Rumbo al cosmos (39 page)

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Authors: Javier Casado

BOOK: Rumbo al cosmos
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Estudios realizados por la Sociedad Planetaria (asociación no gubernamental fundada por Carl Sagan) en base a estos criterios, han llegado a la conclusión de que una campaña de 9 misiones a Marte a desarrollar en el periodo comprendido entre 2024 y 2044 (con los trabajos iniciales comenzando en 2014), costarían una suma total de unos 125.000 millones de dólares. Prácticamente lo mismo que costaron las 6 misiones de alunizaje del programa Apollo entre 1969 y 1972 (130.000 millones de dólares actuales). Todo ello, por supuesto, sin contar los costes adicionales comentados anteriormente (infraestructura, equipo de tierra, entrenamientos, etc). Y sin olvidar que la historia nos demuestra que prácticamente siempre cualquier estimación de costes previa a un gran proyecto de este tipo, termina por quedarse corta.

Obviando el mayor o menor optimismo que pueda existir en estos cálculos, la conclusión es que ir a Marte en la actualidad no sería más descabellado, en términos económicos, que la campaña lunar acometida en la década de los 60. La pregunta clave es si los Estados Unidos, o cualquier otro país, se decidirán en algún momento a invertir una suma así sin una motivación política como la de entonces. El tiempo lo dirá.

Exploración tripulada: el eterno debate

Enero 2010

En pleno debate sobre el futuro de la NASA y sobre la continuidad o no del programa que debería devolver al hombre a la superficie lunar medio siglo después de hacerlo por primera vez, resurge de nuevo con fuerza en algunos sectores la vieja pregunta: ¿tiene sentido enviar seres humanos más allá de la órbita terrestre?

Esta pregunta se viene planteando desde los inicios de la era espacial. En un principio, enviar al primer hombre al espacio era un hito histórico que había que conseguir; más adelante, la llegada del hombre a la Luna se convirtió además en un objetivo político dentro de la Guerra Fría, y pocos se preguntaron si tenía o no sentido desde una perspectiva más racional. Pero con el paso del tiempo y la normalización de los viajes espaciales, las misiones tripuladas más allá de la órbita terrestre empezaron a ser cuestionadas. La misión a Marte que pocos años atrás pareciera lógica e inminente, quedó olvidada por el momento, y todas las misiones de exploración planetaria pasaron a ser desarrolladas por sondas robotizadas. Esta situación se ha mantenido hasta nuestros días, con presencia humana en la órbita terrestre para la realización de experimentos en microgravedad, y reservando a los ingenios automáticos las misiones de espacio profundo. En todo este tiempo, los abogados de la misión a Marte y de la exploración tripulada del espacio en general no han parado de argumentar las ventajas de un agresivo programa de exploración tripulada, sólo para encontrarse con réplicas de similar peso para no llevarla a cabo. En 2004, el presidente Bush pareció inclinar la balanza a favor de los primeros al anunciar misiones tripuladas a la Luna para la década de 2020, y quizás a Marte más adelante. En estos momentos, la administración Obama se encuentra ante el dilema de decidir si seguir adelante con esta política o cambiarla de algún modo. Y es que, más de 50 años después de iniciarse la era espacial, sigue sin estar claro, desde un punto de vista objetivo, si ésta es la mejor filosofía a seguir en la exploración del espacio.

Riesgo frente a rendimiento

A favor de la exploración robótica está el hecho de que es más segura, al no arriesgarse vidas humanas, y más económica, al prescindirse de la enorme complejidad y peso requeridos por una misión tripulada. Pero sus oponentes argumentan que un hombre puede realizar tareas mucho más valiosas que un robot, por lo que más que en el coste puro de la misión (dejando a un lado el aspecto de la seguridad, que no tiene réplica) deberíamos fijarnos en la relación de resultados científicos frente al dinero invertido.

Evidentemente, un ser humano es todavía mucho más versátil que una máquina, siendo capaz de obtener más y mejores resultados en menor o igual tiempo, pero también sale muchísimo más caro. La parte económica podemos cuantificarla, pero es más difícil cuantificar los resultados, sobre todo porque es complicado valorar cuánto de valiosos son los resultados “extra” que puede proporcionarnos un hombre. Y es que, generalmente, este valor marginal (el de ese incremento en los conocimientos) suele ser muy inferior al valor de los datos que es capaz de aportar el robot. Pongamos un ejemplo: cuando una sonda llega por primera vez a un planeta, pasamos de saber muy poco sobre el mismo a tener un conocimiento enorme, en comparación, de su composición, su geología, su atmósfera, su campo magnético, etc. Un astronauta podría aportar más detalles, por ejemplo de la composición del suelo, seleccionando muestras o extrayéndolas de lugares concretos, y podría tomar decisiones sobre el terreno. Pero ¿merece la pena este pequeño incremento de valor en los datos, comparativamente hablando, frente al sobrecoste que conlleva una misión tripulada? Salvo en casos especiales, en los que se busque obtener un dato concreto que un robot sea incapaz de conseguir, parece que no es así. Excepto en ese caso particular, parece que este argumento está ganado por los defensores de la exploración robótica.

