Rumbo al cosmos (36 page)

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Authors: Javier Casado

BOOK: Rumbo al cosmos
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Sin embargo, los ingenieros aeroespaciales rápidamente se dieron cuenta de que ese diseño era ineficiente en peso. ¿Por qué añadir un depósito independiente en el interior de la estructura, si podía hacerse que la propia estructura actuase como depósito? Si podía eliminarse el material que constituía el recipiente, y alojar el propulsante directamente en una parte sellada de la estructura, podría ahorrarse un peso importante.

Depósitos integrales: primer gran paso

Esta filosofía fue introducida de forma prácticamente simultánea en aplicaciones tanto aeronáuticas como espaciales: tras la Segunda Guerra Mundial, los aviones empezaron a incorporar depósitos integrales en las alas, mientras que el primer cohete que incorporaba esta filosofía era el misil norteamericano Redstone, derivado de la V-2 y desarrollado por el equipo de Von Braun en los Estados Unidos.

Con este concepto de diseño, el líquido está en contacto directo con la estructura, que lógicamente debe hacerse perfectamente estanca. En un cohete o lanzador, el revestimiento exterior hace a la vez las funciones de estructura transmisora de cargas de vuelo, y de confinamiento de los líquidos o gases que conforman los distintos componentes del propulsante líquido. En un avión ocurre algo similar, con el combustible ocupando directamente parte del interior del ala, en contacto con los revestimientos.

Segundo paso: aprovechar la presión

Con la integración de los depósitos directamente en la estructura se había conseguido una importante reducción de peso frente a los conceptos anteriores, pero quedaba aún mucho camino por recorrer; en la industria aeroespacial, la lucha contra el peso no tiene fin.

El siguiente paso sería concentrarse en los materiales y en los espesores. El material más habitualmente utilizado en aplicaciones aeroespaciales es el aluminio, en forma de diversas aleaciones que le otorgan mejores propiedades mecánicas. La razón de usar aluminio es por sus buenas propiedades de resistencia y rigidez en relación con su densidad (peso). Secundariamente también es utilizado el titanio, con mejor resistencia y rigidez que el aluminio pero también más caro y pesado; su utilización se suele reservar a aplicaciones donde no haya espacio suficiente para colocar una pieza de aluminio (que necesitaría más espesor) o en entornos de altas temperaturas, por su mejor comportamiento en este ámbito. Y para casos extremos se reserva el acero, aunque su elevado peso hace que esté prácticamente “vetado” en aplicaciones aeroespaciales.

Sin embargo, existe un caso particular donde el acero sí puede ser una buena opción por peso, y es precisamente el caso de depósitos presurizados. En este caso, podríamos fabricar un depósito que funcionase como un globo, con una finísima membrana de acero formando su pared, y siendo únicamente la presión interior la que le impidiese colapsar ante cargas externas. Con la suficiente presión, este globo metálico sería capaz de resistir las cargas de lanzamiento de un cohete convencional, a la vez que mantendría eficazmente alojados los propulsantes en su interior, y todo con un mínimo peso gracias a la finísima piel de dicho “globo”.

La idea puede parecer algo descabellada, pero lo cierto es que se ha utilizado con éxito en misiles y lanzadores, y sigue usándose hoy en día en la etapa Centaur de los lanzadores Atlas. En realidad, ha sido esta familia derivada del misil Atlas (el primer misil balístico intercontinental de los Estados Unidos) la única en aplicar esta arriesgada técnica… y no siempre con éxito.

Efectivamente, el 11 de mayo de 1963, un cohete Atlas Agena D colapsó en la plataforma de lanzamiento debido a una combinación de este diseño de los tanques del Atlas con un fallo humano. Durante la fase de preparación para el lanzamiento, los técnicos de tierra detectaron una burbuja en las líneas que alimentaban de oxígeno a los tanques del Atlas (necesario para compensar la evaporación continua que se produce en los tanques por la baja temperatura a la que debe mantenerse el oxígeno líquido, -183ºC). Para solucionarlo, decidieron vaciar los tanques de oxígeno del lanzador, sin recordar que estos tanques una vez vacíos tenían una resistencia no muy superior a la de una lata de refresco. Su acción tuvo el resultado que era de esperar: el cohete colapsó sobre sí mismo bajo el peso de sus secciones superiores, afortunadamente sin llegar a explotar y sin causar víctimas. Es un ejemplo de por qué este tipo de diseños, efectivo en peso pero problemático de utilizar, no se ha popularizado en otros lanzadores.

