizativo y de gestión, también hubo grandes cambios dentro de la NASA. Aunque poco llamativos de cara al exterior, se procedió a una gran reorganización interna de la agencia, de cara a intentar aumentar la cultura de la seguridad, a aumentar la independencia del área encargada de vigilarla, y a evitar en suma que errores de gestión como los cometidos a lo largo de los años previos al accidente volvieran a suceder.
También desde el punto de vista operativo habría un fuerte impacto en las actividades del transbordador: con el objeto de intentar disminuir las presiones de planificación sobre los vuelos, se decidió abandonar la utilización de este vehículo para la puesta en órbita de satélites comerciales, restringiéndolo únicamente a satélites militares o científicos (que, con el paso del tiempo, se derivarían también a lanzadores convencionales) y a misiones de experimentación en microgravedad. También se prohibiría la utilización de etapas de propulsante líquido para la puesta en órbita final de dichos satélites (etapas que debían transportarse junto con el satélite dentro de la bodega del transbordador), restringiéndolo a etapas de propulsante sólido, menos peligrosas a bordo del vehículo; algo que limitaría aún más su capacidad para esta actividad, pues las etapas de propulsante sólido son, por lo general, menos potentes y precisas que las equivalentes de propulsante líquido.
Por último, la tripulación sería equipada en lo sucesivo con trajes especiales de presión para las fases del ascenso y la reentrada. Estas fueron, de forma esquemática, las principales medidas tomadas como consecuencia del accidente.
La historia se repite
Veinte años después nos podemos preguntar, ¿fueron efectivas? Tras la experiencia del accidente del Columbia, debemos responder que gran parte de ellas no. Si bien desde el punto de vista técnico se solucionó el problema, y nunca más las famosas juntas han vuelto a provocar dolores de cabeza a los técnicos de la NASA, desde el punto de vista organizativo, de gestión, operativo y de cultura de la organización, los mismos problemas detectados por la comisión investigadora del accidente del Challenger fueron sacados de nuevo a la luz por sus colegas de la comisión del Columbia. De nuevo las presiones de la planificación, de nuevo la priorización de los problemas de gestión sobre los técnicos, de nuevo el exceso de confianza, de nuevo la falta de un área de seguridad eficiente, y de nuevo una escasa cultura de la seguridad fueron detectados por la comisión, que los denunció sin paliativos, provocando una fuerte crisis en el seno de la agencia espacial norteamericana.
Hoy la NASA dice haber aprendido duramente la lección. Esperemos que así sea. Los accidentes sin duda seguirán ocurriendo, pues es imposible prever todos los posibles problemas en una actividad tan compleja y de tan alto riesgo como es la actividad espacial. Pero accidentes como los del Challenger y del Columbia, permitidos por restar importancia a problemas conocidos, no deben volver a suceder.
Los accidentes del Challenger y del Columbia han supuesto una pequeña revolución en los estudios sobre gestión de la seguridad. Sus enseñanzas se están aplicando hoy día no sólo a la industria aeroespacial, sino incluso en campos tan en apariencia distintos como la medicina: existen en la actualidad interesantes iniciativas para aplicar las conclusiones de accidentes como estos a la reducción de los errores médicos en hospitales, a través de mejores prácticas de gestión, de mejorar la comunicación interna, y acciones similares. Algunas de estas pioneras iniciativas se están desarrollando en nuestro propio país. Esperemos que al menos las tremendas tragedias del Challenger y del Columbia puedan de esta forma servir para salvar vidas en un futuro.
Septiembre 2008
Durante años, estos problemas han sido mantenidos en secreto por la NASA. Hoy sabemos que las misiones STS-31 y STS-37 del transbordador espacial experimentaron serios problemas durante la fase final de aterrizaje, llegando a poner en peligro las vidas de sus ocupantes.
Hasta ahora, lo que había sucedido en la fase final del aterrizaje de las misiones STS-31 y STS-37 había quedado restringido a unos pocos involucrados en el programa espacial norteamericano. De cara al exterior, ambas misiones se habían llevado a cabo con éxito y sin mayor problema. Ni siquiera el informe técnico oficial de la misión, el
“Mission Report”
editado por la NASA y de acceso público, hace ninguna referencia a los problemas sufridos durante el aterrizaje en ninguno de los dos casos. Sin embargo, con el tiempo la verdad ha salido a la luz.