El factor político

Pero consideraciones científicas aparte, existen otros argumentos a favor de la exploración tripulada. Uno de ellos es el prestigio que otorga a la nación que la lleva a cabo.

Parece evidente que la actividad espacial da prestigio internacional, lo cual puede resultar útil tanto a nivel de política exterior, como de cara al interior. Si esta actividad no se limita al lanzamiento de satélites y sondas, sino que se complementa con astronautas, y especialmente si estos ponen su pie en otro cuerpo celeste diferente a la Tierra, ese prestigio aumenta exponencialmente. Este argumento está claramente ganado por los defensores de la exploración tripulada, pero tiene el inconveniente de que el prestigio adquirido es difícil de cuantificar para valorar si merece las inversiones necesarias.

Fuente de inspiración

Otro argumento defendido por los defensores de la exploración tripulada es que ésta hace crecer las vocaciones técnico-científicas en el país de origen, lo cual redunda en beneficios para la nación. Esto es difícil de demostrar, y más aún de medir, pero probablemente es cierto: la astronáutica es algo que llama poderosamente la atención del ser humano, y en especial de los jóvenes, y esto puede aumentar el número de vocaciones por el estudio de la ciencia y la tecnología, sea simplemente por amor a dicho conocimiento, o por intentar llegar a ser astronauta algún día.

Esta aseveración parece haberse cumplido especialmente en momentos de gran actividad espacial, como durante la carrera lunar. También en la actualidad encontramos datos que parecen avalar esta afirmación: por ejemplo, en la reciente convocatoria de puestos de astronautas para la ESA, el número de aspirantes por millón de habitantes en cada país ha ido muy directamente ligado al nivel de participación nacional en los presupuestos de la agencia; parece, por tanto, que el grado de actividad espacial de un país sí influye en este tipo de vocaciones entre su población. Dado que un mayor número de científicos e ingenieros parece afectar favorablemente al desarrollo de la nación, éste es otro argumento a favor de la exploración tripulada del espacio, aunque lo realmente difícil es evaluar si el incremento de vocaciones justifica la inversión.

Espíritu aventurero

Entre los argumentos de los promotores de la exploración tripulada, existe otro de una naturaleza mucho más intangible: que la actividad espacial tripulada da respuesta al espíritu de exploración y de aventura innato en el ser humano.

Está claro que dicho espíritu existe: la llegada a los polos, la subida al Everest, o incluso, hoy en día, cruzar el Pacífico a bordo de una balsa o algún otro tipo de embarcación primitiva, son actividades que se realizan sin otro motivo que ese afán aventurero del ser humano. Estas expediciones siempre han encontrado personas dispuestas a llevarlas a cabo, y, lo que es más, otras dispuestas a financiarlas simplemente por el placer de participar indirectamente en dicha actividad. Sin embargo, que esto sea cierto no parece suficiente argumento como para que un gobierno invierta en estas aventuras el dinero de todos. Como es práctica común en esos casos, éste podría ser un argumento para que asociaciones y particulares decidan apoyar económicamente la exploración tripulada del espacio, pero no parece una razón válida para un estado.

La supervivencia de la especie

Pero no importa, porque no acaban ahí los argumentos a favor de las misiones de exploración tripuladas. Está, por ejemplo, el que dice que la Humanidad debe aprender a viajar por el Cosmos si quiere sobrevivir. Aparte de posibles catástrofes naturales o artificiales de todo tipo (impacto de un asteroide, holocausto nuclear, cambio climático...), la vida en la Tierra está condenada: algún día nuestro Sol concluirá su secuencia principal para convertirse en gigante roja y más tarde en enana blanca, imposibilitando totalmente la vida del ser humano en nuestro planeta. Tarde o temprano, la raza humana deberá buscar nuevos mundos que habitar, si quiere sobrevivir.

El argumento no tiene réplica, aunque la cuestión es si tiene sentido empezar ahora. Está claro que con la tecnología de hoy día no podemos ni siquiera soñar con viajes interestelares, pero también está claro que por algún sitio hay que empezar. Sin embargo, éste sería más bien un argumento a favor del desarrollo de tecnologías básicas que nos permitan realizar ese tipo de viajes en un futuro indeterminado. En este sentido, enviar hombres a Marte con nuestra tecnología actual tendrá tanto efecto sobre los viajes interestelares como los intentos de volar de da Vinci tuvieron sobre el éxito de los hermanos Wright. Utilizarlo para defender la realización de misiones tripuladas con los medios actuales es algo que se desmonta fácilmente.