Imagen: En 1963, un Atlas Agena D colapsó bajo a su propio peso debido a la falta de presión en el interior de su depósito de delgadísima pared. (
Foto: archivos del autor
)

Tercer paso: materiales compuestos

Pero si con los “globos metálicos” de los que es ejemplo el Atlas parecía haberse llegado al máximo en aligeramiento de tanques metálicos, una nueva puerta para el ahorro de peso en estos elementos se abrió con la popularización de los materiales compuestos de fibra de carbono.

Como sabemos, la fibra de carbono presenta una magnífica relación resistencia/peso que en los últimos años le está haciendo ganar terreno a pasos agigantados frente a los metales en la fabricación de estructuras aeroespaciales. Su aplicación a los depósitos sometidos a altas presiones, o a depósitos integrales que forman a su vez la estructura de un lanzador, parecía resultar por ello evidente.

Sin embargo, pronto se comprobó que la idea no sería tan sencilla de implementar. Por una parte, la resina epoxi que forma la matriz del material compuesto no era compatible químicamente con buena parte de los líquidos o gases a contener en el tanque. Y por otra parte, la existencia de microporos o la aparición de microgrietas en el seno del material compuesto, sin afectar a la integridad de la estructura sí que afectan gravemente a su estanqueidad, algo fundamental cuando hablamos de contener gases con una elevada capacidad de difusión como el hidrógeno o el helio, muy típicos en aplicaciones espaciales.

La solución fue combinar el tanque de compuesto con un revestimiento interior metálico de muy bajo espesor que garantizara dicha estanqueidad y compatibilidad química, mientras el carbono exterior realizaba la mayor parte de la labor estructural. Con esta solución se consigue un aligeramiento frente a un depósito metálico convencional, pero no se alcanza el potencial teórico que tendría un tanque fabricado completamente en fibra de carbono.

Imagen: Un típico depósito de fibra de carbono. (
Foto: archivos del autor
)

Situación actual

En la actualidad nos encontramos justamente en este punto, en el que conviven todavía tanques puramente metálicos con los llamados COPV, siglas de “depósitos presurizados recubiertos de compuesto”, ya que en determinadas circunstancias los sencillos depósitos metálicos siguen siendo competitivos en coste y peso. Pero la investigación continúa, y hoy está centrada en la consecución, por un lado, de depósitos de compuesto con la capa metálica reducida a espesores ínfimos, comparables al del papel de aluminio, y por otra parte en la búsqueda de resinas capaces de garantizar la estanqueidad en depósitos fabricados íntegramente en material compuesto.

En el primer caso, existen ya depósitos operativos con espesores de lámina metálica de tan sólo 0,15 mm en aluminio, más o menos como el papel que usamos para envolver el bocadillo. Es el caso de los que equipaban los vehículos encargados de transportar hasta Marte los famosos rovers Spirit y Opportunity. Sin embargo, las dificultades de fabricación de la vasija metálica interna con un espesor tan mínimo fueron tan grandes que se tuvieron rechazos en las revisiones de calidad del orden del 50%; algo inaceptable económicamente para extender su aplicación de forma masiva. Hoy por hoy, el estándar está todavía en vasijas de 0,5 mm de titanio, recubiertas de fibra de carbono, pero se lucha por reducirlo porque ello supone indudables ventajas en peso.

En el otro lado tenemos los depósitos de fibra de carbono “puros”. La NASA llevó a cabo una extensa campaña de investigación en este ámbito con el desarrollo del proyecto X-33 en los años 90, que debía incorporar depósitos de este tipo para ahorrar peso. Lamentablemente, el proyecto se canceló finalmente por problemas presupuestarios, lo que mantuvo la investigación en este terreno al ralentí hasta nuestros días. En cualquier caso, el tema no está olvidado, y hoy las investigaciones apuntan hacia el refuerzo de las resinas con nanopartículas que puedan aportar la requerida estanqueidad de cara a futuros depósitos con menores masas que los actuales. Como decía anteriormente, en la industria aeroespacial la lucha contra el peso no acaba nunca…

Biomimética: imitando a la Naturaleza

A lo largo de millones de años, la selección natural ha ido perfeccionando a los seres vivos optimizando el modo en el que llevan a cabo determinadas funciones. En la actualidad, los científicos e ingenieros de sectores vanguardistas como el de la investigación aeroespacial vuelven su mirada hacia animales y plantas para imitar sus diseños en el desarrollo de nuevas máquinas.