Confesiones de un Director de Vuelo
En el caso de la misión STS-31, ha sido el que fuera Director de Vuelo a cargo de la reentrada el que, 18 años después, ha confesado lo que sucedió. Se trata de Wayne Hale, un veterano ingeniero de la NASA que, a sus 54 años, lleva ya 30 en la agencia, habiendo pasado por múltiples puestos. Fue Director de Vuelo en 41 misiones del Shuttle, pasando después a ser director de lanzamiento, para ser nombrado Jefe de Programa del transbordador tras el accidente del Columbia. Finalmente, en febrero de 2008 fue ascendido a “Adjunto al Administrador Asociado para alianzas estratégicas”, una alta posición en el seno de la NASA encargada de planificar parte del futuro de la agencia.
Imagen: Wayne Hale (
Foto: NASA
)
Aunque Hale no ha revelado cuál fue la misión en la que sucedió, no ha sido difícil, con los diferentes datos que se extraen de su relato, averiguar que se trató de la misión STS-31 del transbordador espacial Discovery, la encargada de poner en órbita al telescopio espacial Hubble en abril de 1990. Por aquel entonces, Hale era un director novato, y de hecho se trataba de la primera vez que estaba a cargo de la reentrada de una misión espacial. Aunque había aprendido toda la teoría, y aunque había asistido como adjunto a otros directores en numerosas ocasiones, ésta era la primera vez en la que toda la responsabilidad de las decisiones recaía sobre él.
El día fijado para el aterrizaje hacía bastante viento en la Base Aérea de Edwards. Aún por debajo del límite fijado por los procedimientos para llevar a cabo un aterrizaje seguro, pero bastante próximo a él. El pronóstico del tiempo no era favorable: las condiciones irían empeorando a lo largo del día, llegando a ser inadmisibles para el día siguiente. La tripulación, aún en órbita, esperaba la orden del Control de Misión para iniciar el procedimiento de reentrada. Hale era el responsable de decidir si seguir adelante o no, y el viento en Edwards era el único factor que le hacía dudar.
El Shuttle sólo tiene una oportunidad de aterrizaje. Sin motores que lo impulsen en la atmósfera terrestre, la aproximación a la pista la realiza planeando, aprovechando la velocidad y la altura que mantiene una vez finalizada la reentrada en la atmósfera, y siguiendo una senda perfectamente calculada por los ordenadores de vuelo que debe llevarle exactamente hasta la cabecera de pista. No hay otra oportunidad: si algo sale mal en la aproximación, no puede remontarse el vuelo, dar una vuelta e intentarlo de nuevo, como haría cualquier avión convencional; una vez iniciado el procedimiento de reentrada, hay que aterrizar… como se pueda.
Para complicar las cosas, el transbordador no es muy eficiente como avión. Diseñado para soportar las velocidades y los esfuerzos aerodinámicos de la reentrada, las alas del aparato no están pensadas para llevar a cabo un planeo suave. Su ángulo de descenso y su velocidad de aterrizaje son bastante superiores a los de un avión. Los procedimientos indican una velocidad de aterrizaje entre 195 y 205 nudos (entre 360 y 380 km/h); poco más rápido, y los neumáticos reventarían; poco más lento, y habría que aumentar tanto el ángulo de ataque para mantenerlo en vuelo que la cola tocaría tierra antes que las ruedas.
A la velocidad de aterrizaje hay que añadirle el punto de toma de tierra: las ruedas deben tomar contacto más allá del comienzo de la pista, pero no tan adelante como para que nos salgamos por el fondo antes de conseguir frenar. Así que para aterrizar correctamente el transbordador hay que ajustar la velocidad y el punto de contacto con tierra, teniendo en cuenta las posibles perturbaciones, como el viento.
La forma que tiene el transbordador de ajustar estos factores externos es un aerofreno que equipa la superficie vertical de cola. La trayectoria nominal se calcula para llevarse a cabo con un cierto grado de apertura de dicho aerofreno; si el viento en contra tiende a frenar el aparato, oponiéndose a su llegada a la pista, el aerofreno se cierra la cantidad adecuada para compensarlo; si por el contrario hubiera viento a favor, el aerofreno podría abrirse un poco más para no exceder el punto deseado. La capacidad de compensación del aerofreno es lo que determina cuáles son las condiciones atmosféricas límites en las que puede llevarse a cabo un aterrizaje seguro, y esto es algo que los ordenadores calculan en base a los datos meteorológicos suministrados.