Explotación económica

En línea con el anterior, existe otro argumento más próximo en el tiempo: la explotación energético-económica de nuestro entorno espacial a través de actividades como la minería espacial o similares. Ésta es una necesidad de nuestra sociedad más próxima que la anterior, y que requiere una tecnología también más asequible, superior a la actual pero no descabelladamente lejana. Lamentablemente, existe un grave problema: el económico. Mientras se mantenga el coste del envío de masa al espacio a los niveles actuales, estas actividades son impensables. Montar la infraestructura espacial necesaria requeriría multiplicar enormemente el nivel de inversión actual en el espacio, sólo para tener el punto de partida. La explotación posterior de dicha infraestructura requeriría de un esfuerzo económico sostenido en el tiempo de un valor no muy inferior. Para que este escenario fuera viable, sería preciso abaratar sensiblemente el envío de carga al espacio. Por lo que, de nuevo, éste sería más bien un argumento a favor del incremento de la investigación en ciencia y tecnologías encaminadas a ese objetivo.

Un debate sin solución

Resumiendo: los partidarios de la exploración robótica tienen a su favor el incontestable argumento económico, mientras que los razonamientos a favor de la exploración tripulada entran en su mayor parte dentro de lo intangible o, al menos, incuantificable. Por esta razón, el debate continúa año tras año sin un claro ganador. En esta situación es fácil deducir cómo se inclina la balanza hacia un lado o hacia el otro: en función, básicamente, de criterios políticos.

El programa espacial brasileño

Cuando pensamos en Brasil, habitualmente lo primero que llega a nuestra mente son los tópicos de carnaval, samba y selva amazónica, junto con imágenes de turistas en las playas de Río o de favelas hundidas en la droga y la miseria. Sin embargo, Brasil es mucho más que eso, pues además de su riqueza en recursos naturales, es una potencia mundial en aeronáutica, y en el campo espacial está a punto de incluirse en el selecto grupo de países que poseen un lanzador de satélites propio.

Además de lanzadores, Brasil fabrica algunos de sus propios satélites de comunicaciones y observación terrestre, y tiene una pequeña participación en la Estación Espacial Internacional. También ha puesto un astronauta en el espacio, Marcos Pontes, que subió a la ISS en marzo de 2006 como compensación a las contribuciones brasileñas al proyecto de la estación.

Pero quizás la parte más representativa y vistosa del programa espacial brasileño es su programa de cohetes. Con unos recursos mínimos, partiendo de unos primeros cohetes de sondeo diseñados en 1967, y sin recibir ayuda exterior, los ingenieros aeroespaciales brasileños han conseguido diseñar un lanzador de satélites que está a punto de otorgar a Brasil su ansiada independencia en materia espacial.

Interés temprano

La inquietud brasileña por los temas espaciales surgió de forma bastante temprana. En 1961 se iniciaban las actividades que conducirían, en 1963, a la creación de la Comisión Nacional de Actividades Espaciales. En 1965 se inauguraba el Centro de Lanzamiento de la Barrera del Infierno con el lanzamiento de un cohete sonda norteamericano, después de que un grupo de técnicos brasileños volviera de pasar una temporada de formación en centros de la NASA. Puede decirse que éste sería prácticamente el único apoyo exterior que recibiría Brasil a lo largo del desarrollo de su programa espacial.

En 1967 se lanzaba con éxito el primer cohete sonda brasileño, el Sonda I. De apenas 4 metros de longitud y 59 kg de peso, era un cohete de dos etapas que alcanzaba una altura de 65 km con una carga útil de 4 kg. Le seguiría el Sonda II, algo más potente, y en 1971 se introducía el Sonda III, que representaba ya una importante madurez en el diseño de cohetes brasileños. Este cohete sonda, que aún hoy día sigue operativo en Brasil para estudios atmosféricos, tiene una masa al despegue de 1590 kg, con una longitud de 8 metros y un diámetro en su base de 557 mm; su capacidad es de hasta 150 kg con un apogeo de 500 km.

En 1971, lo que había nacido como un programa de desarrollo de cohetes de sondeo atmosférico, comenzó a derivar hacia unos objetivos mucho más ambiciosos. Ese año, el gobierno brasileño decidió iniciar un verdadero plan de desarrollo espacial, que debería alcanzar el objetivo de proporcionar a Brasil la capacidad de lanzar sus propios satélites. Las razones de esta política espacial brasileña eran básicamente dos: la necesidad de contar con la autonomía necesaria para lanzar una serie de satélites de observación terrestre para el seguimiento y control de los importantes recursos naturales del país, especialmente en la zona de la selva amazónica; y también impulsar el avance tecnológico que ayudase a dar un impulso estratégico a la economía de la nación.

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