Esta actividad de “copiar” los mecanismos utilizados por los seres vivos en un desarrollo tecnológico recibe el nombre de biomimética, nombre que hace referencia a la imitación de estructuras biológicas. Se trata de un área que en la actualidad se encuentra presente en los departamentos de I+D e institutos de investigación de las áreas tecnológicas más punteras. El sector de la industria militar es el que quizás con más fuerza utiliza la biomimética en sus investigaciones en estos momentos; pero la investigación espacial no le va a la zaga, y organismos como la propia Agencia Europea del Espacio (ESA) disponen de un departamento dedicado en exclusiva a este tipo de investigaciones, que ya han dado sus frutos en forma de nuevos dispositivos que se irán incorporando en futuras misiones de exploración espacial.

Una técnica no tan nueva…

Aunque quizás sea en los últimos años cuando la biomimética está adquiriendo más fuerza y presencia en diferentes ámbitos de la investigación, no se trata de una filosofía en absoluto novedosa. En el fondo, el hombre siempre ha intentado imitar a la naturaleza cuando se ha propuesto inventar un nuevo aparato, y quizás uno de los ejemplos más claros lo tengamos en los primeros desarrollos que se hicieron para intentar volar imitando las alas de un pájaro, aunque en este caso la imitación directa no diera los frutos esperados. Y es que una de las claves para que la biomimética tenga éxito es que no basta con imitar sin más: primero hay que comprender en profundidad el mecanismo de funcionamiento del dispositivo a imitar, para luego poder reproducirlo con éxito. Y, si fuera posible, incluso mejorarlo…

Pero si el ejemplo del vuelo puede que no sea el más representativo por su escaso éxito, tenemos otra aplicación que hoy día forma parte cotidiana de nuestras vidas y cuyo desarrollo fue sacado directamente de la observación de la naturaleza: se trata del velcro.

Efectivamente, como todos sabemos, el velcro está basado en una imitación directa de esos pequeñas frutos del cardillo silvestre que se pegan a nuestros pantalones y calcetines cuando paseamos por el campo, gracias a unos pequeños “ganchitos” naturales que cubren su piel exterior. En 1948 el ingeniero suizo George de Mestral, tras un paseo por el monte, se fijó en este ingenioso invento de la naturaleza para propagar las semillas por un área extensa y, observando lo complicado que era despegarlos después de la ropa, terminó desarrollando ese sistema de cierre rápido que hoy conocemos como velcro. Una aplicación de la biomimética en toda regla.

…con novedosas aplicaciones

En la actualidad, la investigación en biomimética se realiza en múltiples frentes y para campos muy variados. Algunos investigadores, por ejemplo, investigan la forma en la que el diablillo espinoso del desierto americano consigue tomar del suelo el agua que necesita para beber, extrayendo la humedad del suelo y conduciéndola a través de sus patas y su piel para terminar condensándola en su hocico; la comprensión de este mecanismo y su posterior transformación en un sistema tecnológico apropiado podría llevar agua a las regiones más áridas del planeta. En otras partes, los arquitectos estudian la efectividad con la que los hormigueros de termitas regulan la temperatura y controlan los flujos de aire para poder aplicar ese mismo diseño en nuevos edificios más eficientes energéticamente. Y en ámbitos militares las investigaciones se multiplican, desde la investigación de los sistemas de visión de diferentes animales para desarrollar equipos capaces de mejorar la visibilidad en condiciones extremas, hasta el estudio del mecanismo por el que el gecko puede andar boca abajo por un techo con el objetivo de diseñar pequeños robots capaces de trepar por cualquier parte e introducirse en cualquier edificio o refugio inexpugnable, por citar sólo algunos ejemplos.

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